Capítulo III

Cuando miro a Stavros, sé que mi vida no valdría nada sin él -dijo Alice-. Es mi luz, mi risa, mi alegría. Supongo que debería reconocer que emocionalmente sería más fácil compartir la responsabilidad con un compañero, pero si lo que quieres es que te confirme que una madre sola puede salir adelante, te lo confirmo sin dudarlo.

Lo sé.

Alice tomó las manos de su hermana entre las suyas.

Estoy segura de que, tomes la decisión que tomes, será la correcta.

¿Para mí o para el bebé?, se preguntó Marisa. Aquello era algo que la había mantenido en vela varias noches. Sabía que debía tomar una decisión... y pronto.

Si te estás planteando llevar adelante el embarazo, podrías venir a vivir conmigo y seguir con tus estudios en una universidad de por aquí.

Los ojos de Marisa se llenaron de lágrimas. El amor incondicional de su hermana no tenía precio.

Gracias.

¿Pero...?

Si elijo seguir adelante, la responsabilidad será sólo mía.

Suponía que dirías algo así -Alice tomó distraídamente un poco de té e hizo una mueca de desagrado-. Se ha enfriado. Voy a preparar más.

Marisa miró su reloj.

No querrás llegar tarde a recoger a Stavros .

Alice gimió.

Es cierto. Y tengo que llevarlo a su clase de tenis.

Podemos beber algo mientras entrena.

Así lo hicieron, y el entusiasta recibimiento que Stavros  dispensó a Marisa aligeró un poco el corazón de ésta mientras aplaudía con tanto fervor como su hermana los golpes de raqueta de su sobrino.

¿Se encontraría ella en una situación parecida diez años más tarde, animando a su hijo o su hija desde las gradas?

Concebir aquel niño había sido un error. Sin embargo, ya existía. Pero si seguía adelante con el embarazo, su hija o su hijo nunca conocerían a su padre. Y qué pensaría de ella si le contara alguna vez que su existencia era el resultado de una aventura de una noche con un desconocido?

¿Has visto el revés que acaba de dar? -preguntó Alice.

Pura poesía en movimiento -dijo Marisa, a pesar de que apenas se había fijado.

En aquel momento le llegó un mensaje al móvil. Cuando lo leyó, frunció el ceño.

¿Algún problema? -preguntó Alice.

Nada que no pueda manejar.

Pero no es algo que te apetezca especialmente, ¿no?

Es... extraño.

Explica extraño.

El mensaje es de Cris, uno de mis compañeros de clase. Su familia vive en Sydney. Tiene diecinueve años y no ha revelado a su familia que es gay.

Alice entrecerró los ojos.

¿Por qué tengo la impresión de que hay algo más de lo que me estás contando?

Es un chico muy agradable.

¿Y despierta tu instinto de protección?

Marisa pensó en el joven alto y desgarbado que la hacía reír y que compartía con ella un alto coeficiente de inteligencia y una memoria fotográfica.

Valoro su amistad. Vamos a varias clases juntos y solemos salir. Me ha invitado a cenar en casa de sus padres el jueves por la tarde.

Creo que deberías ir -dijo Alice-. ¿Qué problema puede suponer?

Tal vez Alice tuviera razón. Además, Marisa sabía que, si rechazaba la invitación alegando que estaba ocupada, sería inevitablemente trasladada a otra tarde.

Unos minutos después, envió un mensaje a Cris aceptando la invitación y él le respondió con otro en que decía que pasaría a recogerla a las seis.

Será divertido -dijo Alice.

Marisa no estaba tan segura. Al día siguiente estuvo a punto de cancelar la cita y el miércoles llegó a descolgar el teléfono para hacerlo, pero volvió a colgarlo enseguida.

El jueves se vistió con especial esmero. Zapatos de tacón alto, un clásico vestido negro y unos discretos pendientes. Para completar su imagen, se recogió el pelo y dejó algunos mechones sueltos a la altura de sus sienes.

No vayas, susurró una vocecita en su interior mientras tomaba su bolso para salir.

No seas tonta, se dijo Marisa. No va a pasar nada. Además, era muy capaz de cuidar de sí misma.

Estás muy guapa.

Marisa dedicó una sonrisa a su sobrino de nueve años.

¿Tú crees?

Desde luego que sí -declaró Stavros .

Tu amigo acaba de llegar -dijo Alice, que estaba junto a la ventana.

Marisa puso los ojos en blanco expresivamente.

Ojalá fuera una cita menos formal.

La idea del inminente encuentro con la familia de Cris empezaba a pesarle.

Seguro que la familia de tu compañero es encantadora -dijo Alice.

El apellido Kantis tenía gran prestigio entre la alta sociedad de Sydney y, dada la versión de Cris de su familia, el adjetivo encantadora no parecía el más adecuado. Tenía un hermano mayor llamado Leonidas que dirigía la empresa Kantis con puño de hierro. Su madre viuda, Sofía, tenía mucho carácter, pero Milena, la matriarca de la familia y abuela paterna de Leonidas y Cris, tenía aún más.

Marisa respiró profundamente cuando sonó el timbre de la puerta.

Hola

Cris era un joven atractivo y sonriente de intensa mirada. Su estatura y sus rasgos ya hablaban del hombre en que iba a convertirse.

Tras las presentaciones de rigor, Marisa salió con él y, unos momentos después, estaba sentada en el asiento del pasajero del Porche en que había acudido Cris a recogerla.

¿Es tuyo? -bromeó mientras Cris ponía el coche en marcha.

Pertenece a mi hermano.

¿Te lo presta?

Cuando estoy en casa -Cris se encogió de hombros despreocupadamente-. Tiene otros.

Marisa sintió un estremecimiento que no tenía explicación lógica.

Tal vez estaría bien que me pusieras al tanto sobre los planes para la tarde.

Cris le dedicó una penetrante mirada tras detener el coche frente a un semáforo.

Eres una amiga a la que tengo en gran estima.

Una amiga platónica -aclaró Marisa. Cris sonrió.

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