Abrí los ojos lentamente. La habitación estaba en penumbras, iluminada apenas por la tenue luz que se filtraba a través de las gruesas cortinas. Lo observé recostado junto a mí, aún desnudo, con un cigarrillo entre los dedos. El aroma del tabaco llenaba el aire, mezclado con el de nuestras pieles y el licor que había estado bebiendo durante toda la noche. Me sentía exhausta, pero no dije nada. Era mi deber permanecer en silencio, como siempre lo había sido. Desde que era pequeña, todo lo que sabía era que este lugar, con su opulencia y sus secretos, sería mi cárcel, y él sería mi dueño.
Viktor apagó el cigarrillo en un cenicero que descansaba en la mesita de noche y tomó una copa de cristal. Bebió el contenido de un solo trago, dejando que el alcohol intensificara la sombra de deseo en sus ojos. Su mirada se clavó en mí, devorándome, mientras sus manos comenzaban a recorrer mi cuerpo con una mezcla de posesión y desinterés. Estaba ligeramente ebrio, y aunque podía sentir su peso emocional sobre mí, no hice nada para detenerlo.
—Hazlo. Muévete, vamos —ordenó, su voz ronca y exigente.
Obedecí, aunque mi cuerpo estaba agotado y mi intimidad ardía con un dolor que no quise reconocer en voz alta.
—¿Te duele? —preguntó con un tono que apenas simulaba preocupación, mientras sus labios bajaban por mi pecho y su lengua dejaba un rastro ardiente en mi clavícula.
—Un poco —murmuré, evitando mirarlo a los ojos.
—Tranquila, ya se te quitará —replicó, mientras sus manos apretaban mi muslo con fuerza.
Cerré los ojos, tratando de desconectar mi mente del momento, pero las sensaciones eran intensas. No era amor lo que sentía, era algo más complejo, más oscuro. Era deseo mezclado con resignación, como si mi cuerpo estuviera programado para responder a sus caricias, incluso cuando mi alma gritaba que esto estaba mal.
Todo esto había sido planeado desde hacía años. Desde que éramos jóvenes, él siempre encontraba la manera de invadir mi espacio. Recuerdo cómo se escabullía en las habitaciones donde yo estaba, cómo sus manos viajaban por mi piel sin permiso, dejando una sensación que no podía entender en aquel entonces. No voy a mentir: en algún momento comencé a disfrutarlo, a aceptar su dominio como algo inevitable. Nunca hubo penetración en ese entonces, pero su boca, sus manos... Hacían lo suficiente para marcarme, para recordarme que le pertenecía, incluso antes de que entendiera lo que eso significaba.
—Eres mía —solía susurrarme al oído—. Lo nuestro puede ser falso, pero haré que te guste.
Y lo hizo. En esta m*****a mansión, que parecía un infierno envuelto en un paraíso, aprendí a actuar. A fingir que todo esto era lo que quería, que estaba bien ser su mujer en secreto, su esposa sin amor, su prisionera disfrazada de compañera. Ahora que su abuelo había cumplido su promesa de unirnos, lo único que podía hacer era seguir adelante con esta farsa.
Mientras sus manos seguían explorándome y su cuerpo reclamaba lo que creía suyo, una sola pregunta rondaba mi mente: ¿cuánto más podría soportar antes de que todo esto me rompiera por completo? Sentía que mi infierno apenas iniciaba..
***
Me levante por la mañana, sintiendo un profundo ardor en mi intimida, rápidamente me coloqué un pijama y el albornoz, escucho cómo el agua corría en el baño, respiré hondo, sintiendo el ardor en mi cuerpo, pero más que eso, el peso en mi pecho, ese nudo que nunca desaparecía.
El aire de la habitación era asfixiante. Pense que lo de anoche solo era un m*****a pesadilla, intenté calmarme, pero la ansiedad seguía creciendo, golpeando mi pecho con fuerza.
De repente, escuché pasos en el pasillo. Mi cuerpo se tensó. Sabía quién era.
La puerta se abrió lentamente, y ahí estaba él, el viejo. Su figura encorvada pero imponente se adentró en la habitación con su sirvienta fiel, esa sonrisa de satisfacción que siempre llevaba. Su mirada fue directamente a la cama, a la mancha que delataba todo. Asintió, como si se sintiera triunfante.
—Bien. Todo en orden. —Su voz era ronca, grave, cargada de ese tono frío que me helaba la sangre.
No dije nada. Mis ojos estaban fijos en la pared, tratando de no mostrar ninguna emoción. Cualquier debilidad, cualquier indicio de rebelión, era inútil.
—Eres una buena chica, Kamila. Siempre lo has sido. —Dio un paso hacia mí, sus ojos recorriendome. Me mordí la lengua para no gritar, me sentía expuesta ante su mirada.
El sonido de la puerta del baño al abrirse me sacó del trance. Viktor salió, su cabello aún húmedo, con una toalla alrededor de la cintura. Miró al viejo, luego a mí, y sonrió.
—¿Ya estás satisfecho, abuelo? —preguntó con una mezcla de sarcasmo y desdén.
El viejo soltó una carcajada seca.
—Muy satisfecho. Ahora, encárgate de que no haya problemas. Ya sabes lo que pasa si no hacen lo que deben.
Él asintió, pero sus ojos tenían algo oscuro, algo que no podía descifrar. El viejo salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí. La tensión en el aire no disminuyó.
Viktor se acercó a mí, sentándose en el borde de la cama. Sus dedos tocaron mi rostro con una suavidad que me desconcertó.
—¿Estás bien? —preguntó, como si de verdad le importara.
No respondí. ¿Cómo podía decirle que nunca estaba bien? Que no había estado bien desde que era una niña y todo esto comenzó. Que la mezcla de odio, dependencia y, en algún rincón de mi corazón, un amor enfermizo hacia él me estaba destrozando.
—Kamila… —susurró, inclinándose para besar mi frente. Cerré los ojos, dejando que lo hiciera, porque era más fácil así. Porque si mostraba resistencia, las cosas solo se complicarían.
El silencio se alargó entre nosotros. Finalmente, él se levantó y se vistió lentamente. Lo observé de reojo, su postura relajada como si nada hubiera pasado.
—Voy a salir... todo el día y no me esperes despierta.
Asentí, aunque por dentro sentía una rabia que me consumía. Sabía dónde iba. Sabía que estaría con ella, esa mujer que podía tenerlo sin restricciones, sin secretos, mientras yo solo sere su sombra, su esposa oculta.
Cuando la puerta se cerró tras él, me permití romper. Las lágrimas brotaron sin control, silenciosas, ardientes, llevándose un poco del dolor que llevaba dentro. Pero solo un poco.
Miré alrededor de la habitación, este lugar que parecía un paraíso para cualquiera que lo viera desde fuera, pero que para mí era un maldito infierno. Tenía que salir de aquí, pero ¿cómo? Todo estaba controlado, cada movimiento vigilado... nunca podré salir de esta prisión, solo muerta.
ViktorEl aire de la mañana era frío, pero vigorizante, mientras caminaba por los terrenos cercanos al río. Los charcos helados reflejaban la luz del sol, creando destellos que dotaban al paisaje de una belleza efímera. Alrededor mío, el gobernador y dos nobles discutían reformas y presupuestos. Sus voces eran como un murmullo lejano; mi atención estaba fija en las cabañas a lo lejos, humildes refugios para quienes más lo necesitaban. Los trabajadores seguían mis pasos en silencio respetuoso. Sus rostros, curtidos por el esfuerzo y el clima, mostraban signos de esperanza, una llama tenue que me esforzaba por avivar. —¿Están seguros de que estas reformas serán suficientes para este invierno? —pregunté al gobernador, deteniéndome a observar los planos que sostenía con sus manos enguantadas. —Absolutamente, señor conde —aseguró con vehemencia, desplegando cifras y proyecciones frente a mí. Sus palabras buscaban transmitir confianza, pero no lograban disipar mis dudas. Había aprendido
Kamila 🌸Observaba el paisaje a través de la ventana. Mi mente divagaba, perdida en pensamientos oscuros y deseos de libertad. Sentía que este encierro me estaba consumiendo lentamente, sofocándome con cada día que pasaba. La voz de mi criada resonaba a lo lejos, pero ni siquiera tenía fuerzas para prestarle atención. Mi esposo estaba de viaje con los miembros del parlamento, y mi suegra no tardó en aparecer para reprocharme, como siempre, que no lograra concebir. Según ella, era mi culpa. Su constante presión me resultaba insoportable. Dentro de unas horas habría una cena familiar, una de esas reuniones en las que todos sabían que era la esposa del querido hijo del Conde, aunque para la mayoría yo no existía. Era su esposa oculta, presentada oficialmente solo cuando las apariencias lo requerían. Ante el mundo, no era más que una hermana. Y para la familia de mi esposa era una pobre intrusa.Odiaba vivir en este lugar, una mansión que para mí no era más que una prisión disfrazada de
Víktor Observaba los detalles y planos que se estaban realizando para la compra de terrenos destinados a la construcción. Era un proyecto ambicioso, respaldado por los accionistas que estaban dispuestos a invertir sumas importantes. Sin embargo, los beneficios no solo debían centrarse en nosotros, los involucrados, sino también en quienes realmente necesitaban este cambio. Sabía que esta reunión con los miembros del Parlamento sería crucial.Los hombres presentes eran figuras de influencia en el reino, cada uno representando distintas áreas de poder. Entre ellos se encontraba el Conde Harold Montague, encargado de los asuntos de infraestructura; Lady Eleanor Hensley, supervisora de desarrollo económico; y el Duque William Ashford, quien velaba por las políticas públicas relacionadas con los proyectos sociales. No tenía mucho tiempo para prepararme, pero quería asegurarme de que todos los detalles estuvieran en orden. La presencia de Lorenzo Bianchi, uno de los futuros accionistas may
Narra Lorenzo. —¿Averiguaste todo lo que te mandé investigar? —pregunté a Joseph, mi hombre de confianza. El hombre asintió en silencio mientras me tendía una carpeta repleta de documentos. —El infiltrado sabe mucho sobre la familia Romanov —me informó con una voz cautelosa. Una sonrisa apenas perceptible cruzó mi rostro. Eso era justo lo que quería escuchar. —Perfecto. El Conde Víktor no debe saber por qué lo acecho ni por qué me hago pasar por un buen samaritano en sus proyectos para el condado — añadí mientras hojeaba los documentos. —No lo sabe, señor —aseguró Joseph—. Pero hay algo delicado que debo mencionarle. Fruncí el ceño. —¿A qué te refieres? Joseph tragó saliva antes de responder: —Al parecer la supuesta hermana del conde no es lo que todos piensan. El infiltrado asegura que Kamila Ivanova es, en realidad, su esposa oculta. Mi mano se detuvo en seco sobre las hojas. —¿Qué demonios estás diciendo? —pregunté, incrédulo—. ¿Estás seguro? —Así es, señor
Kamila.Quedé mirando al señor Lorenzo, sorprendida por sus palabras. ¿Qué pasaría si me dejara llevar? ¿Sería capaz de sacarme del infierno en el que vivo con los Romanov? Mi mirada se desvió hacia Víktor, mi esposo, quien me observaba desde el otro lado del salón. Estaba acompañado de Luciana, la mujer con la que aparentemente su padre lo comprometió en un matrimonio falso. ¿Sería nuestra boda igual de ficticia?A pesar de todo, no podía negar que amaba a Víktor. Fue el primero en mi vida, aquel con quien compartí momentos terribles, pero también dulces. Nunca me maltrató físicamente, aunque sí me humillaba, hiriéndome mentalmente con su frialdad. Aun así, la libertad seguía siendo mi prioridad. Quizá el señor Lorenzo realmente quería ayudarme...—¿En qué piensas, Kamila? —preguntó Lorenzo, sacándome de mis cavilaciones.—Disculpe, señor Lorenzo, solo estaba pensando.—¿Te incomoda algo?—No, para nada.Sus ojos grises, enigmáticos y profundos, parecían ocultar miles de secretos. Él
ViktorEstaba molesto conmigo mismo por ser un idiota, me encuentro en mi despacho de la mansión. Era fin de semana y, por lo tanto, no tenía que ir al parlamento. Sin embargo, mi mente no encontraba descanso. Sobre el escritorio descansaba la carta que enviaría a ese hombre.Una cena... tendríamos que recibirlo en casa. Y todo porque se había fijado en Kamila, con que intensión, no tengo la menor idea.M*****a sea.Las cosas se estaban complicando. Tenía que buscar la manera de alejar a ese tipo de mi esposa. Todo este maldito juego comenzó cuando decidimos hacerla pasar por mi hermana, cuando en realidad es mi esposa. Ahora no tenía escapatoria. Tenía que hacer algo, y rápido. Kamila ya estaba advertida: debía rechazarlo. No había otra opción. Si no lo hacía, habría consecuencias.Por otro lado, estaba Luciana. No la soportaba más. No sabía cómo desligarme de ella sin enfrentar la furia de su padre, y aunque mi abuelo fue quien me había obligado a firmar ese maldito contrato de compr
Lorenzo.Me preparé con calma, observando mi reflejo en el espejo de mi amplia y lujosa habitación. Mi traje estaba impecable, cada pliegue y costura en su sitio, reflejando la imagen de un hombre que lo tenía todo bajo control. Las criadas me asistieron en la tarea de abotonarlo con precisión, mientras mi mayordomo esperaba de pie, sosteniendo una bandeja con una taza de té humeante. Una vez estuvieron listos los últimos detalles, hice un leve gesto con la mano, indicándoles que se retiraran. La habitación quedó en absoluto silencio, salvo por el tenue sonido del líquido caliente cuando llevé la taza a mis labios. El aroma intenso y exquisito me llenó los sentidos. —Muy bien —murmuré con satisfacción, dejando la taza sobre la mesita de mármol junto al sillón. Mi mayordomo inclinó levemente la cabeza en señal de respeto. —Quiero que preparen una habitación —ordené con voz firme—. Será para mi futura esposa. —Sí, señor, como usted disponga —respondió de inmediato. —Quiero q
KamilaCuando el señor Lorenzo se retiró, sentí cómo el agotamiento me golpeaba de golpe. Había pasado demasiado tiempo fingiendo, demasiado tiempo actuando como lo que no era. Mi suegra, con su mirada dura y su gesto de desaprobación, no tardó en hacerme sentir su desprecio. —Tal parece que le caíste muy bien a ese hombre —comentó con una frialdad cortante—, pero… ¿será que sospecha algo? Porque, como siempre, fuiste tan fría, tan inexpresiva. No supiste actuar como se debe. Apreté las manos sobre mi vestido, sin responder. Sabía que cualquier cosa que dijera solo empeoraría la situación. —Espero que no estés metiendo a mi hijo en problemas con tu forma de ser, Kamila —continuó, mirándome con severidad—. Ya te lo dije antes: no toleraré nada que lo perjudique. Solo espero que ese hombre piense que eres la hermana y no la esposa del conde. Mi hijo merece una mujer de buena familia, alguien de la élite, no una cualquiera como tú… una pueblerina sin gracia. Cada palabra se clavaba