| 𝐋𝐀 𝐄𝐒𝐏𝐄𝐑𝐀 𝐓𝐄𝐑𝐌𝐈𝐍𝐎 𝟑/𝟑

La competencia había comenzado y el ambiente en el camerino era cada vez más tenso. Leonardo y yo escuchábamos atentamente mientras anunciaban a los participantes, cada uno con su propia historia y talento. La mayoría eran muy talentosos, y no podía evitar sentirme nerviosa.

Cuando escuchamos nuestro nombre, nos volteamos a ver y comenzamos a caminar hacia la puerta que daba al escenario. Antes de cruzarla, nos dimos una mirada y suspiramos. La adrenalina corría por mis venas.

Al cruzar la puerta, fuimos recibidos por un mar de luces deslumbrantes y los flashes de las cámaras. El olor a madera y barniz del piano y el violín llenaba el aire.

El público era un murmullo constante, como un río que fluía sin cesar. Comencé a sentirme abrumada, demasiadas caras, demasiadas cámaras. La emoción me estaba superando.

Leonardo, al notar mi nerviosismo, me tomó de la mano y me sentó junto a él en el piano. Le lancé una mirada confundida y asustadiza.

—Hay que tocar juntos —me dijo Leonardo—, no demuestres tus miedos, que es con lo primero que te atacarán.

Lo miré directamente a los ojos, buscando seguridad y confianza. Luego, regresé mi mirada al público y luego a mi violín.

Cerré los ojos y suspiré, tratando de calmar mi corazón acelerado. Los volví a abrir y miré a Leonardo.

—Hay que hacerlo —le dije, con una determinación renovada.

Leonardo me sonrió y se acomodó en el piano, listo para comenzar. Me coloqué mi violín y me senté a su lado, lista para enfrentar el desafío. El silencio era palpable, el momento era nuestro.

Leonardo y yo nos dimos una última mirada, una mezcla de desafío y complicidad en sus ojos, antes de comenzar a tocar la Hungarian Dance No. 5 en G Minor.

Sentía el nerviosismo latir en mi pecho, pero al escuchar el silencio reverente del auditorio, cerré los ojos y dejé que la música me envolviera. Cada nota parecía cobrar vida propia, y me levanté del asiento del piano, permitiendo que mi cuerpo se moviera al compás de la melodía, mis expresiones reflejando cada emoción que la música despertaba en mí.

Al llegar a la mitad de la pieza, sabía que se aproximaba la parte más desafiante. Abrí los ojos, decidida a enfrentar al público con valentía. Mis dedos volaban sobre las cuerdas del violín, cada movimiento cargado de pasión y precisión. Podía sentir la intensidad de mi conexión con la música, una energía palpable que llenaba el aire.

En ese preciso momento, nuestras miradas se encontraron de nuevo. Leonardo, con una sonrisa que mezclaba orgullo y admiración, y yo, con una chispa de determinación en mis ojos. Ambos sabíamos que estábamos creando algo extraordinario. La audiencia, completamente cautivada, apenas se atrevía a respirar, temiendo romper el hechizo que se había tejido en el escenario.

Avancé hacia el frente del escenario, mi violín cantando con una pasión desbordante. Cada movimiento era una danza, cada nota una declaración de mi amor por la música. Al acercarme al final, mi energía se intensificó, y juntos, terminamos con una nota perfecta que resonó en el silencio expectante.

El estallido de aplausos y vítores fue

inmediato. La gente se levantó de sus asientos, ovacionando con fervor.

Leonardo se acercó a mí, pasando un brazo por mis hombros en un gesto de camaradería y triunfo. Levanté la vista, encontrándome con su mirada, quien me observaba con una sonrisa radiante.

—Lo hicimos, Sofía —dijo Leonardo, su voz vibrando con emoción.

Aún conmocionada por la intensidad del momento, devolví la mirada al público y sonreí, una sonrisa llena de felicidad y orgullo.

—Lo hicimos —repetí, sintiendo una profunda sensación de logro y satisfacción.

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