Kamila
Vivo atrapada en una jaula de oro, soñando con el mundo más allá de estas paredes, deseando caminar libremente por Moscú, sentir mis pies rozar la nieve, bailar sin restricciones en algún altar desconocido, mi pasión siempre fue ser una bailarin de ballete. Pero la realidad no es más que una cruel burla. Estoy confinada a esta mansión, oculta en las sombras, con el título de condesa como única compañía para su familia. Lo máximo que se me permite es pasear por el jardín o asistir a las interminables reuniones de beneficencia organizadas por mi esposo. En esas ocasiones, soy apenas una sombra, alguien que finge con maestría ser lo que nunca quise. Una Hermana que apoya al Conde.
Sus palabras resuenan en mi mente “ Mil veces preferiría ser un don nadie como tú lo has sido siempre, antes que el mundo enterro sepa que eres mi esposa” Esa frase, repetida tantas veces, me cala hondo. Vivo bajo su sombra, cansada de una rutina que me consume. Lo amo en silencio, aunque sé que es inútil. Él, seguramente, encuentra consuelo en los brazos de otras mujeres.
Suelto un suspiro mientras la sirvienta ajusta mi vestido plateado. Esta noche se celebrará una cena benéfica en apoyo a los enfermos del hospital. Se llevara acabo en la casa real. Otro evento más cargado de falsas sonrisas y discursos vacíos. Quisiera desaparecer, pero mi deber me lo impide.
Mis pensamientos se ven interrumpidos cuando Viktor irrumpe en la habitación. La sirvienta, al verlo, se retira con prisa, dejándonos a solas. Desde el espejo, observo su reflejo. Luce impecable en un traje blanco de seda que resalta sus ojos azules y su cabello rubio ligeramente desordenado. Es atractivo, sin duda, pero su actitud borra cualquier encanto.
—¿Estás lista? —pregunta, molesto—. Llevas más de media hora atrasándome. Siempre haces lo mismo.
—Ya estoy lista —respondo con calma—. Soy lenta, ¿recuerdas?
Su bufido exasperado llena la habitación. Se revuelve el cabello con una mano y se dirige al ventanal. Ignoro su frustración mientras termino de colocarme la diadema de oro en el cabello y aplicarme unas gotas de perfume. De repente, siento su aliento en mi cuello. Un escalofrío recorre mi cuerpo cuando sus labios rozan mi piel.
—Estás hermosa, pero con esto te verás aún mejor —dice mientras me coloca un collar de perlas alrededor del cuello. Me atrae hacia su pecho, sus ojos clavados en mí a través del espejo—. Te ves como una verdadera reina, esposa. Pero recuerda: esta noche, sigues siendo mi hermanita. Vamos.
Exhalo con indignación, aunque no digo nada. Siempre es así. A veces parece sincero, pero la mayoría de las veces siento que no hace más que burlarse de mí.
Al salir de la mansión, el chofer abre la puerta de la limusina. Entro en silencio, ajustándome los guantes y el abrigo mientras Viktor revisa su móvil. El auto avanza, dejando atrás esa inmensa cárcel que, cada día, sueño con abandonar para siempre.
—Kami, espero que tengas memorizado el guion —dice, sin mirarme.
Asiento con desgana, lanzándole una mirada cargada de reproche. Su sonrisa arrogante me irrita. Esta noche debo hablar inglés con fluidez y presentarme como la perfecta hermana, apoyando a mi querido “hermano” en un evento real en la casa de la reina. Un papel que nunca pedí, pero que debo interpretar, siendo la esposa de un hombre que no ve en mí más que una extensión de su propia ambición.
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Al llegar, el auto se detuvo frente a lo que parecía más que un castillo; era una obra maestra de opulencia y elegancia. La entrada estaba decorada con una alfombra carmesí que parecía extenderse por kilómetros, rodeada de candelabros dorados que iluminaban el camino con un brillo cálido y suave. Una multitud de guardias vigilaba con severidad, mientras que una fila interminable de autos de lujo se alineaba en el estacionamiento, como testigos silenciosos del esplendor que aguardaba en el interior.
Víktor, con su actitud siempre impecable, extendió su brazo hacia mí al bajar. Lo tomé con discreción, procurando mantener la postura perfecta que se esperaba de alguien como yo, una suspuesta hermana Romanov.
La puerta principal, tallada en madera oscura con incrustaciones de plata, se abrió ante nosotros. Un mayordomo uniformado nos pidió la tarjeta de invitación. Víktor, sin siquiera pestañear, entregó el sobre con el sello de nuestra familia. Entramos en un vestíbulo que parecía salido de un cuento de hadas: cuadros colosales de la reina y su familia decoraban las paredes, enmarcados con oro puro. Los techos, altos como el cielo, estaban adornados con frescos que representaban la historia de la nobleza británica, y candelabros de cristal pendían como joyas suspendidas en el aire.
Saludamos a los presentes. Víktor, con su acento inglés y su porte altivo, capturaba la atención de todos. Yo, por mi parte, trataba de seguir su ejemplo. Nerviosa, junté mis manos y pronuncié, con la mejor dicción que podía, mi presentación:
—Mi nombre es Kamila Romanov.
Ese era mi apellido desde que me case, uno que resonaba con poder y tradición, dejando atrás mi vida como Kamila Inanova, un nombre que quedó enterrado junto a los recuerdos de mis padres, quienes me dejaron en la mansión, como la prometida del futuro conde en ese entonces.
Algunos conocidos de Víktor se acercaron para saludarnos. Uno de ellos, un hombre mayor con bigote perfectamente cuidado, tomó mi mano con gentileza.
—Eres una delicada joya —dijo con una sonrisa apreciativa—. Conde Víktor, tiene usted una hermana hermosa.
Víktor, siempre rápido en sus respuestas, inclinó la cabeza con un gesto de orgullo.
—Muchas gracias, Kamila. Preséntate a ellos.
Con una leve inclinación de cabeza, como dictaba nuestro saludo habitual, murmuré un educado "un placer conocerlos". Mi discreción parecía satisfacerlos, y pronto continuaron con sus conversaciones.
Entonces, un hombre de aspecto importante, claramente un ministro, se acercó y me pidió bailar. Su petición me sorprendió, pero antes de que pudiera responder, Víktor intervino, con una voz firme pero educada:
—Señor Ministro, mi querida hermana aún no domina bien los pasos de baile. Podría tropezar.
Sabía que era mentira. Había aprendido a bailar desde pequeña, pero entendí que Víktor prefería evitar que llamara demasiado la atención.
El ministro insistió con una sonrisa, pero yo, siguiendo el guion de Víktor, respondí con un leve asentimiento:
—Así es, aún no soy muy buena.
Víctor tomó una copa de champagne y me la ofreció. Acepté agradecida, permitiéndome un sorbo para calmar mis nervios mientras observaba a la sala llenarse de música y risas. La reina apareció en ese momento, deslumbrante en un vestido azul real, saludando a los invitados con elegancia.
Las miradas pronto se dirigieron hacia Víktor, y varias mujeres, impecablemente vestidas, se acercaron a él. Una de ellas, alta y de porte refinado, le ofreció un baile. A pesar de su disgusto evidente por los bailes, él aceptó con un leve asentimiento, siempre consciente de las expectativas sociales. Me quedé sola, tragándome mi orgullo mientras los observaba deslizarse por la pista.
Tomé un sorbo de vino, el sabor ácido y seco quemando mi garganta, cuando una voz masculina interrumpió mis pensamientos.
—Hola, hermosa dama. ¿Te gustaría bailar este vals conmigo?
Al voltear, vi a un hombre de piel morena y ojos grises como el acero. Su apariencia italiana y su porte seguro me descolocaron por un momento. Dejé mi copa en la bandeja de un mesero que pasaba cerca y acepté su invitación. No sabía quién era, pero el orgullo herido me impulsó a seguirle.
Mientras bailábamos, podía sentir la mirada intensa de mi esposo desde el otro extremo del salón. Sabía que detestaba verme con otro hombre, pero si él no quiso bailar conmigo, no tenía derecho a quejarse. Aquí, al menos por esta noche, yo era su "hermana".
El baile terminó, y los murmullos cesaron cuando la reina anunció el inicio del evento principal: una subasta de donaciones. Frente a nosotros, una caja decorada con joyas fue presentada, donde los invitados depositarían cheques para apoyar el hospital benéfico, una iniciativa conjunta entre las familias Romanov y Petrova.
La velada continuó, llena de esplendor y formalidades, pero una parte de mí no podía dejar de preguntarse cuánto de esta vida me pertenecía realmente y cuánto era un teatro del que no podía escapar.
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Kamila. 💞La cena transcurrió sin contratiempos, llena de conversaciones diplomáticas y formalidades habituales. Sin embargo, mi atención se desvió cuando sentí la mano de Víktor rodear mi cintura, un gesto tan automático como intimidante, que me hacía recordar mi posición al lado de él. Justo en ese momento, él hombre de porte elegante con el que baile apareció frente a nosotros.—Conde Víktor Romanov, es un honor conocerlo. Mi nombre es Lorenzo Bianchi, un placer conocerlo a usted y a su encantadora compañía. Víktor, siempre en su porte y actitud, inclinó ligeramente la cabeza antes de responder.—Es un placer, señor Lorenzo Bianchi. Permítame presentarle a mi hermana, Kamila Romanov.Sabia perfectamente que esta sería su presentación para todos. No importaba el contexto, siempre era su "hermana" ante el mundo, y yo no tenía derecho a decir lo contrario. Lorenzo me miró fijamente, con una sonrisa amplia y cortés, pero había algo más en su mirada que me ponía nerviosa.—Es un gusto
Recuerdos 2019KamilaEl vestido de novia colgaba frente a mí, inmenso, pesado y cargado de significado. Observé cada detalle de la tela blanca como si fuera ajena a mi cuerpo. No sentía emoción alguna. Para mí, no era más que un símbolo de la prisión en la que había estado atrapada desde que llegué a esta mansión. Nunca imaginé que este día llegaría, y mucho menos que sería así: frío, distante y sin amor.Todo empezó cuando mi madre, en un acto de altruismo, salvó la vida del viejo Conde. Desde entonces, él decidió que su familia se encargaría de mí. Cuando ella murió, me dejaron aquí, cuidada pero aislada, marcada por un destino que no había elegido. El conde decretó que sería la esposa de su nieto, Viktor, el futuro Conde Romanov. Ahora, a mis dieciocho años, mi vida estaba sellada con esta unión.Viktor no me quería. Nunca me quiso. Desde niños, su desprecio era evidente, y ahora, su odio parecía multiplicado. Según él, yo era la causa de este matrimonio forzado. Pero la verdad er
Abrí los ojos lentamente. La habitación estaba en penumbras, iluminada apenas por la tenue luz que se filtraba a través de las gruesas cortinas. Lo observé recostado junto a mí, aún desnudo, con un cigarrillo entre los dedos. El aroma del tabaco llenaba el aire, mezclado con el de nuestras pieles y el licor que había estado bebiendo durante toda la noche. Me sentía exhausta, pero no dije nada. Era mi deber permanecer en silencio, como siempre lo había sido. Desde que era pequeña, todo lo que sabía era que este lugar, con su opulencia y sus secretos, sería mi cárcel, y él sería mi dueño.Viktor apagó el cigarrillo en un cenicero que descansaba en la mesita de noche y tomó una copa de cristal. Bebió el contenido de un solo trago, dejando que el alcohol intensificara la sombra de deseo en sus ojos. Su mirada se clavó en mí, devorándome, mientras sus manos comenzaban a recorrer mi cuerpo con una mezcla de posesión y desinterés. Estaba ligeramente ebrio, y aunque podía sentir su peso emoci
ViktorEl aire de la mañana era frío, pero vigorizante, mientras caminaba por los terrenos cercanos al río. Los charcos helados reflejaban la luz del sol, creando destellos que dotaban al paisaje de una belleza efímera. Alrededor mío, el gobernador y dos nobles discutían reformas y presupuestos. Sus voces eran como un murmullo lejano; mi atención estaba fija en las cabañas a lo lejos, humildes refugios para quienes más lo necesitaban. Los trabajadores seguían mis pasos en silencio respetuoso. Sus rostros, curtidos por el esfuerzo y el clima, mostraban signos de esperanza, una llama tenue que me esforzaba por avivar. —¿Están seguros de que estas reformas serán suficientes para este invierno? —pregunté al gobernador, deteniéndome a observar los planos que sostenía con sus manos enguantadas. —Absolutamente, señor conde —aseguró con vehemencia, desplegando cifras y proyecciones frente a mí. Sus palabras buscaban transmitir confianza, pero no lograban disipar mis dudas. Había aprendido