Hace veinte años, un avión privado surcaba los cielos de Rusia, transportando al Conde Anatoly Romanov, un hombre poderoso y respetado, pero cargado de secretos y enemigos. En un inesperado giro del destino, el avión se estrelló en un remoto pueblo, dejando a sus pasajeros a merced de los humildes habitantes del lugar. Entre ellos estaba Karime una joven mujer de alma bondadosa y manos hábiles, quien arriesgó su vida para salvar al Conde. Anatoly jamás olvidó la deuda de gratitud que tenía con ella. Por lo que decidió cuidar a la hija de la mujer que lo salvo. Pero todo tenía un propósito. Él anciano Conde estableció una última voluntad para su testamento aunque el siguiera vivo, unir a su nieto Víktor Romanov, heredero de su título y riqueza, con la hija de Karime, Kamila. Era un acto simbólico, un agradecimiento eterno que aseguraría que las dos familias permanecieran ligadas para siempre. Años después, Víktor y Kamila crecieron bajo el peso de esta promesa. Él, un hombre frío y calculador, resentía la idea de un matrimonio impuesto. Ella, la hija de una simple pueblerina, se encontró atrapada en un mundo que no era suyo, obligada a fingir ser la hermana de un hombre que jamás la miró con amor. Pero en la lujosa mansión de los Romanov, donde los secretos son más pesados que las joyas familiares, no todo es lo que parece. Kamila, cansada de su papel de sombra, comienza a soñar con la libertad. Mientras tanto, la llegada de un misterioso magnate amenaza con cambiar el destino de ambos. ¿Será esta la oportunidad de Kamila para escapar, o el momento en que se revelen las verdades ocultas que podrían destruirlos a ambos?
Leer másLorenzo Los dados chocaron contra la mesa con fuerza. Si pudiera, los haría añicos con mis propias manos. La frustración bullía dentro de mí mientras observaba con desinterés a la mujer que bailaba para mí. Sus movimientos eran sensuales, diseñados para provocarme, pero mi deseo no se encendía por ella. No por esa mujer. La única que quiero en mi cama tiene unos ojos azules tan intensos que parecen esculpidos por los dioses. Su cuerpo es una obra de arte, delgado y perfectamente moldeado, como una muñeca de porcelana. Su cabello rubio es un torrente de oro que enmarca su rostro con una perfección insultante. Tiene un nombre y un maldito apellido que deseo arrancarle cuanto antes. Kamila de Romanov. Ella es la única joya que quiero en mis manos. Mi obsesión. Mi delirio. Muero por hacerla mía, y no habrá nada ni nadie que me lo impida. Sonreí con esa certeza mientras deslizaba mis manos sobre el incómodo vestido de la mujer que me acompañaría esta noche. Un entretenimiento vacío
KamilaCuando el señor Lorenzo se retiró, sentí cómo el agotamiento me golpeaba de golpe. Había pasado demasiado tiempo fingiendo, demasiado tiempo actuando como lo que no era. Mi suegra, con su mirada dura y su gesto de desaprobación, no tardó en hacerme sentir su desprecio. —Tal parece que le caíste muy bien a ese hombre —comentó con una frialdad cortante—, pero… ¿será que sospecha algo? Porque, como siempre, fuiste tan fría, tan inexpresiva. No supiste actuar como se debe. Apreté las manos sobre mi vestido, sin responder. Sabía que cualquier cosa que dijera solo empeoraría la situación. —Espero que no estés metiendo a mi hijo en problemas con tu forma de ser, Kamila —continuó, mirándome con severidad—. Ya te lo dije antes: no toleraré nada que lo perjudique. Solo espero que ese hombre piense que eres la hermana y no la esposa del conde. Mi hijo merece una mujer de buena familia, alguien de la élite, no una cualquiera como tú… una pueblerina sin gracia. Cada palabra se clavaba
Lorenzo.Me preparé con calma, observando mi reflejo en el espejo de mi amplia y lujosa habitación. Mi traje estaba impecable, cada pliegue y costura en su sitio, reflejando la imagen de un hombre que lo tenía todo bajo control. Las criadas me asistieron en la tarea de abotonarlo con precisión, mientras mi mayordomo esperaba de pie, sosteniendo una bandeja con una taza de té humeante. Una vez estuvieron listos los últimos detalles, hice un leve gesto con la mano, indicándoles que se retiraran. La habitación quedó en absoluto silencio, salvo por el tenue sonido del líquido caliente cuando llevé la taza a mis labios. El aroma intenso y exquisito me llenó los sentidos. —Muy bien —murmuré con satisfacción, dejando la taza sobre la mesita de mármol junto al sillón. Mi mayordomo inclinó levemente la cabeza en señal de respeto. —Quiero que preparen una habitación —ordené con voz firme—. Será para mi futura esposa. —Sí, señor, como usted disponga —respondió de inmediato. —Quiero q
ViktorEstaba molesto conmigo mismo por ser un idiota, me encuentro en mi despacho de la mansión. Era fin de semana y, por lo tanto, no tenía que ir al parlamento. Sin embargo, mi mente no encontraba descanso. Sobre el escritorio descansaba la carta que enviaría a ese hombre.Una cena... tendríamos que recibirlo en casa. Y todo porque se había fijado en Kamila, con que intensión, no tengo la menor idea.M*****a sea.Las cosas se estaban complicando. Tenía que buscar la manera de alejar a ese tipo de mi esposa. Todo este maldito juego comenzó cuando decidimos hacerla pasar por mi hermana, cuando en realidad es mi esposa. Ahora no tenía escapatoria. Tenía que hacer algo, y rápido. Kamila ya estaba advertida: debía rechazarlo. No había otra opción. Si no lo hacía, habría consecuencias.Por otro lado, estaba Luciana. No la soportaba más. No sabía cómo desligarme de ella sin enfrentar la furia de su padre, y aunque mi abuelo fue quien me había obligado a firmar ese maldito contrato de compr
Kamila.Quedé mirando al señor Lorenzo, sorprendida por sus palabras. ¿Qué pasaría si me dejara llevar? ¿Sería capaz de sacarme del infierno en el que vivo con los Romanov? Mi mirada se desvió hacia Víktor, mi esposo, quien me observaba desde el otro lado del salón. Estaba acompañado de Luciana, la mujer con la que aparentemente su padre lo comprometió en un matrimonio falso. ¿Sería nuestra boda igual de ficticia?A pesar de todo, no podía negar que amaba a Víktor. Fue el primero en mi vida, aquel con quien compartí momentos terribles, pero también dulces. Nunca me maltrató físicamente, aunque sí me humillaba, hiriéndome mentalmente con su frialdad. Aun así, la libertad seguía siendo mi prioridad. Quizá el señor Lorenzo realmente quería ayudarme...—¿En qué piensas, Kamila? —preguntó Lorenzo, sacándome de mis cavilaciones.—Disculpe, señor Lorenzo, solo estaba pensando.—¿Te incomoda algo?—No, para nada.Sus ojos grises, enigmáticos y profundos, parecían ocultar miles de secretos. Él
Narra Lorenzo. —¿Averiguaste todo lo que te mandé investigar? —pregunté a Joseph, mi hombre de confianza. El hombre asintió en silencio mientras me tendía una carpeta repleta de documentos. —El infiltrado sabe mucho sobre la familia Romanov —me informó con una voz cautelosa. Una sonrisa apenas perceptible cruzó mi rostro. Eso era justo lo que quería escuchar. —Perfecto. El Conde Víktor no debe saber por qué lo acecho ni por qué me hago pasar por un buen samaritano en sus proyectos para el condado — añadí mientras hojeaba los documentos. —No lo sabe, señor —aseguró Joseph—. Pero hay algo delicado que debo mencionarle. Fruncí el ceño. —¿A qué te refieres? Joseph tragó saliva antes de responder: —Al parecer la supuesta hermana del conde no es lo que todos piensan. El infiltrado asegura que Kamila Ivanova es, en realidad, su esposa oculta. Mi mano se detuvo en seco sobre las hojas. —¿Qué demonios estás diciendo? —pregunté, incrédulo—. ¿Estás seguro? —Así es, señor
Víktor Observaba los detalles y planos que se estaban realizando para la compra de terrenos destinados a la construcción. Era un proyecto ambicioso, respaldado por los accionistas que estaban dispuestos a invertir sumas importantes. Sin embargo, los beneficios no solo debían centrarse en nosotros, los involucrados, sino también en quienes realmente necesitaban este cambio. Sabía que esta reunión con los miembros del Parlamento sería crucial.Los hombres presentes eran figuras de influencia en el reino, cada uno representando distintas áreas de poder. Entre ellos se encontraba el Conde Harold Montague, encargado de los asuntos de infraestructura; Lady Eleanor Hensley, supervisora de desarrollo económico; y el Duque William Ashford, quien velaba por las políticas públicas relacionadas con los proyectos sociales. No tenía mucho tiempo para prepararme, pero quería asegurarme de que todos los detalles estuvieran en orden. La presencia de Lorenzo Bianchi, uno de los futuros accionistas may
Kamila 🌸Observaba el paisaje a través de la ventana. Mi mente divagaba, perdida en pensamientos oscuros y deseos de libertad. Sentía que este encierro me estaba consumiendo lentamente, sofocándome con cada día que pasaba. La voz de mi criada resonaba a lo lejos, pero ni siquiera tenía fuerzas para prestarle atención. Mi esposo estaba de viaje con los miembros del parlamento, y mi suegra no tardó en aparecer para reprocharme, como siempre, que no lograra concebir. Según ella, era mi culpa. Su constante presión me resultaba insoportable. Dentro de unas horas habría una cena familiar, una de esas reuniones en las que todos sabían que era la esposa del querido hijo del Conde, aunque para la mayoría yo no existía. Era su esposa oculta, presentada oficialmente solo cuando las apariencias lo requerían. Ante el mundo, no era más que una hermana. Y para la familia de mi esposa era una pobre intrusa.Odiaba vivir en este lugar, una mansión que para mí no era más que una prisión disfrazada de
ViktorEl aire de la mañana era frío, pero vigorizante, mientras caminaba por los terrenos cercanos al río. Los charcos helados reflejaban la luz del sol, creando destellos que dotaban al paisaje de una belleza efímera. Alrededor mío, el gobernador y dos nobles discutían reformas y presupuestos. Sus voces eran como un murmullo lejano; mi atención estaba fija en las cabañas a lo lejos, humildes refugios para quienes más lo necesitaban. Los trabajadores seguían mis pasos en silencio respetuoso. Sus rostros, curtidos por el esfuerzo y el clima, mostraban signos de esperanza, una llama tenue que me esforzaba por avivar. —¿Están seguros de que estas reformas serán suficientes para este invierno? —pregunté al gobernador, deteniéndome a observar los planos que sostenía con sus manos enguantadas. —Absolutamente, señor conde —aseguró con vehemencia, desplegando cifras y proyecciones frente a mí. Sus palabras buscaban transmitir confianza, pero no lograban disipar mis dudas. Había aprendido