Después de eso no tuve la oportunidad de volver a verlo hasta que llegó el momento de la despedida. La duquesa fue quien se hizo cargo de la salida y despedida cordial. Por el momento yo solo pongo cuidado a las costumbres para no desentonar ahora que habrá más gente a nuestro alrededor.
Es extraño que una escolta me espere, pero Elizabeth dice que eso es normal para ella. “Fuera de la residencia del gran Duque, rara vez estaremos solas”, dice.
Mi musa la acompaña al carruaje, pero antes de ayudarla a subir toma su mano y la besa conservándola por un momento entre la suya, diciendo en voz baja.
—Dile que la estaré vigilando a lo lejos. Que no quiero saber de cosas extrañas y que en definitiva… no tiene permiso para estar con otro.
La duquesa lo mira con asombro, pero asiente con una sonrisa verdadera.
—Lo ha escuchado, Capitán.
Sube al carruaje. Antes de partir mira por la ventanilla hacia el segundo piso de la casa, desde donde se distingue la silueta de una mujer que nos observa. Sin duda ella debe ser la famosa Marta, la esposa del Capitán Ortega a quien de manera indirecta le debo que mi Musa hiciera ese viaje gracias al cual lo pude encontrar.
No logro distinguirla bien semi oculta entre la cortina, pero supongo que debe ser una mujer muy hermosa debido a la cantidad de problemas que ha causado.
El carruaje comienza a moverse, y mi mirada se aferra a la figura de Jaime hasta que la distancia la vuelve irreal. Quiero ser optimista, pensar que aún me quedan meses en este mundo… y que eso será suficiente para volver a verlo. Cuando llegue ese momento, lo viviré como debe vivirse lo inevitable: sin remordimientos, con cada sentido despierto.
Fuera del pueblo, los caminos son de tierra reseca y piedra irregular, marcados por el paso constante de carretas y el peso del clima. Dormir durante el viaje no parece una opción atractiva, así que decido dividir esas largas horas entre lecciones de magia con Elizabeth y prepararme a su lado, para no llamar peligrosamente la atención en lo que ella llama el ducado.
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—Estamos entrando al ducado —le aviso a Cielo, sintiendo cómo el nerviosismo me recorre como una corriente eléctrica.
Corro la persiana del carruaje y los terrenos del Gran Duque se despliegan ante mí como una pintura antigua: vastos, majestuosos, irreales.
—Parece el paisaje de un maldito cuento de hadas… solo faltan los animalitos parlantes —comenta Cielo, sarcástica.
Esa tontería me arranca una sonrisa triste. Hasta antes de casarme, yo creía vivir en un cuento de hadas. Pero después del “los declaro marido y mujer”, el relato encantado se volvió uno oscuro.
—¿El ducado es esa mansión al fondo? —pregunta Cielo, con algo que suena a asombro genuino.
—La mansión… el pueblo… y parte de esa montaña —respondo, con la voz apagada.
En teoría soy en parte dueña de todo cuando alcanzan mis ojos en este momento, pero la realidad es que no tengo poder alguno. Soy una pieza decorativa, una especie de mueble que se usa o un cuadro que se exhibe.
La mansión está cercada por muros bajos que dan paso a rejas de hierro, y en el intermedio florece un jardín perfectamente cuidado, casi cruel en su belleza. El sonido de los cascos cambia al entrar al camino empedrado; un mensajero ya había anunciado mi regreso, así que al llegar, las rejas se abren y la servidumbre forma una línea silenciosa a ambos lados del sendero.
Solo hay una razón para tanta ceremonia: él está en casa.
—Tranquila —susurra Cielo desde lo profundo de mi mente—. Estoy contigo. Ya sabemos qué hacer. Y te juro… todos pagarán.
Las palabras de Cielo en el fondo de mi cabeza me dan fortaleza. Es verdad, no estoy sola. Hasta que ella conozca la forma correcta de tratar a la gente y referirse a ellos, yo estaré presente en las actividades públicas normales, mientras que ella se encargará de aquellas que sean un evidente riesgo y necesite defensa.
El duque y su hijo menor en compañía de su esposa ubican en la puerta en medio de los empleados. Charles, el mayordomo se acerca hasta el carruaje que ha sido nuestro refugio obligatorio durante seis largos días y abre la puerta.
—Su Excelencia, bienvenida a casa —dice con una reverencia.
Tomo su mano como apoyo para bajar, teniendo cuidado de no enredarme con la falda.
—Gracias, señor Charles. Es… bueno estar de vuelta.
Todos se inclinan al verme descender. Mis ojos recorren el grupo, pero no encuentro a mi querida Odeth. El temor me atraviesa como una flecha, pero no puedo permitirme flaquear.
Ensayamos este momento una y otra vez. Cielo lo dibujó en mi mente hasta el cansancio. La primera impresión es crucial: debo mirarlos a todos a los ojos, con firmeza. No puedo titubear, ni dar pie a rumores sobre lo que pudo ocurrirme estando lejos. Siembro duda, gano terreno.
—Esposa —se acerca el viejo y me abraza con recelo, para guardar las apariencias—me alegra que hayas regresado sana y salva a tu hogar.
—Recuerda —murmura Cielo—: sé melosa con este viejo… hasta que logremos lo que queremos.
Fuerzo el abrazo. Luego, una sonrisa que es más máscara que gesto sincero.
—Estoy en casa, su Excelencia —respondo dulcemente, y entonces me inclino hacia su oído, tal como Cielo hacía con el Capitán. Le hablo en un susurro apenas audible—: El viaje fue largo, esposo. Estoy cansada. ¿Podríamos retirarnos pronto… a nuestra habitación?
El asunto es simple. Inmediatamente después de mi llegada no puedo dejar que ninguna de estas personas hable con el Duque a solas y lo pongan en mi contra. Necesito tenerlo de mi lado. Cielo me abrió los ojos: él no me eligió por amor, sino por deseo. Y si eso es lo que lo ata a mí… lo usaré. Me asquea, pero no volveré a ser una víctima pasiva.
“Vamos a explotar todo el gusto que ese viejo verde siente por ti. Ya no serás una víctima pasiva”.
Sus ojos se clavan en los míos, sorprendidos. Hablé de nuestra habitación. Después de nuestra primera noche de bodas hemos tenido habitaciones separadas, pero existe una conjunta a la que debo asistir sin falta cuando él me convoca y he sido muy clara al decirle que esa es a la que quiero ir. Esta vez, tomo la iniciativa y así lo entendió claramente él.
—Nos alivia que, contra todo pronóstico, esté bien —interviene Lord Marcus, su hijo, con una sonrisa tan falsa que duele mirarla—. Imaginamos… lo peor.
—No imagines tragedias, Lord Marcus —respondo, con voz clara—. Como puedo ver, estoy perfectamente. Los bandidos no tuvieron tiempo de nada. La ley los perseguía muy de cerca.
—Bueno, ya escucharon. Nada ocurrió —ataja el Duque—. La Duquesa necesita descansar.
Su mano, aún aferrada a la mía, me guía hacia la entrada. Camino con la frente en alto, cruzando las puertas de la mansión como una reina que ha regresado de entre sombras. Una reina que ya no esta sola, tengo miedo, claro, pero también valor.
Siento la mirada de todos pegada a mi espalda. Subimos las escaleras hasta el segundo piso lentamente debido a la avanzada edad del duque, pero esa demora la camufla mediante una conversación sutil escalón tras escalón preguntando por mi experiencia. Claro que le digo lo asustada que estaba y lo mucho que lo he extrañado.En algunas ocasiones las palabras que me dicta Cielo tratan de atragantarse en mi garganta, pero ella es tan insistente que termino diciéndolas, obviamente haciendo algunas adaptaciones.—Lo he extrañado tanto su excelencia que creo que todas estas noches no seré capaz de dormir sola. Necesito de su protección para sentirme segura.No habría imaginado antes que tendría que decirle a esta persona algo así, pero aquí estoy. El largo y extenuante viaje en carruaje me ha dado mucho tiempo para pensar las cosas con cabeza fría. Pude haber muerto cuando la roca golpeó mi cabeza, pudieron pasarme más cosas horribles que recordaría en manos de aquellos hombres y en definitiv
Me tiemblan levemente las manos, pero debo controlarme. Le pido a la mujer que deje la bandeja sobre la pequeña mesa redonda y se retire. Percibo su desconcierto al ver las prendas sobre la cama, la puerta abierta y la bañera ya preparada. Aun así, no dice una palabra; se limita a hacer una reverencia rápida antes de marcharse.Le acerco su taza. Espero a que haya bebido la mitad antes de levantarme para ayudar a quitarse el calzado.—Se siente muy bien que me atiendas así —dice él, mientras se despoja de la camisa—. Pero yo termino solo, me rinde más. Lo que me urge es verte, desnuda, mi palomita blanca, y estar dentro de ti.Sus palabras son tan gráficas que siento repelús y fuera de eso está el término “palomita blanca”, lo detesto. El desgraciado se vanagloria de que fue él quien me desfloró. Desde entonces en la intimidad me dice que soy su “palomita blanca”.Aprovechando un descuido, vierto mi té en una matera junto a la ventana y dejo la taza de nuevo en la mesa.—¿Te parece si
Despertamos solas en aquella enorme cama con dosel, entre sábanas que huelen a lavanda y secretos.Elizabeth, con su voz tranquila y bien modulada, comenta que el duque es un hombre de costumbres tempranas. Cada mañana se marcha antes del alba para atender sus negocios, así que —según dice— pasaremos la mayor parte del día solas. Confieso que la idea me complace.— ¿Y sus hijos? —pregunto, aún desperezándome—. Ayer conocí a uno… me falta el otro.Digo mientras ella se levanta y se dirige a una habitación anexa a la que oficialmente es la suya.—Sí, viste a Lord Marcus. Vive aquí con su esposa. En cambio, Lord August, el mayor, reside solo en una casa no muy lejos de esta.—De verdad piensas ponerte eso? —pregunto atónita—. ¿Tonos pastel y moños? Vamos a parecer un maldito regalo de cumpleaños mal envuelto.Se detiene en seco, la tela suspendida en el aire como si la hubiera ofendido.—Por favor, deja de maldecir —me reprende con esa compostura casi angelical suya.Si pudiera poner lo
— ¿Cómo que no podemos salir de aquí? Creí que eras la esposa del dueño, no una prisionera —me dice Cielo en cuanto retomamos nuestros lugares.—Se supone que, por seguridad, no debemos hacerlo —le responde con calma—. Por eso siempre debemos llevar escolta.—Pero hay muchos guardias rondando los límites de la mansión. ¿No podrían acompañarnos algunos de ellos? —insiste.Comprendo por qué lo dice, pero no es tan sencillo. Ninguno de ellos se moverá sin la autorización directa del duque, y mucho menos nos dejarán cruzar los portones.—Son normas de seguridad. Para salir, al menos cinco guardias deben escoltarme, y eso reduciría la vigilancia de la mansión. Las salidas deben planearse con anticipación. Además… una dama no puede salir sin su dama de compañía.Mis palabras le parecen absurdas. No tiene que decirlo, lo siento. Sin embargo, guarda silencio.Cielo es fuerte. Nunca había conocido a una mujer como ella, y no me refiero solo a su magia. Tiene esa firmeza serena de quien no nece
El rostro de Lady Catalina perdió todo el color de inmediato. Su marido, sin delicadeza alguna, la tomó bruscamente del brazo y la arrastró al interior de la casa. Mientras tanto, la duquesa Elizabeth solloza con desconsuelo sobre el hombro de su anciano esposo.—La estrategia del momento se llama victimización —le explico a Elizabeth, mentalmente—. Lo que queremos lograr es simple, pero para eso necesitas mostrarte… así. Frágil, dolida. Y tú, querida, eres perfecta para el papel.Por más que lo intente, yo no lograría parecer una mujer golpeada por la vida. Pero Elizabeth solo necesita ser ella misma y contar fragmentos del infierno que ha vivido hoy. Eso basta.—Es tan injusto todo, esposo…Ya en la sala, el alboroto obliga al duque a pedir una toalla húmeda. Una criada corre a buscarla, con la intención de refrescar el rostro de la duquesa y bajar el enrojecimiento del golpe.—Parece que tu esposa fuera Lady Catalina —dice Elizabeth, llorando—. Es ella quien toma las decisiones en
— ¿Torturar? —replica con voz temerosa—. No quiero hacerle daño a nadie, no de verdad.Río suavemente, con ese deje entre la burla y la ternura que me provoca su actitud. No sabía si llamarla inocente o sencillamente ingenua.—Cambiemos el término, entonces —propongo—. Llamémoslo atormentar. Ejecutaremos ataques psicológicos contra esa mujer —aclaro, como quien enseña con paciencia.—¿Ataques psicológicos?En serio, si estuviera en control del cuerpo pondría los ojos en blanco. ¿Piensa repetir todo lo que digo? Porque si es así, esta conversación será eterna. Inhalo y exhalo recordándome que este mundo es en algunos sentidos más inocente que el mío y sobre todo las mujeres.—Existen muchas formas de causar daño a alguien y nosotras las mujeres somos expertas en el daño psicológico. Te daré un ejemplo: desde que llegaste a esta casa Lady Catalina no ha dejado de actuar como la dueña y al ser tu más joven que ella, te ha hecho creer que de verdad ella es más importante, más inteligente
—Parece otra. Hasta la manera en que se arregla ha cambiado. Si no fuera imposible, juraría que no es Lady Elizabeth —comentó una de las criadas, con la voz cargada de veneno y resentimiento.—¿Están insinuando que exige ser tratada como una verdadera duquesa? —pregunté, incrédula.—Así es, mi señora. Por eso acudimos a usted. Para nosotras, la única dueña de esta mansión es usted, no esa... muchacha.No respondí. Me limité a pasar junto a ellas, bajando las escaleras con paso firme. Necesitaba ver con mis propios ojos lo que decían.La Lady Elizabeth que conocí era apenas una chiquilla frágil, incapaz de defenderse, inferior a mí en todo. Desde hace dos años desempeño los deberes que corresponden a la duquesa, y no permitiré que me arrebate mis privilegios solo por calentar la cama de un anciano. Esa ha sido siempre su única utilidad.Salí de mi despacho y me dirigí al jardín, donde me indicaron que se encontraba. La vi a lo lejos y, debo admitirlo, el vestido le sentaba bien. Había
Tras el intrigante almuerzo, nos dirigimos a la sala. Habría seguido disfrutando de tan placentera atmósfera, de no haber sido por Lady Catalina.Aunque el color de su rostro aún no se había normalizado del todo, fue directamente al piano de cola que hasta hace un momento había asumido era pura decoración. Para mi sorpresa, sus manos se movieron con soltura sobre las teclas, arrancando una melodía lo suficientemente armoniosa como para disipar —en parte— las densas energías que todavía se cernían en el ambiente.Su marido la observaba con el ceño fruncido, probablemente aun procesando la orden de alcoba emitida por el duque. Mientras tanto, Lorenzo parecía absorto, perdido en algún pensamiento mientras miraba por la ventana.—Pediré que nos traigan té —le dije al duque antes de desaparecer, envuelta en las notas del improvisado concierto.Las empleadas me miraron con extrañeza, pero ninguna se atrevió a desafiarme abiertamente.—Queremos tomar té —les dije a dos jóvenes en la cocina,