El desdoblamiento es un arte sutil que todo ser humano puede lograr, basta con guiar la mente hacia un estado profundo de relajación. Me acomodo nuevamente en aquella cama y comienzo mi preparación. Poco a poco, me dejo caer en ese suave abismo de inconsciencia, pero justo antes de perderme por completo, fuerzo a mi mente a permanecer alerta, permitiendo que solo el cuerpo repose.
Siento que el peso se desvanece y flota. No quiero flotar. Podría perder el control, alejarme demasiado de mi cuerpo y terminar… quién sabe dónde. Con esfuerzo, intento mantenerme cerca del suelo, anclada.
Esperaba ver proyectada la imagen de una mujer de sesenta y cinco años, como dicta mi edad, pero frente a mí se encuentra la versión de veinte, con una bata blanca tan sencilla como pura.
Me invade una felicidad extraña al volver a verme así. No comprendo del todo el porqué. Varias teorías revolotean en mi cabeza, pero la más fuerte sostiene que, al haber estado cerca de cuerpos jóvenes, al haber visto y sentido a mi Musa —tan joven—, mi alma se siente joven, y por eso me proyecto así.
Tras atravesar la puerta, desciendo al primer piso. Nada parece fuera de lugar, así que avanzo hasta la estancia donde vi entrar a mi Musa junto a su amigo. El salón, como el resto de la casa, destila un aire vintage, pero decorado con un gusto indudablemente masculino: grandes muebles de cuero, un escritorio de madera imponente, cenicero, minibar, un par de mesitas y cortinas beige que marcan la escena principal.
El pobre hombre se ahoga en su propio dolor, remojando sus penas en alcohol. Ignora, quizás, que las penas nadan mejor que uno. Mi Musa lo acompaña, copa en mano, mientras escucha sus lamentos. Pobre hombre… pero así le tocó vivir.
Avanzo un par de pasos dentro de la habitación. De pronto, la mirada de mi Musa se clava en mí. Le sonrío con picardía y levanto la mano para saludarlo, atravesando sin esfuerzo una de las mesas del salón. Es lógico que él pudiera verme, nuestras almas están destinadas a unirse.
—¿Quién… qué…? —balbucea, confundido.
Llevo un dedo a los labios para que guarde silencio.
— ¿Qué pasa? ¿Qué miras? —pregunta su amigo, siguiendo su mirada.
—Tu amigo no puede verme ni oírme en este momento —le digo divertida—. Mucho gusto, soy Cielo. Tu Cielo —y le lanzo un beso al aire.
—Nada… creí que había entrado un bicho, pero debía ser mi imaginación —responde, tratando de disimular.
Me río por lo bajo. Aunque intente ignorarme, no puede evitar buscarme con la mirada.
—Necesito hablar contigo antes del viaje. Estaré durmiendo, pero apenas puedas, sube. Si no, me veré obligada a hacer algo mucho más llamativo para captar tu atención.
Su rostro permanece frío. No le gusta que una mujer le imponga reglas. No soporta que alguien le gane. Eso me fascina. Puede que mi Musa no tenga el rostro cálido del Capitán Ortega, pero hay algo en su expresión que adoro. Es todo un reto que hace todo más interesante: arrancarle una sonrisa, una mirada suave, una palabra gentil… y saber que esas expresiones son solo mías, que no las anda repartiendo a diestra y siniestra por el mundo.
De pronto, una sombra cruza velozmente el salón. No logro distinguir qué es, pero no percibo peligro. Curiosidad solamente. Lanzo un último guiño a mi Jaime antes de dejarlo en paz, por ahora.
Llego al comedor, pero no encuentro rastro de la sombra. Continúo explorando, hasta que entro a una sala amplia y luminosa. Allí la tal Enola borda en silencio vigilando desde lejos la entrada de la habitación en que está mi Musa.
—Es toda una arpía… y yo, un perfecto idiota. Todavía no entiendo cómo llegué a hacerla mi mujer.
El espíritu que me habla es el de un hombre imponente, atractivo, con esa aura inconfundible de los lobos. Lo reconozco de inmediato: sin duda, fue el padre del capitán Ortega.
—Vaya, qué mal gusto tuvo en la vida —comento con ironía, ganándome una mirada entre divertida y perpleja—. Aunque supongo que el verdadero mal gusto fue quedarse… terminó asesinado por ella, ¿no?
—¿También la mató ella?
No puedo evitar reírme por su ocurrencia.
—No le daría esa oportunidad. Todavía respiro —le contesto con una sonrisa ladeada —¿Cuánto lleva muerto?
La pregunta nace de mi curiosidad. Su forma se mantiene estable, aunque percibo leves vibraciones en los bordes de su figura. Señales de que pronto podría dejar de ser un espíritu y convertirse en un espanto.
—Diecisiete años —responde.
Una voluntad admirable. Pero está al límite. Cuando esa fuerza se agote, tendrá un muy mal final.
— Debes partir antes de que sea tarde —le advierto con suavidad—. No vale la pena arriesgar la eternidad solo por verla arder.
— ¿Y usted cree que me conformo con causarle unas simples jaquecas? —su voz se oscurece—. No. Quiero estar ahí, mirarla cuando el infierno se abra bajo sus pies… y se la trague.
Entiendo su deseo. Comprendo su sed de justicia o venganza, pero también sé que el precio podría ser demasiado alto. No es mi trabajo redimirlo, así que me alejo. Regreso a la habitación donde reposa mi cuerpo, y me deslizo de nuevo en él con cuidado.
No despierto de inmediato. Permanezco en ese limbo de reposo, hasta que su voz, cálida y cercana, rompe el silencio:
— ¿Qué parte de “sin magia ni cosas raras” no entendiste?
Abro los ojos lentamente, como si saliera de un sueño profundo, y me estiro sobre la cama con la languidez de una gata satisfecha.
— Deberías acostarte un rato conmigo —murmuro con voz perezosa—. Serías una almohada perfecta.
— ¿Qué es lo que quieres, bruja?
Su postura rígida intenta mostrar control y hosquedad, pero sus ojos… esos no me mienten. No apartan la mirada ni por un segundo. Mi cuerpo le gusta. Mucho más de lo que se atrevería a admitir.
—Verte todo lo que pueda —respondo, sentándome despacio en la cama, con la falda tan mal acomodada que apenas cubre mis muslos—. Y hacerte una promesa.
Él no dice nada, pero su atención se agudiza.
—Voy a resolver los problemas de la duquesa en un mes —digo con firmeza, mientras lo observo con intensidad—. Y después… vendré por ti.
Una de las comisuras de sus labios se curva apenas, revelando que mis palabras le resultan deliciosamente hilarantes.—¿De verdad? ¿Vendrás por mí?Da dos pasos y se detiene al borde de la cama, mirándome desde lo alto como si esa posición de poder pudiera representar mucho para mí.—Vamos a suponer que “arreglas” lo de la Duquesa. Que, milagrosamente, el Duque no se vuelve loco porque su esposa me quiere en su lecho. ¿Qué te hace pensar que yo iría contigo?Levanto ligeramente una ceja y le regalo una sonrisa ladina.¿Quiere seguir jugando a esto? Entonces juguemos a que lo convenzo, a que no soy su debilidad y a que tiene murallas reales que debo tumbar.Me pongo de pie sobre la cama, ganando altura sobre él. Apoyo una mano sobre su pecho y me inclino, dejando que mis labios rocen su oído como un secreto que solo él merece oír.—Porque nadie te desea, ni te deseará, como yo. Porque lo que siento no es solo hambre de tu cuerpo, sino sed de tu alma. Porque te quiero más allá de la car
Después de eso no tuve la oportunidad de volver a verlo hasta que llegó el momento de la despedida. La duquesa fue quien se hizo cargo de la salida y despedida cordial. Por el momento yo solo pongo cuidado a las costumbres para no desentonar ahora que habrá más gente a nuestro alrededor.Es extraño que una escolta me espere, pero Elizabeth dice que eso es normal para ella. “Fuera de la residencia del gran Duque, rara vez estaremos solas”, dice.Mi musa la acompaña al carruaje, pero antes de ayudarla a subir toma su mano y la besa conservándola por un momento entre la suya, diciendo en voz baja.—Dile que la estaré vigilando a lo lejos. Que no quiero saber de cosas extrañas y que en definitiva… no tiene permiso para estar con otro.La duquesa lo mira con asombro, pero asiente con una sonrisa verdadera.—Lo ha escuchado, Capitán.Sube al carruaje. Antes de partir mira por la ventanilla hacia el segundo piso de la casa, desde donde se distingue la silueta de una mujer que nos observa. Si
Siento la mirada de todos pegada a mi espalda. Subimos las escaleras hasta el segundo piso lentamente debido a la avanzada edad del duque, pero esa demora la camufla mediante una conversación sutil escalón tras escalón preguntando por mi experiencia. Claro que le digo lo asustada que estaba y lo mucho que lo he extrañado.En algunas ocasiones las palabras que me dicta Cielo tratan de atragantarse en mi garganta, pero ella es tan insistente que termino diciéndolas, obviamente haciendo algunas adaptaciones.—Lo he extrañado tanto su excelencia que creo que todas estas noches no seré capaz de dormir sola. Necesito de su protección para sentirme segura.No habría imaginado antes que tendría que decirle a esta persona algo así, pero aquí estoy. El largo y extenuante viaje en carruaje me ha dado mucho tiempo para pensar las cosas con cabeza fría. Pude haber muerto cuando la roca golpeó mi cabeza, pudieron pasarme más cosas horribles que recordaría en manos de aquellos hombres y en definitiv
Me tiemblan levemente las manos, pero debo controlarme. Le pido a la mujer que deje la bandeja sobre la pequeña mesa redonda y se retire. Percibo su desconcierto al ver las prendas sobre la cama, la puerta abierta y la bañera ya preparada. Aun así, no dice una palabra; se limita a hacer una reverencia rápida antes de marcharse.Le acerco su taza. Espero a que haya bebido la mitad antes de levantarme para ayudar a quitarse el calzado.—Se siente muy bien que me atiendas así —dice él, mientras se despoja de la camisa—. Pero yo termino solo, me rinde más. Lo que me urge es verte, desnuda, mi palomita blanca, y estar dentro de ti.Sus palabras son tan gráficas que siento repelús y fuera de eso está el término “palomita blanca”, lo detesto. El desgraciado se vanagloria de que fue él quien me desfloró. Desde entonces en la intimidad me dice que soy su “palomita blanca”.Aprovechando un descuido, vierto mi té en una matera junto a la ventana y dejo la taza de nuevo en la mesa.—¿Te parece si
Despertamos solas en aquella enorme cama con dosel, entre sábanas que huelen a lavanda y secretos.Elizabeth, con su voz tranquila y bien modulada, comenta que el duque es un hombre de costumbres tempranas. Cada mañana se marcha antes del alba para atender sus negocios, así que —según dice— pasaremos la mayor parte del día solas. Confieso que la idea me complace.— ¿Y sus hijos? —pregunto, aún desperezándome—. Ayer conocí a uno… me falta el otro.Digo mientras ella se levanta y se dirige a una habitación anexa a la que oficialmente es la suya.—Sí, viste a Lord Marcus. Vive aquí con su esposa. En cambio, Lord August, el mayor, reside solo en una casa no muy lejos de esta.—De verdad piensas ponerte eso? —pregunto atónita—. ¿Tonos pastel y moños? Vamos a parecer un maldito regalo de cumpleaños mal envuelto.Se detiene en seco, la tela suspendida en el aire como si la hubiera ofendido.—Por favor, deja de maldecir —me reprende con esa compostura casi angelical suya.Si pudiera poner lo
— ¿Cómo que no podemos salir de aquí? Creí que eras la esposa del dueño, no una prisionera —me dice Cielo en cuanto retomamos nuestros lugares.—Se supone que, por seguridad, no debemos hacerlo —le responde con calma—. Por eso siempre debemos llevar escolta.—Pero hay muchos guardias rondando los límites de la mansión. ¿No podrían acompañarnos algunos de ellos? —insiste.Comprendo por qué lo dice, pero no es tan sencillo. Ninguno de ellos se moverá sin la autorización directa del duque, y mucho menos nos dejarán cruzar los portones.—Son normas de seguridad. Para salir, al menos cinco guardias deben escoltarme, y eso reduciría la vigilancia de la mansión. Las salidas deben planearse con anticipación. Además… una dama no puede salir sin su dama de compañía.Mis palabras le parecen absurdas. No tiene que decirlo, lo siento. Sin embargo, guarda silencio.Cielo es fuerte. Nunca había conocido a una mujer como ella, y no me refiero solo a su magia. Tiene esa firmeza serena de quien no nece
El rostro de Lady Catalina perdió todo el color de inmediato. Su marido, sin delicadeza alguna, la tomó bruscamente del brazo y la arrastró al interior de la casa. Mientras tanto, la duquesa Elizabeth solloza con desconsuelo sobre el hombro de su anciano esposo.—La estrategia del momento se llama victimización —le explico a Elizabeth, mentalmente—. Lo que queremos lograr es simple, pero para eso necesitas mostrarte… así. Frágil, dolida. Y tú, querida, eres perfecta para el papel.Por más que lo intente, yo no lograría parecer una mujer golpeada por la vida. Pero Elizabeth solo necesita ser ella misma y contar fragmentos del infierno que ha vivido hoy. Eso basta.—Es tan injusto todo, esposo…Ya en la sala, el alboroto obliga al duque a pedir una toalla húmeda. Una criada corre a buscarla, con la intención de refrescar el rostro de la duquesa y bajar el enrojecimiento del golpe.—Parece que tu esposa fuera Lady Catalina —dice Elizabeth, llorando—. Es ella quien toma las decisiones en
— ¿Torturar? —replica con voz temerosa—. No quiero hacerle daño a nadie, no de verdad.Río suavemente, con ese deje entre la burla y la ternura que me provoca su actitud. No sabía si llamarla inocente o sencillamente ingenua.—Cambiemos el término, entonces —propongo—. Llamémoslo atormentar. Ejecutaremos ataques psicológicos contra esa mujer —aclaro, como quien enseña con paciencia.—¿Ataques psicológicos?En serio, si estuviera en control del cuerpo pondría los ojos en blanco. ¿Piensa repetir todo lo que digo? Porque si es así, esta conversación será eterna. Inhalo y exhalo recordándome que este mundo es en algunos sentidos más inocente que el mío y sobre todo las mujeres.—Existen muchas formas de causar daño a alguien y nosotras las mujeres somos expertas en el daño psicológico. Te daré un ejemplo: desde que llegaste a esta casa Lady Catalina no ha dejado de actuar como la dueña y al ser tu más joven que ella, te ha hecho creer que de verdad ella es más importante, más inteligente