17. ENCANTANDO AL DUQUE

Me tiemblan levemente las manos, pero debo controlarme. Le pido a la mujer que deje la bandeja sobre la pequeña mesa redonda y se retire. Percibo su desconcierto al ver las prendas sobre la cama, la puerta abierta y la bañera ya preparada. Aun así, no dice una palabra; se limita a hacer una reverencia rápida antes de marcharse.

Le acerco su taza. Espero a que haya bebido la mitad antes de levantarme para ayudar a quitarse el calzado.

—Se siente muy bien que me atiendas así —dice él, mientras se despoja de la camisa—. Pero yo termino solo, me rinde más. Lo que me urge es verte, desnuda, mi palomita blanca, y estar dentro de ti.

Sus palabras son tan gráficas que siento repelús y fuera de eso está el término “palomita blanca”, lo detesto. El desgraciado se vanagloria de que fue él quien me desfloró. Desde entonces en la intimidad me dice que soy su “palomita blanca”.

Aprovechando un descuido, vierto mi té en una matera junto a la ventana y dejo la taza de nuevo en la mesa.

—¿Te parece si jugamos? —pregunto, dejando que las palabras de Cielo se filtren a través de mi voz.

—¿Un juego? No estoy para juegos. Ni tú tampoco. Eres una mujer casada, no una niña —responde con creciente irritación.

—Pero este te gustará. Vamos al baño —le digo, dándole la espalda—. Ayúdame a desatar los lazos de mi vestido, así lo retiro más rápido.

La idea parece entusiasmarlo. De inmediato tira de los lazos, y siento cómo la tela se desliza, dejando de abrazar mi cuerpo hasta que sus manos terminan de desprenderla por completo.

—Por el momento es todo lo que le mostraremos a este viejo —dice Cielo— tus hombros, un pedazo de espalda y de tus rodillas para abajo. Supongo que algo bueno debía tener esa ropa interior tan anticuada e incómoda que usas.

Observo por un momento mi ropa interior y me parece normal, en cambio, aquella que ella confeccionó con magia, no hacía mucha diferencia con entre tener o no algo puesto. No pude reflexionar mucho más, pues las manos del viejo se pegaron a mi busto, apretándolo sin rastro de delicadeza.

—Hueles fuertes, pero no me importa —gruñe él, con voz más áspera de lo habitual—. Te quitaré esto rápido. Lo hacemos, y luego nos bañamos.

Sus palabras me paralizan. El miedo se apodera de mí.

—No sabes cuánto te extrañé. Me acostumbré demasiado a ti.

—¡Reacciona! —grita Cielo en mi mente. Pero no puedo. —¡Maldición!

Entonces pide el control, y sin pensarlo, se lo cedo. Me hundo tan rápido como puedo en el rincón seguro al fondo de mi conciencia.

—Te voy a salvar el pellejo, pero no tienes derecho a negarme nada después —dice Cielo con firmeza.

No me importa. Puede hacer lo que quiera, siempre y cuando no tenga que volver a esa situación.

— ¿Por quién me tomas? ¿Una mujer de la calle? —dice de pronto, con mi voz, pero la suya—. No me ofendas. Vamos al baño.

Se zafa con naturalidad del agarre del hombre y se dirige al baño, dejando al viejo completamente desconcertado.

—Siéntate aquí. Tu mujercita te va a bañar… y te va a gustar.

Por mucho que lo hubiera ensayado en el carruaje, jamás habría logrado que esas palabras sonaran tan provocativas saliendo de mi boca. Ni mis ojos habrían brillado así.

El viejo se quita su última prenda —la que cubría sus miserias— y se sienta en el taburete.

—Cierra los ojos, no hables y déjate guiar por el sonido de mi voz.

Las totumadas de agua resbalan por su piel arrugada. Poco después, la esponja enjabonada se desliza sobre su cuerpo guiada por las manos que ahora controla Cielo. Ella actúa con una precisión hipnótica.

—Estás tenso esposo —dice de pronto Cielo dejando la esponja de lado y haciendo masajes en la cabeza del hombre.

Supongo que el masaje es fabuloso, pues el hombre afirma en varias ocasiones lo complacido que está. El masaje se extendió a su cuello, hombros y espalda. Pongo atención a todo lo que hace Cielo, pero sigo sin entender como esto va a evitar que tenga intimidad con él, hasta que las manos de cielo se concentran en el lóbulo de sus orejas y el viejo empieza a hacer sonidos extraños.

—Así, así… —musita entre dientes.

Creo que va a suceder, pero no estoy segura de cómo.

—Quiero que te corras —susurra Cielo al oído del viejo—. Deja fluir la satisfacción que te dan las manos de tu mujercita. Vamos, déjalo salir.

Un sonido gutural, como el de una bestia moribunda, escapada de su boca. Reconozco esa respiración jadeante, ahogada. Está a punto de venirse.

—Eso fue… intenso —dice él, todavía con los ojos cerrados.

—¿Eso quiere decir que me he hecho acreedora de un premio? —susurra ella, melosa, rozando su oreja con los dientes.

—¡Oooh, lo que quieras! —responde, casi gimiendo.

—Necesito recuperar a mi dama de compañía. Quiero a Odeth —le pido a Cielo, con voz interior.

—Bien. Te enjuagaré y luego me esperas en la cama. Ahora voy —le dice al viejo y dejando en pendiente mi solicitud.

Evitamos mirarlo directamente mientras le alcanzamos una toalla. Solo cuando él se marcha, por fin podemos deshacernos de la ropa interior empapada y sumergirnos en la bañera.

— ¿Estás segura de que no querrás nada cuando lleguemos a la cama? —pregunto en un susurro, aun temblando por dentro.

—Por supuesto que no —responde Cielo con total seguridad—. Es un viejo, no tiene la fuerza para más de una vez por noche. Además, esa descarga debió dejarlo seco por días. A estas alturas ya debe dormir como un bebé.

—Qué alivio… —suspiro.

—Y no olvides que me debes una enorme por esto.

Asiento, sabiendo que tiene toda la razón. Esa escena en el baño jamás saldrá de mi mente habiéndola vivido en segundo plano, no quiero imaginarla habiéndolo tocado yo.

—Cambiando de tema —dice haciendo que me aleje del recuerdo—, ¿estás segura de que esa tal Odeth es de fiar?

—Completamente. Si vamos a sobrevivir esto, necesitaremos aliadas. Y ella es la indicada.

—Entonces está decidido, exigiremos que le devuelvan su puesto.

—Sí, se lo pediré, no te preocupes.

—Pero ahora que tuve el infortunio de poner mis manos sobre tu marido, necesitamos hacer algo urgente: borrar esa imagen mental horrenda.

—Y ¿cómo se hace eso? —pregunto, desconcertada.

El cielo se ríe con picardía.

—Con un amante, obviamente. Necesitas un hombre que te haga temblar, que arranque esos recuerdos como quien arranca malas hierbas del jardín. Uno que te encienda tanto que las memorias de hoy se vuelvan insignificantes… como ceniza.

—No, no puedo —respondo con un escalofrío en la voz—. Yo… no sé si sería capaz.

—Claro que puedes —dice ella con firmeza, como si no cupiera duda alguna—. Y lo harás. Es casi trágico que solo ese anciano haya estado contigo.

Cierro los ojos y pienso. Pienso en el matrimonio, en los votos, en la culpa. Pero también recuerdo que ese sacerdote sabía que yo no quería… que me casé obligada. ¿Hasta qué punto debo fidelidad a un vínculo sellado con cadenas, no con amor?

Entonces recuerdo las sensaciones, el deseo, todo lo sentido aquella noche entre los brazos del capitán… pero tengo claro que él hizo el amor con Cielo, no conmigo. Fue ella quien puso su corazón en cada caricia y yo solo fui una espectadora.

—No sé cómo encontrar a alguien así —digo al fin, mi voz apenas audible— menos como enamorar.

El cielo se ríe, triunfante.

—Mañana lo descubriremos. Averiguaremos que tipo de hombre te gusta. Además, no tienes necesariamente que … Enamorar. Hay diferentes motivos por el cual compartir el momento con alguien y claro que el amor es el mejor, pero no el único.

Y por primera vez en toda la noche, siento que puedo cerrar los ojos sin miedo.

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