18. UNA PEQUEÑA BATALLA

Despertamos solas en aquella enorme cama con dosel, entre sábanas que huelen a lavanda y secretos.

Elizabeth, con su voz tranquila y bien modulada, comenta que el duque es un hombre de costumbres tempranas. Cada mañana se marcha antes del alba para atender sus negocios, así que —según dice— pasaremos la mayor parte del día solas. Confieso que la idea me complace.

— ¿Y sus hijos? —pregunto, aún desperezándome—. Ayer conocí a uno… me falta el otro.

Digo mientras ella se levanta y se dirige a una habitación anexa a la que oficialmente es  la suya.

—Sí, viste a Lord Marcus. Vive aquí con su esposa. En cambio, Lord August, el mayor, reside solo en una casa no muy lejos de esta.

—De verdad piensas ponerte eso? —pregunto atónita—. ¿Tonos pastel y moños? Vamos a parecer un maldito regalo de cumpleaños mal envuelto.

Se detiene en seco, la tela suspendida en el aire como si la hubiera ofendido.

—Por favor, deja de maldecir —me reprende con esa compostura casi angelical suya.

Si pudiera poner los ojos en blanco, lo haría.

Hasta su ropa grita "niña buena". Y lo digo con énfasis en niña .

—Déjame elegir a mí —declaro, resuelta—. No voy a permitir que usemos eso.

Cambiamos de lugar tomando yo el mando del cuerpo.  Es fascinante cómo Elizabeth tiene una habitación entera dedicada a guardar ropa, zapatos, bolsos y joyas. Un pequeño universo de opulencia.

—Esta habitación es el sueño de cualquier mujer —murmuro, pasando los dedos por una hilera de vestidos que crujen suavemente al tocarlos. Me detengo en la sección de joyas, y mis ojos brillan.

—Regalaría la mayoría de estos vestidos, pero las joyas… las adoro todas.

Tomo un collar de diamantes. Brilla incluso bajo la luz artificial, como si no necesitara del sol para demostrar su belleza.

—Algún día te usaré —le susurro a la joya—. Y lucirás espectacular sobre mi piel.

—Eres muy rara —dice Elizabeth desde algún rincón de nuestra conciencia compartida.

Ignoro su comentario.   Estoy demasiado absorta en la belleza de los collares, los anillos, los pendientes. Hasta que descubro algo totalmente de mi guto: una gargantilla de satén negro con un ónix central, profundo como la medianoche.

—Vamos a buscar un vestido digno de esta joya —anuncio, con una sonrisa que puedo sentir en los labios que compartimos.

──── ∗ ⋅◈⋅ ∗ ────

Cuando descendemos la escalera, todos los rostros se giran hacia nosotras.

—Ves? Te lo dije. Nos vemos fabulosas —digo, esbozando una sonrisa triunfal.

—No están acostumbrados a verme con colores tan intensos, ni mucho menos maquillada —responde Elizabeth en voz baja—. Por eso nos miran así.

—Pues que se acostumbren —réplico con firmeza—. Es hora de enterrar esa imagen sumisa que te has esforzado tanto en construir. La percepción es poder. Como te ven… te tratan.

Espero que esta chica entienda eso pronto.  Puede que para ella sean chocantes mis exigencias pero necesito ser extrema porque cuando me vaya, debido a su naturaleza se suavisará y obviamente tomará un punto medio de dónde yo la deje.  Tampoco es que quiera pensar mucho en eso, al fin de cuentas no tiene porqué importarme después de que me vaya que haga ella con su vida, pero si me gustaría saber que si generé un cambio positivo.  Será mi manera de pagarle su servicio por dejarme usar su cuerpo.

Tres empleadas se detuvieron a mitad del pasillo, observándome de arriba abajo. Solo una de ellas me saluda con una reverencia, mientras las otras dos permanecen inmóviles, examinándome sin disimulo.

—Son unas groseras —masculla Elizabeth—. Nunca me han respetado, solo lo aparentan cuando estoy al lado de mi esposo.

Dirijo una mirada gélida hacia las dos insolentes, como si fueran poco más que cucarachas.

—Acaso tengo que enseñarles modales personalmente? —les espeto al llegar frente a ellas—. ¿O es que creen que su empleo es intocable?

Una de ellas suelta una risa nerviosa, pero no se acobarda.

—Usted no manda en esta casa. No tiene autoridad para despedir a nadie —responde con creciente valentía—. La señora de esta casa es Lady Catalina.

—¿Quién es Catalina? —pregunto a Elizabeth.

—La esposa de Lord Marcus.

La imagen de una mujer impecablemente vestida, de modales fríos y pecho plano, se dibuja en mi mente. La vi ayer, siempre pegada al lado de su esposo, con esa sonrisa que no llega a los ojos.

—Curioso. Yo juraría que la esposa del Gran Duque soy yo. Y hasta donde sé, ella y su marido solo viven aquí por cortesía de mi marido.

Camino con paso firme hacia el comedor, dejando atrás a las sirvientas con el veneno de mis palabras retumbando en sus oídos. Sé que correrán a contarle a la tal Catalina y, posiblemente, a su marido. Que lo hagan. Estoy más que lista para el drama que se avecina.

Después de todo, no hay televisión en este mundo, así que los escándalos de la vida de Elizabeth me vienen de maravilla para entretenerme.

— ¿Cómo se pide el desayuno aquí? —le pregunto una vez que llegamos al comedor.

—Normalmente… voy a la cocina y lo preparo yo misma —admite ella, avergonzada.

Frunzo el ceño. En una casa tan grande, repleta de personal, eso me parece casi ofensivo.

—Es que ellas siempre están ocupadas y no tienen tiempo —es la excusa tonta que me da.

—¿Y tampoco tienen tiempo para prepararle los alimentos a Lord Marcus y a su esposa?

El silencio de la duquesa me da la respuesta.

—El duque sabe cómo te trata?

—No. Nunca me he atrevido a contárselo. Solo recibo un trato digno cuando él está presente.

La rabia me hierve en el pecho. No, esto no se puede quedar así.

Me acomodo en el comedor, observando a varias mujeres que entran y salen finciendo no verme. Mi mente comienza a dibujar castigos elaborados: incendiar sus vestidos con un chasquido, cambiarles el color del cabello por un chillón verde rana, o dejarlas calvas por un día. Pero entonces recuerdo la advertencia de mi Musa: "Nada de cosas extrañas".

Suspiro. Está bien. Pensaré en algo más "razonable".

Y entonces lo veo con claridad. Como si el universo me regalara una pista, el nombre de Charles aparece en mi mente. El mayordomo. El responsable de que esta casa funcione, como en todas las viejas películas. Discreto como un gato, pero finalmente lo localizo en la zona de almacenaje, supervisando a unos jóvenes cargadores.

—Buen día, su Excelencia —dice con una reverencia impecable apenas me ve.

—Al menos él parece tener algo de respeto —le digo a Elizabeth.

—Es un hombre meticuloso… y muy ocupado —responde ella.

—Señor Charles —lo saludo, imitando el tono refinado de Elizabeth—, tengo un problema: no he desayunado. Y al parecer, todas las mujeres de esta casa están demasiado ocupadas para atenderme.

El hombre me mira con incredulidad, como si le hablara en un idioma desconocido, pero su compostura es admirable.

—Me encargaré personalmente de corregir eso, su Excelencia. Por favor, acompáñeme.

Lo sigo.

—Esta situación ha sido constante desde mi llegada, señor Charles, y no pienso tolerarla más. Deseo que todos aquí entiendan que no dudaré en tomar medidas si se repite.

—Haré los ajustes necesarios, Duquesa. Le garantizo que no volverá a suceder.

De regreso en el comedor, tomo asiento. Pocos minutos después, varios jóvenes entran casi llorando con una bandeja que desborda de delicias. Charles las sigue, erguido, sereno, como un general revisando sus tropas.

—¿Son de su agrado los alimentos, su Excelencia? —pregunta el hombre— ¿se le ofrece algo más?

Según parece ese hombre mandó a llamar a toda la servidumbre de la casa, pues empezaron a llegar una a una hasta formarse a lado y lado del comedor en el cual estoy sentada.

—Perfectos —respondió—. Pero, de ahora en adelante, quiero que quienes me sirvan los alimentos sean ellas dos.

Levanto la mano y señalo, sin prisa, a las dos jóvenes que me desafiaron al bajar las escaleras.

—Así será, su Excelencia —dice Charles, y luego se dirige a ellas—. Camila. Silvia. Han escuchado a la Duquesa.

Una sonrisa de satisfacción florece en mis labios. Esta fue solo una batalla pequeña, casi insignificante. Pero sé que muchas como esta... pueden decidir el rumbo de toda una guerra.

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