Me tiemblan levemente las manos, pero debo controlarme. Le pido a la mujer que deje la bandeja sobre la pequeña mesa redonda y se retire. Percibo su desconcierto al ver las prendas sobre la cama, la puerta abierta y la bañera ya preparada. Aun así, no dice una palabra; se limita a hacer una reverencia rápida antes de marcharse.
Le acerco su taza. Espero a que haya bebido la mitad antes de levantarme para ayudar a quitarse el calzado.
—Se siente muy bien que me atiendas así —dice él, mientras se despoja de la camisa—. Pero yo termino solo, me rinde más. Lo que me urge es verte, desnuda, mi palomita blanca, y estar dentro de ti.
Sus palabras son tan gráficas que siento repelús y fuera de eso está el término “palomita blanca”, lo detesto. El desgraciado se vanagloria de que fue él quien me desfloró. Desde entonces en la intimidad me dice que soy su “palomita blanca”.
Aprovechando un descuido, vierto mi té en una matera junto a la ventana y dejo la taza de nuevo en la mesa.
—¿Te parece si jugamos? —pregunto, dejando que las palabras de Cielo se filtren a través de mi voz.
—¿Un juego? No estoy para juegos. Ni tú tampoco. Eres una mujer casada, no una niña —responde con creciente irritación.
—Pero este te gustará. Vamos al baño —le digo, dándole la espalda—. Ayúdame a desatar los lazos de mi vestido, así lo retiro más rápido.
La idea parece entusiasmarlo. De inmediato tira de los lazos, y siento cómo la tela se desliza, dejando de abrazar mi cuerpo hasta que sus manos terminan de desprenderla por completo.
—Por el momento es todo lo que le mostraremos a este viejo —dice Cielo— tus hombros, un pedazo de espalda y de tus rodillas para abajo. Supongo que algo bueno debía tener esa ropa interior tan anticuada e incómoda que usas.
Observo por un momento mi ropa interior y me parece normal, en cambio, aquella que ella confeccionó con magia, no hacía mucha diferencia con entre tener o no algo puesto. No pude reflexionar mucho más, pues las manos del viejo se pegaron a mi busto, apretándolo sin rastro de delicadeza.
—Hueles fuertes, pero no me importa —gruñe él, con voz más áspera de lo habitual—. Te quitaré esto rápido. Lo hacemos, y luego nos bañamos.
Sus palabras me paralizan. El miedo se apodera de mí.
—No sabes cuánto te extrañé. Me acostumbré demasiado a ti.
—¡Reacciona! —grita Cielo en mi mente. Pero no puedo. —¡Maldición!
Entonces pide el control, y sin pensarlo, se lo cedo. Me hundo tan rápido como puedo en el rincón seguro al fondo de mi conciencia.
—Te voy a salvar el pellejo, pero no tienes derecho a negarme nada después —dice Cielo con firmeza.
No me importa. Puede hacer lo que quiera, siempre y cuando no tenga que volver a esa situación.
— ¿Por quién me tomas? ¿Una mujer de la calle? —dice de pronto, con mi voz, pero la suya—. No me ofendas. Vamos al baño.
Se zafa con naturalidad del agarre del hombre y se dirige al baño, dejando al viejo completamente desconcertado.
—Siéntate aquí. Tu mujercita te va a bañar… y te va a gustar.
Por mucho que lo hubiera ensayado en el carruaje, jamás habría logrado que esas palabras sonaran tan provocativas saliendo de mi boca. Ni mis ojos habrían brillado así.
El viejo se quita su última prenda —la que cubría sus miserias— y se sienta en el taburete.
—Cierra los ojos, no hables y déjate guiar por el sonido de mi voz.
Las totumadas de agua resbalan por su piel arrugada. Poco después, la esponja enjabonada se desliza sobre su cuerpo guiada por las manos que ahora controla Cielo. Ella actúa con una precisión hipnótica.
—Estás tenso esposo —dice de pronto Cielo dejando la esponja de lado y haciendo masajes en la cabeza del hombre.
Supongo que el masaje es fabuloso, pues el hombre afirma en varias ocasiones lo complacido que está. El masaje se extendió a su cuello, hombros y espalda. Pongo atención a todo lo que hace Cielo, pero sigo sin entender como esto va a evitar que tenga intimidad con él, hasta que las manos de cielo se concentran en el lóbulo de sus orejas y el viejo empieza a hacer sonidos extraños.
—Así, así… —musita entre dientes.
Creo que va a suceder, pero no estoy segura de cómo.
—Quiero que te corras —susurra Cielo al oído del viejo—. Deja fluir la satisfacción que te dan las manos de tu mujercita. Vamos, déjalo salir.
Un sonido gutural, como el de una bestia moribunda, escapada de su boca. Reconozco esa respiración jadeante, ahogada. Está a punto de venirse.
—Eso fue… intenso —dice él, todavía con los ojos cerrados.
—¿Eso quiere decir que me he hecho acreedora de un premio? —susurra ella, melosa, rozando su oreja con los dientes.
—¡Oooh, lo que quieras! —responde, casi gimiendo.
—Necesito recuperar a mi dama de compañía. Quiero a Odeth —le pido a Cielo, con voz interior.
—Bien. Te enjuagaré y luego me esperas en la cama. Ahora voy —le dice al viejo y dejando en pendiente mi solicitud.
Evitamos mirarlo directamente mientras le alcanzamos una toalla. Solo cuando él se marcha, por fin podemos deshacernos de la ropa interior empapada y sumergirnos en la bañera.
— ¿Estás segura de que no querrás nada cuando lleguemos a la cama? —pregunto en un susurro, aun temblando por dentro.
—Por supuesto que no —responde Cielo con total seguridad—. Es un viejo, no tiene la fuerza para más de una vez por noche. Además, esa descarga debió dejarlo seco por días. A estas alturas ya debe dormir como un bebé.
—Qué alivio… —suspiro.
—Y no olvides que me debes una enorme por esto.
Asiento, sabiendo que tiene toda la razón. Esa escena en el baño jamás saldrá de mi mente habiéndola vivido en segundo plano, no quiero imaginarla habiéndolo tocado yo.
—Cambiando de tema —dice haciendo que me aleje del recuerdo—, ¿estás segura de que esa tal Odeth es de fiar?
—Completamente. Si vamos a sobrevivir esto, necesitaremos aliadas. Y ella es la indicada.
—Entonces está decidido, exigiremos que le devuelvan su puesto.
—Sí, se lo pediré, no te preocupes.
—Pero ahora que tuve el infortunio de poner mis manos sobre tu marido, necesitamos hacer algo urgente: borrar esa imagen mental horrenda.
—Y ¿cómo se hace eso? —pregunto, desconcertada.
El cielo se ríe con picardía.
—Con un amante, obviamente. Necesitas un hombre que te haga temblar, que arranque esos recuerdos como quien arranca malas hierbas del jardín. Uno que te encienda tanto que las memorias de hoy se vuelvan insignificantes… como ceniza.
—No, no puedo —respondo con un escalofrío en la voz—. Yo… no sé si sería capaz.
—Claro que puedes —dice ella con firmeza, como si no cupiera duda alguna—. Y lo harás. Es casi trágico que solo ese anciano haya estado contigo.
Cierro los ojos y pienso. Pienso en el matrimonio, en los votos, en la culpa. Pero también recuerdo que ese sacerdote sabía que yo no quería… que me casé obligada. ¿Hasta qué punto debo fidelidad a un vínculo sellado con cadenas, no con amor?
Entonces recuerdo las sensaciones, el deseo, todo lo sentido aquella noche entre los brazos del capitán… pero tengo claro que él hizo el amor con Cielo, no conmigo. Fue ella quien puso su corazón en cada caricia y yo solo fui una espectadora.
—No sé cómo encontrar a alguien así —digo al fin, mi voz apenas audible— menos como enamorar.
El cielo se ríe, triunfante.
—Mañana lo descubriremos. Averiguaremos que tipo de hombre te gusta. Además, no tienes necesariamente que … Enamorar. Hay diferentes motivos por el cual compartir el momento con alguien y claro que el amor es el mejor, pero no el único.
Y por primera vez en toda la noche, siento que puedo cerrar los ojos sin miedo.
Despertamos solas en aquella enorme cama con dosel, entre sábanas que huelen a lavanda y secretos.Elizabeth, con su voz tranquila y bien modulada, comenta que el duque es un hombre de costumbres tempranas. Cada mañana se marcha antes del alba para atender sus negocios, así que —según dice— pasaremos la mayor parte del día solas. Confieso que la idea me complace.— ¿Y sus hijos? —pregunto, aún desperezándome—. Ayer conocí a uno… me falta el otro.Digo mientras ella se levanta y se dirige a una habitación anexa a la que oficialmente es la suya.—Sí, viste a Lord Marcus. Vive aquí con su esposa. En cambio, Lord August, el mayor, reside solo en una casa no muy lejos de esta.—De verdad piensas ponerte eso? —pregunto atónita—. ¿Tonos pastel y moños? Vamos a parecer un maldito regalo de cumpleaños mal envuelto.Se detiene en seco, la tela suspendida en el aire como si la hubiera ofendido.—Por favor, deja de maldecir —me reprende con esa compostura casi angelical suya.Si pudiera poner lo
— ¿Cómo que no podemos salir de aquí? Creí que eras la esposa del dueño, no una prisionera —me dice Cielo en cuanto retomamos nuestros lugares.—Se supone que, por seguridad, no debemos hacerlo —le responde con calma—. Por eso siempre debemos llevar escolta.—Pero hay muchos guardias rondando los límites de la mansión. ¿No podrían acompañarnos algunos de ellos? —insiste.Comprendo por qué lo dice, pero no es tan sencillo. Ninguno de ellos se moverá sin la autorización directa del duque, y mucho menos nos dejarán cruzar los portones.—Son normas de seguridad. Para salir, al menos cinco guardias deben escoltarme, y eso reduciría la vigilancia de la mansión. Las salidas deben planearse con anticipación. Además… una dama no puede salir sin su dama de compañía.Mis palabras le parecen absurdas. No tiene que decirlo, lo siento. Sin embargo, guarda silencio.Cielo es fuerte. Nunca había conocido a una mujer como ella, y no me refiero solo a su magia. Tiene esa firmeza serena de quien no nece
El rostro de Lady Catalina perdió todo el color de inmediato. Su marido, sin delicadeza alguna, la tomó bruscamente del brazo y la arrastró al interior de la casa. Mientras tanto, la duquesa Elizabeth solloza con desconsuelo sobre el hombro de su anciano esposo.—La estrategia del momento se llama victimización —le explico a Elizabeth, mentalmente—. Lo que queremos lograr es simple, pero para eso necesitas mostrarte… así. Frágil, dolida. Y tú, querida, eres perfecta para el papel.Por más que lo intente, yo no lograría parecer una mujer golpeada por la vida. Pero Elizabeth solo necesita ser ella misma y contar fragmentos del infierno que ha vivido hoy. Eso basta.—Es tan injusto todo, esposo…Ya en la sala, el alboroto obliga al duque a pedir una toalla húmeda. Una criada corre a buscarla, con la intención de refrescar el rostro de la duquesa y bajar el enrojecimiento del golpe.—Parece que tu esposa fuera Lady Catalina —dice Elizabeth, llorando—. Es ella quien toma las decisiones en
— ¿Torturar? —replica con voz temerosa—. No quiero hacerle daño a nadie, no de verdad.Río suavemente, con ese deje entre la burla y la ternura que me provoca su actitud. No sabía si llamarla inocente o sencillamente ingenua.—Cambiemos el término, entonces —propongo—. Llamémoslo atormentar. Ejecutaremos ataques psicológicos contra esa mujer —aclaro, como quien enseña con paciencia.—¿Ataques psicológicos?En serio, si estuviera en control del cuerpo pondría los ojos en blanco. ¿Piensa repetir todo lo que digo? Porque si es así, esta conversación será eterna. Inhalo y exhalo recordándome que este mundo es en algunos sentidos más inocente que el mío y sobre todo las mujeres.—Existen muchas formas de causar daño a alguien y nosotras las mujeres somos expertas en el daño psicológico. Te daré un ejemplo: desde que llegaste a esta casa Lady Catalina no ha dejado de actuar como la dueña y al ser tu más joven que ella, te ha hecho creer que de verdad ella es más importante, más inteligente
—Parece otra. Hasta la manera en que se arregla ha cambiado. Si no fuera imposible, juraría que no es Lady Elizabeth —comentó una de las criadas, con la voz cargada de veneno y resentimiento.—¿Están insinuando que exige ser tratada como una verdadera duquesa? —pregunté, incrédula.—Así es, mi señora. Por eso acudimos a usted. Para nosotras, la única dueña de esta mansión es usted, no esa... muchacha.No respondí. Me limité a pasar junto a ellas, bajando las escaleras con paso firme. Necesitaba ver con mis propios ojos lo que decían.La Lady Elizabeth que conocí era apenas una chiquilla frágil, incapaz de defenderse, inferior a mí en todo. Desde hace dos años desempeño los deberes que corresponden a la duquesa, y no permitiré que me arrebate mis privilegios solo por calentar la cama de un anciano. Esa ha sido siempre su única utilidad.Salí de mi despacho y me dirigí al jardín, donde me indicaron que se encontraba. La vi a lo lejos y, debo admitirlo, el vestido le sentaba bien. Había
Tras el intrigante almuerzo, nos dirigimos a la sala. Habría seguido disfrutando de tan placentera atmósfera, de no haber sido por Lady Catalina.Aunque el color de su rostro aún no se había normalizado del todo, fue directamente al piano de cola que hasta hace un momento había asumido era pura decoración. Para mi sorpresa, sus manos se movieron con soltura sobre las teclas, arrancando una melodía lo suficientemente armoniosa como para disipar —en parte— las densas energías que todavía se cernían en el ambiente.Su marido la observaba con el ceño fruncido, probablemente aun procesando la orden de alcoba emitida por el duque. Mientras tanto, Lorenzo parecía absorto, perdido en algún pensamiento mientras miraba por la ventana.—Pediré que nos traigan té —le dije al duque antes de desaparecer, envuelta en las notas del improvisado concierto.Las empleadas me miraron con extrañeza, pero ninguna se atrevió a desafiarme abiertamente.—Queremos tomar té —les dije a dos jóvenes en la cocina,
—No quiero que me toques —murmuro apenas cruzamos el umbral de la habitación.Su respuesta es una risa seca, tan cruel como el filo de una daga bien afilada.—¿Crees qué deseo tocarte? Tampoco esto es un deleite para mí, pero la orden ha sido dada… y se cumplirá.Comienza a desabotonar su camisa con una lentitud irritante, mientras el cinturón cae con un chasquido grave. Sin querer, mis ojos se deslizan hacia su entrepierna. Está parcialmente erecto. ¿Cómo es posible? ¿Esta grotesca situación lo excita?Soy yo quien ríe esta vez, con un tono amargo, casi histérico.—¿Esa erección es por complacerlo a él? ¿O estás pensando en los pechos de esa sirvienta a la que tanto proteges? —pregunto, sintiendo que las lágrimas vuelven a arderme detrás de los ojos.—¿Y qué importa?Sus pantalones, junto con la ropa interior, caen al suelo. Se queda allí, con la camisa a medio poner, revelando su cuerpo sin pudor alguno. Un temblor me recorre antes incluso de que me toque. Nunca antes lo había visto
—¿Y si cambiamos el té por un vino? —pregunto mientras extiendo una copa llena de un exquisito Cabernet Sauvignon—. Tu padre guarda verdaderas joyas en la cava.Él acepta la copa sin protestar, con un gesto que mezcla curiosidad y algo más… ¿Expectación?—Quiero que la mires —le indico mientras me acomodo a su lado—. No te alejes. Tranquilo… ya sé que entre nosotros no habrá nada.Hay temor en sus ojos, pero también esa chispa, el anhelo de alguien que aún no sabe cómo confiar, pero quiere hacerlo. Debo admitirlo: en mi mundo tenía muchos amigos homosexuales, y los extraño profundamente. Siempre fueron mejores amigas que muchas mujeres. Más leales. Más libres.Mis palabras inician el conjuro sin perder de vista el vino que ahora será la pantalla que mostrará a este hombre la escena recuerdo que se dibuja en mi cabeza.Lamo lentamente la yema de mi anular, invocando energía, y la sumerjo con delicadeza en el vino sin interrumpir el encantamiento. Luego, ese mismo dedo danza por el bord