Despertamos solas en aquella enorme cama con dosel, entre sábanas que huelen a lavanda y secretos.
Elizabeth, con su voz tranquila y bien modulada, comenta que el duque es un hombre de costumbres tempranas. Cada mañana se marcha antes del alba para atender sus negocios, así que —según dice— pasaremos la mayor parte del día solas. Confieso que la idea me complace.
— ¿Y sus hijos? —pregunto, aún desperezándome—. Ayer conocí a uno… me falta el otro.
Digo mientras ella se levanta y se dirige a una habitación anexa a la que oficialmente es la suya.
—Sí, viste a Lord Marcus. Vive aquí con su esposa. En cambio, Lord August, el mayor, reside solo en una casa no muy lejos de esta.
—De verdad piensas ponerte eso? —pregunto atónita—. ¿Tonos pastel y moños? Vamos a parecer un maldito regalo de cumpleaños mal envuelto.
Se detiene en seco, la tela suspendida en el aire como si la hubiera ofendido.
—Por favor, deja de maldecir —me reprende con esa compostura casi angelical suya.
Si pudiera poner los ojos en blanco, lo haría.
Hasta su ropa grita "niña buena". Y lo digo con énfasis en niña .
—Déjame elegir a mí —declaro, resuelta—. No voy a permitir que usemos eso.
Cambiamos de lugar tomando yo el mando del cuerpo. Es fascinante cómo Elizabeth tiene una habitación entera dedicada a guardar ropa, zapatos, bolsos y joyas. Un pequeño universo de opulencia.
—Esta habitación es el sueño de cualquier mujer —murmuro, pasando los dedos por una hilera de vestidos que crujen suavemente al tocarlos. Me detengo en la sección de joyas, y mis ojos brillan.
—Regalaría la mayoría de estos vestidos, pero las joyas… las adoro todas.
Tomo un collar de diamantes. Brilla incluso bajo la luz artificial, como si no necesitara del sol para demostrar su belleza.
—Algún día te usaré —le susurro a la joya—. Y lucirás espectacular sobre mi piel.
—Eres muy rara —dice Elizabeth desde algún rincón de nuestra conciencia compartida.
Ignoro su comentario. Estoy demasiado absorta en la belleza de los collares, los anillos, los pendientes. Hasta que descubro algo totalmente de mi guto: una gargantilla de satén negro con un ónix central, profundo como la medianoche.
—Vamos a buscar un vestido digno de esta joya —anuncio, con una sonrisa que puedo sentir en los labios que compartimos.
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Cuando descendemos la escalera, todos los rostros se giran hacia nosotras.
—Ves? Te lo dije. Nos vemos fabulosas —digo, esbozando una sonrisa triunfal.
—No están acostumbrados a verme con colores tan intensos, ni mucho menos maquillada —responde Elizabeth en voz baja—. Por eso nos miran así.
—Pues que se acostumbren —réplico con firmeza—. Es hora de enterrar esa imagen sumisa que te has esforzado tanto en construir. La percepción es poder. Como te ven… te tratan.
Espero que esta chica entienda eso pronto. Puede que para ella sean chocantes mis exigencias pero necesito ser extrema porque cuando me vaya, debido a su naturaleza se suavisará y obviamente tomará un punto medio de dónde yo la deje. Tampoco es que quiera pensar mucho en eso, al fin de cuentas no tiene porqué importarme después de que me vaya que haga ella con su vida, pero si me gustaría saber que si generé un cambio positivo. Será mi manera de pagarle su servicio por dejarme usar su cuerpo.
Tres empleadas se detuvieron a mitad del pasillo, observándome de arriba abajo. Solo una de ellas me saluda con una reverencia, mientras las otras dos permanecen inmóviles, examinándome sin disimulo.
—Son unas groseras —masculla Elizabeth—. Nunca me han respetado, solo lo aparentan cuando estoy al lado de mi esposo.
Dirijo una mirada gélida hacia las dos insolentes, como si fueran poco más que cucarachas.
—Acaso tengo que enseñarles modales personalmente? —les espeto al llegar frente a ellas—. ¿O es que creen que su empleo es intocable?
Una de ellas suelta una risa nerviosa, pero no se acobarda.
—Usted no manda en esta casa. No tiene autoridad para despedir a nadie —responde con creciente valentía—. La señora de esta casa es Lady Catalina.
—¿Quién es Catalina? —pregunto a Elizabeth.
—La esposa de Lord Marcus.
La imagen de una mujer impecablemente vestida, de modales fríos y pecho plano, se dibuja en mi mente. La vi ayer, siempre pegada al lado de su esposo, con esa sonrisa que no llega a los ojos.
—Curioso. Yo juraría que la esposa del Gran Duque soy yo. Y hasta donde sé, ella y su marido solo viven aquí por cortesía de mi marido.
Camino con paso firme hacia el comedor, dejando atrás a las sirvientas con el veneno de mis palabras retumbando en sus oídos. Sé que correrán a contarle a la tal Catalina y, posiblemente, a su marido. Que lo hagan. Estoy más que lista para el drama que se avecina.
Después de todo, no hay televisión en este mundo, así que los escándalos de la vida de Elizabeth me vienen de maravilla para entretenerme.
— ¿Cómo se pide el desayuno aquí? —le pregunto una vez que llegamos al comedor.
—Normalmente… voy a la cocina y lo preparo yo misma —admite ella, avergonzada.
Frunzo el ceño. En una casa tan grande, repleta de personal, eso me parece casi ofensivo.
—Es que ellas siempre están ocupadas y no tienen tiempo —es la excusa tonta que me da.
—¿Y tampoco tienen tiempo para prepararle los alimentos a Lord Marcus y a su esposa?
El silencio de la duquesa me da la respuesta.
—El duque sabe cómo te trata?
—No. Nunca me he atrevido a contárselo. Solo recibo un trato digno cuando él está presente.
La rabia me hierve en el pecho. No, esto no se puede quedar así.
Me acomodo en el comedor, observando a varias mujeres que entran y salen finciendo no verme. Mi mente comienza a dibujar castigos elaborados: incendiar sus vestidos con un chasquido, cambiarles el color del cabello por un chillón verde rana, o dejarlas calvas por un día. Pero entonces recuerdo la advertencia de mi Musa: "Nada de cosas extrañas".
Suspiro. Está bien. Pensaré en algo más "razonable".
Y entonces lo veo con claridad. Como si el universo me regalara una pista, el nombre de Charles aparece en mi mente. El mayordomo. El responsable de que esta casa funcione, como en todas las viejas películas. Discreto como un gato, pero finalmente lo localizo en la zona de almacenaje, supervisando a unos jóvenes cargadores.
—Buen día, su Excelencia —dice con una reverencia impecable apenas me ve.
—Al menos él parece tener algo de respeto —le digo a Elizabeth.
—Es un hombre meticuloso… y muy ocupado —responde ella.
—Señor Charles —lo saludo, imitando el tono refinado de Elizabeth—, tengo un problema: no he desayunado. Y al parecer, todas las mujeres de esta casa están demasiado ocupadas para atenderme.
El hombre me mira con incredulidad, como si le hablara en un idioma desconocido, pero su compostura es admirable.
—Me encargaré personalmente de corregir eso, su Excelencia. Por favor, acompáñeme.
Lo sigo.
—Esta situación ha sido constante desde mi llegada, señor Charles, y no pienso tolerarla más. Deseo que todos aquí entiendan que no dudaré en tomar medidas si se repite.
—Haré los ajustes necesarios, Duquesa. Le garantizo que no volverá a suceder.
De regreso en el comedor, tomo asiento. Pocos minutos después, varios jóvenes entran casi llorando con una bandeja que desborda de delicias. Charles las sigue, erguido, sereno, como un general revisando sus tropas.
—¿Son de su agrado los alimentos, su Excelencia? —pregunta el hombre— ¿se le ofrece algo más?
Según parece ese hombre mandó a llamar a toda la servidumbre de la casa, pues empezaron a llegar una a una hasta formarse a lado y lado del comedor en el cual estoy sentada.
—Perfectos —respondió—. Pero, de ahora en adelante, quiero que quienes me sirvan los alimentos sean ellas dos.
Levanto la mano y señalo, sin prisa, a las dos jóvenes que me desafiaron al bajar las escaleras.
—Así será, su Excelencia —dice Charles, y luego se dirige a ellas—. Camila. Silvia. Han escuchado a la Duquesa.
Una sonrisa de satisfacción florece en mis labios. Esta fue solo una batalla pequeña, casi insignificante. Pero sé que muchas como esta... pueden decidir el rumbo de toda una guerra.
— ¿Cómo que no podemos salir de aquí? Creí que eras la esposa del dueño, no una prisionera —me dice Cielo en cuanto retomamos nuestros lugares.—Se supone que, por seguridad, no debemos hacerlo —le responde con calma—. Por eso siempre debemos llevar escolta.—Pero hay muchos guardias rondando los límites de la mansión. ¿No podrían acompañarnos algunos de ellos? —insiste.Comprendo por qué lo dice, pero no es tan sencillo. Ninguno de ellos se moverá sin la autorización directa del duque, y mucho menos nos dejarán cruzar los portones.—Son normas de seguridad. Para salir, al menos cinco guardias deben escoltarme, y eso reduciría la vigilancia de la mansión. Las salidas deben planearse con anticipación. Además… una dama no puede salir sin su dama de compañía.Mis palabras le parecen absurdas. No tiene que decirlo, lo siento. Sin embargo, guarda silencio.Cielo es fuerte. Nunca había conocido a una mujer como ella, y no me refiero solo a su magia. Tiene esa firmeza serena de quien no nece
El rostro de Lady Catalina perdió todo el color de inmediato. Su marido, sin delicadeza alguna, la tomó bruscamente del brazo y la arrastró al interior de la casa. Mientras tanto, la duquesa Elizabeth solloza con desconsuelo sobre el hombro de su anciano esposo.—La estrategia del momento se llama victimización —le explico a Elizabeth, mentalmente—. Lo que queremos lograr es simple, pero para eso necesitas mostrarte… así. Frágil, dolida. Y tú, querida, eres perfecta para el papel.Por más que lo intente, yo no lograría parecer una mujer golpeada por la vida. Pero Elizabeth solo necesita ser ella misma y contar fragmentos del infierno que ha vivido hoy. Eso basta.—Es tan injusto todo, esposo…Ya en la sala, el alboroto obliga al duque a pedir una toalla húmeda. Una criada corre a buscarla, con la intención de refrescar el rostro de la duquesa y bajar el enrojecimiento del golpe.—Parece que tu esposa fuera Lady Catalina —dice Elizabeth, llorando—. Es ella quien toma las decisiones en
— ¿Torturar? —replica con voz temerosa—. No quiero hacerle daño a nadie, no de verdad.Río suavemente, con ese deje entre la burla y la ternura que me provoca su actitud. No sabía si llamarla inocente o sencillamente ingenua.—Cambiemos el término, entonces —propongo—. Llamémoslo atormentar. Ejecutaremos ataques psicológicos contra esa mujer —aclaro, como quien enseña con paciencia.—¿Ataques psicológicos?En serio, si estuviera en control del cuerpo pondría los ojos en blanco. ¿Piensa repetir todo lo que digo? Porque si es así, esta conversación será eterna. Inhalo y exhalo recordándome que este mundo es en algunos sentidos más inocente que el mío y sobre todo las mujeres.—Existen muchas formas de causar daño a alguien y nosotras las mujeres somos expertas en el daño psicológico. Te daré un ejemplo: desde que llegaste a esta casa Lady Catalina no ha dejado de actuar como la dueña y al ser tu más joven que ella, te ha hecho creer que de verdad ella es más importante, más inteligente
—Parece otra. Hasta la manera en que se arregla ha cambiado. Si no fuera imposible, juraría que no es Lady Elizabeth —comentó una de las criadas, con la voz cargada de veneno y resentimiento.—¿Están insinuando que exige ser tratada como una verdadera duquesa? —pregunté, incrédula.—Así es, mi señora. Por eso acudimos a usted. Para nosotras, la única dueña de esta mansión es usted, no esa... muchacha.No respondí. Me limité a pasar junto a ellas, bajando las escaleras con paso firme. Necesitaba ver con mis propios ojos lo que decían.La Lady Elizabeth que conocí era apenas una chiquilla frágil, incapaz de defenderse, inferior a mí en todo. Desde hace dos años desempeño los deberes que corresponden a la duquesa, y no permitiré que me arrebate mis privilegios solo por calentar la cama de un anciano. Esa ha sido siempre su única utilidad.Salí de mi despacho y me dirigí al jardín, donde me indicaron que se encontraba. La vi a lo lejos y, debo admitirlo, el vestido le sentaba bien. Había
Tras el intrigante almuerzo, nos dirigimos a la sala. Habría seguido disfrutando de tan placentera atmósfera, de no haber sido por Lady Catalina.Aunque el color de su rostro aún no se había normalizado del todo, fue directamente al piano de cola que hasta hace un momento había asumido era pura decoración. Para mi sorpresa, sus manos se movieron con soltura sobre las teclas, arrancando una melodía lo suficientemente armoniosa como para disipar —en parte— las densas energías que todavía se cernían en el ambiente.Su marido la observaba con el ceño fruncido, probablemente aun procesando la orden de alcoba emitida por el duque. Mientras tanto, Lorenzo parecía absorto, perdido en algún pensamiento mientras miraba por la ventana.—Pediré que nos traigan té —le dije al duque antes de desaparecer, envuelta en las notas del improvisado concierto.Las empleadas me miraron con extrañeza, pero ninguna se atrevió a desafiarme abiertamente.—Queremos tomar té —les dije a dos jóvenes en la cocina,
—No quiero que me toques —murmuro apenas cruzamos el umbral de la habitación.Su respuesta es una risa seca, tan cruel como el filo de una daga bien afilada.—¿Crees qué deseo tocarte? Tampoco esto es un deleite para mí, pero la orden ha sido dada… y se cumplirá.Comienza a desabotonar su camisa con una lentitud irritante, mientras el cinturón cae con un chasquido grave. Sin querer, mis ojos se deslizan hacia su entrepierna. Está parcialmente erecto. ¿Cómo es posible? ¿Esta grotesca situación lo excita?Soy yo quien ríe esta vez, con un tono amargo, casi histérico.—¿Esa erección es por complacerlo a él? ¿O estás pensando en los pechos de esa sirvienta a la que tanto proteges? —pregunto, sintiendo que las lágrimas vuelven a arderme detrás de los ojos.—¿Y qué importa?Sus pantalones, junto con la ropa interior, caen al suelo. Se queda allí, con la camisa a medio poner, revelando su cuerpo sin pudor alguno. Un temblor me recorre antes incluso de que me toque. Nunca antes lo había visto
—¿Y si cambiamos el té por un vino? —pregunto mientras extiendo una copa llena de un exquisito Cabernet Sauvignon—. Tu padre guarda verdaderas joyas en la cava.Él acepta la copa sin protestar, con un gesto que mezcla curiosidad y algo más… ¿Expectación?—Quiero que la mires —le indico mientras me acomodo a su lado—. No te alejes. Tranquilo… ya sé que entre nosotros no habrá nada.Hay temor en sus ojos, pero también esa chispa, el anhelo de alguien que aún no sabe cómo confiar, pero quiere hacerlo. Debo admitirlo: en mi mundo tenía muchos amigos homosexuales, y los extraño profundamente. Siempre fueron mejores amigas que muchas mujeres. Más leales. Más libres.Mis palabras inician el conjuro sin perder de vista el vino que ahora será la pantalla que mostrará a este hombre la escena recuerdo que se dibuja en mi cabeza.Lamo lentamente la yema de mi anular, invocando energía, y la sumerjo con delicadeza en el vino sin interrumpir el encantamiento. Luego, ese mismo dedo danza por el bord
Avanzo y el mundo parece moverse de forma vertiginosa. No tengo idea de dónde está mi musa, pero mi esencia lo busca y encuentra. Aparezco en una habitación amplia en la cual está dispuesta sobre la cama, sus ropas de dormir. Mi mirada se desliza por el espacio con anhelo: debe estar cerca.Una puerta abierta revela lo que intuyo es el baño. Me acerco en silencio y entonces lo veo, reflejado en el espejo. Me detengo, sin atreverme a avanzar. No quiero sobresaltarlo. Podría ser peligroso interrumpirlo en medio de… eso.Tiene el rostro cubierto de espuma, y en su mano una navaja antigua, afilada y elegante.Se está afeitando, de esa forma arcaica que solo había visto en viejas películas o en caricaturas de otro tiempo. Observa su propio reflejo con una concentración casi ritual. Desliza la cuchilla con precisión sobre su piel, sin lastimar su piel, y luego limpia el filo con un paño antes de repetir el movimiento.Debo admitirlo: es hipnótico.Ese acto íntimo, tan masculino, tan cotidi