Siento la mirada de todos pegada a mi espalda. Subimos las escaleras hasta el segundo piso lentamente debido a la avanzada edad del duque, pero esa demora la camufla mediante una conversación sutil escalón tras escalón preguntando por mi experiencia. Claro que le digo lo asustada que estaba y lo mucho que lo he extrañado.
En algunas ocasiones las palabras que me dicta Cielo tratan de atragantarse en mi garganta, pero ella es tan insistente que termino diciéndolas, obviamente haciendo algunas adaptaciones.
—Lo he extrañado tanto su excelencia que creo que todas estas noches no seré capaz de dormir sola. Necesito de su protección para sentirme segura.
No habría imaginado antes que tendría que decirle a esta persona algo así, pero aquí estoy. El largo y extenuante viaje en carruaje me ha dado mucho tiempo para pensar las cosas con cabeza fría. Pude haber muerto cuando la roca golpeó mi cabeza, pudieron pasarme más cosas horribles que recordaría en manos de aquellos hombres y en definitiva podría llegar a vieja habiendo vivido una vida vacía y sin sentido. ¿Tiene sentido vivir así?
La respuesta es no. No quiero abrir los ojos y verme como una mujer sin un solo momento de dicha propio que recordar y obviamente después de todo lo vivido no quiero terminar en la calle sobreviviendo de la caridad de solo Dios sabe quién y a cambio de qué.
Cielo afirma que hemos ganado un primer asalto, pero eso no hace lo que sigue más fácil. Me acerco al momento cúspide del amarre a este hombre, lo que sucederá en esa alcohoba.
La experiencia de Cielo con el capitán dejó una huella en mi mente. Recuerdo el olor de aquel hombre, la firmeza de su cuerpo joven y bien formado. Ahora sé lo que es la belleza, la fuerza… y el deseo auténtico.
—No te angusties por eso —dice Cielo desde lo más profundo de mi mente—. Seremos creativas. Las imágenes que deberemos soportar serán feas, no te mentiré… pero te prometo algo: esa cosa arrugada y vieja no volverá a entrar en este cuerpo, no mientras yo esté contigo.
Su tono, lleno de repulsión, extrañamente me reconforta. Pero no puedo evitar preguntarme: ¿cómo impedirá que cumpla mis deberes conyugales, y que el duque, aun así, quede satisfecho?
Solo me queda depositar mi fe en ella.
Sus palabras y la entonación que muestra su repulsión al acto me reconforta, pero, ¿cómo impedirá que yo cumpla con mis deberse conyugales y que el duque quede lo suficientemente satisfecho con ello?
Solo puedo poner mi fe en ella.
Al llegar a la habitación, el duque intenta tocarme. Retrocedo suavemente, argumentando que no me he bañado en días y que necesito refrescarme antes.
Él me mira con sospecha. Pero mi siguiente propuesta disipa sus dudas:
— Deberíamos bañarnos juntos —digo con una sonrisa insinuante que Cielo me ha enseñado a hacer—. Podría restregar su espalda. Nunca lo hemos hecho, y al fin y al cabo, soy tu esposa. Sería lo natural que te atienda. ¿No crees?
—Ciertamente, suena… muy interesante, esposa —responde el viejo, con una sonrisa lasciva.
En ese momento tocan la puerta de manera sutil, así que me adelanto para abrirla.
Del otro lado, una de las mucamas se inclina tímidamente al ver la figura del duque que la observa con enojo detrás de mí.
—Solo quería saber si necesitaba algo, mi señora —dice en voz baja, impidiendo su mirada.
—Un té —respondo al tiempo que deslizo una mano entre los pliegues de mi vestido y le entrego una pequeña bolsita de hierbas, secas pero fragantes—. Cielo las recogió durante una de nuestras paradas. Es excelente para… relajarse. Corre.
La joven asiente y desaparece por el pasillo con presteza. Yo cierro la puerta con suavidad tras ella.
—Te encantará —digo, girándome hacia él con una sonrisa que finge ser inocente.
Camino con aire liviano junto al viejo y entro al baño. Comienzo a preparar la tina con calma ritual. Cielo me habla desde algún rincón invisible de mi mente.
—No entraremos con él en esa agua —aclara con frialdad—, pero sí la usaremos. Es importante.
Me reconforta saberlo, aunque creo que mis razones difieren bastante de las suyas.
—No podemos permitir que ese anciano se resbale y muera en la bañera —continúa—. Lo que necesitamos es que si antes te deseaba, ahora te adore. Que su obsesión se vuelva evidente, incluso más allá de los muros de esta casa. Todos deben saber que eres su amada esposa.
Esa es su estrategia, y aunque suena lógica, mi mente está ocupada en algo mucho más inmediato…no tener sexo con él.
—¿Podemos cambiar de lugar? No quiero tocarlo de ninguna forma —prácticamente le suplico—además según sé, eres casi tan vieja como él, así que no te puede dar tan duro tocarlo como a mí.
El rechazo de Cielo se siente como un portazo dentro de mi pecho. Mis palabras la han ofendido, lo sé. Pero no puedo evitarlo. Lo pienso de verdad.
Cielo tiene, según mis cálculos, sesenta y cinco años. El duque, al menos setenta y dos. La diferencia no es tan grande… no como la que existe entre él y yo.
—Nunca he tocado a un viejo —responde con firmeza—, y menos a alguien tan despreciable como este. Hay hombres mayores que todavía conservan cierta dignidad, incluso encanto. Pero ese esperpento que ronda al otro lado de la puerta… dudo que ni siquiera en su juventud haya sido digno de deseo.
No entiendo del todo la palabra “esperpento”, pero suena a algo monstruoso. Y eso me basta. Su tono, su certeza, derrumban cualquier esperanza que me quedara. Tal vez tiene razón. De todas formas, fui yo quien juró los votos matrimoniales. Soy yo quien tiene el deber conyugal. No ella.
—Bien. ¿Qué debería hacer ahora?
—Vuelve a la habitación. Prepare la ropa de dormir de ambos. Pídele que te ayude a desabrochar el vestido. Usa el momento, haz que cada gesto sea lo más provocador posible… sin llegar a tocarlo, sin cruzar esa línea.
Tomo aire. Profundo. Necesito valor para lo que sigue.
Y con una última mirada a la tina burbujeante, me dispongo a salir del baño. El hombre está a medio desvestir cuando termino de alistar la ropa y tocan la puerta para entregarnos el té.
—Perfecto —dice Cielo— ahora sí que inicie el show.
Me tiemblan levemente las manos, pero debo controlarme. Le pido a la mujer que deje la bandeja sobre la pequeña mesa redonda y se retire. Percibo su desconcierto al ver las prendas sobre la cama, la puerta abierta y la bañera ya preparada. Aun así, no dice una palabra; se limita a hacer una reverencia rápida antes de marcharse.Le acerco su taza. Espero a que haya bebido la mitad antes de levantarme para ayudar a quitarse el calzado.—Se siente muy bien que me atiendas así —dice él, mientras se despoja de la camisa—. Pero yo termino solo, me rinde más. Lo que me urge es verte, desnuda, mi palomita blanca, y estar dentro de ti.Sus palabras son tan gráficas que siento repelús y fuera de eso está el término “palomita blanca”, lo detesto. El desgraciado se vanagloria de que fue él quien me desfloró. Desde entonces en la intimidad me dice que soy su “palomita blanca”.Aprovechando un descuido, vierto mi té en una matera junto a la ventana y dejo la taza de nuevo en la mesa.—¿Te parece si
Despertamos solas en aquella enorme cama con dosel, entre sábanas que huelen a lavanda y secretos.Elizabeth, con su voz tranquila y bien modulada, comenta que el duque es un hombre de costumbres tempranas. Cada mañana se marcha antes del alba para atender sus negocios, así que —según dice— pasaremos la mayor parte del día solas. Confieso que la idea me complace.— ¿Y sus hijos? —pregunto, aún desperezándome—. Ayer conocí a uno… me falta el otro.Digo mientras ella se levanta y se dirige a una habitación anexa a la que oficialmente es la suya.—Sí, viste a Lord Marcus. Vive aquí con su esposa. En cambio, Lord August, el mayor, reside solo en una casa no muy lejos de esta.—De verdad piensas ponerte eso? —pregunto atónita—. ¿Tonos pastel y moños? Vamos a parecer un maldito regalo de cumpleaños mal envuelto.Se detiene en seco, la tela suspendida en el aire como si la hubiera ofendido.—Por favor, deja de maldecir —me reprende con esa compostura casi angelical suya.Si pudiera poner lo
— ¿Cómo que no podemos salir de aquí? Creí que eras la esposa del dueño, no una prisionera —me dice Cielo en cuanto retomamos nuestros lugares.—Se supone que, por seguridad, no debemos hacerlo —le responde con calma—. Por eso siempre debemos llevar escolta.—Pero hay muchos guardias rondando los límites de la mansión. ¿No podrían acompañarnos algunos de ellos? —insiste.Comprendo por qué lo dice, pero no es tan sencillo. Ninguno de ellos se moverá sin la autorización directa del duque, y mucho menos nos dejarán cruzar los portones.—Son normas de seguridad. Para salir, al menos cinco guardias deben escoltarme, y eso reduciría la vigilancia de la mansión. Las salidas deben planearse con anticipación. Además… una dama no puede salir sin su dama de compañía.Mis palabras le parecen absurdas. No tiene que decirlo, lo siento. Sin embargo, guarda silencio.Cielo es fuerte. Nunca había conocido a una mujer como ella, y no me refiero solo a su magia. Tiene esa firmeza serena de quien no nece
El rostro de Lady Catalina perdió todo el color de inmediato. Su marido, sin delicadeza alguna, la tomó bruscamente del brazo y la arrastró al interior de la casa. Mientras tanto, la duquesa Elizabeth solloza con desconsuelo sobre el hombro de su anciano esposo.—La estrategia del momento se llama victimización —le explico a Elizabeth, mentalmente—. Lo que queremos lograr es simple, pero para eso necesitas mostrarte… así. Frágil, dolida. Y tú, querida, eres perfecta para el papel.Por más que lo intente, yo no lograría parecer una mujer golpeada por la vida. Pero Elizabeth solo necesita ser ella misma y contar fragmentos del infierno que ha vivido hoy. Eso basta.—Es tan injusto todo, esposo…Ya en la sala, el alboroto obliga al duque a pedir una toalla húmeda. Una criada corre a buscarla, con la intención de refrescar el rostro de la duquesa y bajar el enrojecimiento del golpe.—Parece que tu esposa fuera Lady Catalina —dice Elizabeth, llorando—. Es ella quien toma las decisiones en
— ¿Torturar? —replica con voz temerosa—. No quiero hacerle daño a nadie, no de verdad.Río suavemente, con ese deje entre la burla y la ternura que me provoca su actitud. No sabía si llamarla inocente o sencillamente ingenua.—Cambiemos el término, entonces —propongo—. Llamémoslo atormentar. Ejecutaremos ataques psicológicos contra esa mujer —aclaro, como quien enseña con paciencia.—¿Ataques psicológicos?En serio, si estuviera en control del cuerpo pondría los ojos en blanco. ¿Piensa repetir todo lo que digo? Porque si es así, esta conversación será eterna. Inhalo y exhalo recordándome que este mundo es en algunos sentidos más inocente que el mío y sobre todo las mujeres.—Existen muchas formas de causar daño a alguien y nosotras las mujeres somos expertas en el daño psicológico. Te daré un ejemplo: desde que llegaste a esta casa Lady Catalina no ha dejado de actuar como la dueña y al ser tu más joven que ella, te ha hecho creer que de verdad ella es más importante, más inteligente
—Parece otra. Hasta la manera en que se arregla ha cambiado. Si no fuera imposible, juraría que no es Lady Elizabeth —comentó una de las criadas, con la voz cargada de veneno y resentimiento.—¿Están insinuando que exige ser tratada como una verdadera duquesa? —pregunté, incrédula.—Así es, mi señora. Por eso acudimos a usted. Para nosotras, la única dueña de esta mansión es usted, no esa... muchacha.No respondí. Me limité a pasar junto a ellas, bajando las escaleras con paso firme. Necesitaba ver con mis propios ojos lo que decían.La Lady Elizabeth que conocí era apenas una chiquilla frágil, incapaz de defenderse, inferior a mí en todo. Desde hace dos años desempeño los deberes que corresponden a la duquesa, y no permitiré que me arrebate mis privilegios solo por calentar la cama de un anciano. Esa ha sido siempre su única utilidad.Salí de mi despacho y me dirigí al jardín, donde me indicaron que se encontraba. La vi a lo lejos y, debo admitirlo, el vestido le sentaba bien. Había
Tras el intrigante almuerzo, nos dirigimos a la sala. Habría seguido disfrutando de tan placentera atmósfera, de no haber sido por Lady Catalina.Aunque el color de su rostro aún no se había normalizado del todo, fue directamente al piano de cola que hasta hace un momento había asumido era pura decoración. Para mi sorpresa, sus manos se movieron con soltura sobre las teclas, arrancando una melodía lo suficientemente armoniosa como para disipar —en parte— las densas energías que todavía se cernían en el ambiente.Su marido la observaba con el ceño fruncido, probablemente aun procesando la orden de alcoba emitida por el duque. Mientras tanto, Lorenzo parecía absorto, perdido en algún pensamiento mientras miraba por la ventana.—Pediré que nos traigan té —le dije al duque antes de desaparecer, envuelta en las notas del improvisado concierto.Las empleadas me miraron con extrañeza, pero ninguna se atrevió a desafiarme abiertamente.—Queremos tomar té —les dije a dos jóvenes en la cocina,
—No quiero que me toques —murmuro apenas cruzamos el umbral de la habitación.Su respuesta es una risa seca, tan cruel como el filo de una daga bien afilada.—¿Crees qué deseo tocarte? Tampoco esto es un deleite para mí, pero la orden ha sido dada… y se cumplirá.Comienza a desabotonar su camisa con una lentitud irritante, mientras el cinturón cae con un chasquido grave. Sin querer, mis ojos se deslizan hacia su entrepierna. Está parcialmente erecto. ¿Cómo es posible? ¿Esta grotesca situación lo excita?Soy yo quien ríe esta vez, con un tono amargo, casi histérico.—¿Esa erección es por complacerlo a él? ¿O estás pensando en los pechos de esa sirvienta a la que tanto proteges? —pregunto, sintiendo que las lágrimas vuelven a arderme detrás de los ojos.—¿Y qué importa?Sus pantalones, junto con la ropa interior, caen al suelo. Se queda allí, con la camisa a medio poner, revelando su cuerpo sin pudor alguno. Un temblor me recorre antes incluso de que me toque. Nunca antes lo había visto