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4. Un infierno en él paraíso.

Abrí los ojos lentamente. La habitación estaba en penumbras, iluminada apenas por la tenue luz que se filtraba a través de las gruesas cortinas. Lo observé recostado junto a mí, aún desnudo, con un cigarrillo entre los dedos. El aroma del tabaco llenaba el aire, mezclado con el de nuestras pieles y el licor que había estado bebiendo durante toda la noche. Me sentía exhausta, pero no dije nada. Era mi deber permanecer en silencio, como siempre lo había sido. Desde que era pequeña, todo lo que sabía era que este lugar, con su opulencia y sus secretos, sería mi cárcel, y él sería mi dueño.

Viktor apagó el cigarrillo en un cenicero que descansaba en la mesita de noche y tomó una copa de cristal. Bebió el contenido de un solo trago, dejando que el alcohol intensificara la sombra de deseo en sus ojos. Su mirada se clavó en mí, devorándome, mientras sus manos comenzaban a recorrer mi cuerpo con una mezcla de posesión y desinterés. Estaba ligeramente ebrio, y aunque podía sentir su peso emocional sobre mí, no hice nada para detenerlo.

—Hazlo. Muévete, vamos —ordenó, su voz ronca y exigente.

Obedecí, aunque mi cuerpo estaba agotado y mi intimidad ardía con un dolor que no quise reconocer en voz alta.

—¿Te duele? —preguntó con un tono que apenas simulaba preocupación, mientras sus labios bajaban por mi pecho y su lengua dejaba un rastro ardiente en mi clavícula.

—Un poco —murmuré, evitando mirarlo a los ojos.

—Tranquila, ya se te quitará —replicó, mientras sus manos apretaban mi muslo con fuerza.

Cerré los ojos, tratando de desconectar mi mente del momento, pero las sensaciones eran intensas. No era amor lo que sentía, era algo más complejo, más oscuro. Era deseo mezclado con resignación, como si mi cuerpo estuviera programado para responder a sus caricias, incluso cuando mi alma gritaba que esto estaba mal.

Todo esto había sido planeado desde hacía años. Desde que éramos jóvenes, él siempre encontraba la manera de invadir mi espacio. Recuerdo cómo se escabullía en las habitaciones donde yo estaba, cómo sus manos viajaban por mi piel sin permiso, dejando una sensación que no podía entender en aquel entonces. No voy a mentir: en algún momento comencé a disfrutarlo, a aceptar su dominio como algo inevitable. Nunca hubo penetración en ese entonces, pero su boca, sus manos... Hacían lo suficiente para marcarme, para recordarme que le pertenecía, incluso antes de que entendiera lo que eso significaba.

—Eres mía —solía susurrarme al oído—. Lo nuestro puede ser falso, pero haré que te guste.

Y lo hizo. En esta m*****a mansión, que parecía un infierno envuelto en un paraíso, aprendí a actuar. A fingir que todo esto era lo que quería, que estaba bien ser su mujer en secreto, su esposa sin amor, su prisionera disfrazada de compañera. Ahora que su abuelo había cumplido su promesa de unirnos, lo único que podía hacer era seguir adelante con esta farsa.

Mientras sus manos seguían explorándome y su cuerpo reclamaba lo que creía suyo, una sola pregunta rondaba mi mente: ¿cuánto más podría soportar antes de que todo esto me rompiera por completo? Sentía que mi infierno apenas iniciaba..

***

Me levante por la mañana, sintiendo un profundo ardor en mi intimida, rápidamente me coloqué un pijama y el albornoz, escucho cómo el agua corría en el baño, respiré hondo, sintiendo el ardor en mi cuerpo, pero más que eso, el peso en mi pecho, ese nudo que nunca desaparecía.

El aire de la habitación era asfixiante. Pense que lo de anoche solo era un m*****a pesadilla, intenté calmarme, pero la ansiedad seguía creciendo, golpeando mi pecho con fuerza.

De repente, escuché pasos en el pasillo. Mi cuerpo se tensó. Sabía quién era.

La puerta se abrió lentamente, y ahí estaba él, el viejo. Su figura encorvada pero imponente se adentró en la habitación con su sirvienta fiel, esa sonrisa de satisfacción que siempre llevaba. Su mirada fue directamente a la cama, a la mancha que delataba todo. Asintió, como si se sintiera triunfante.

—Bien. Todo en orden. —Su voz era ronca, grave, cargada de ese tono frío que me helaba la sangre.

No dije nada. Mis ojos estaban fijos en la pared, tratando de no mostrar ninguna emoción. Cualquier debilidad, cualquier indicio de rebelión, era inútil.

—Eres una buena chica, Kamila. Siempre lo has sido. —Dio un paso hacia mí, sus ojos recorriendome. Me mordí la lengua para no gritar, me sentía expuesta ante su mirada.

El sonido de la puerta del baño al abrirse me sacó del trance. Viktor salió, su cabello aún húmedo, con una toalla alrededor de la cintura. Miró al viejo, luego a mí, y sonrió.

—¿Ya estás satisfecho, abuelo? —preguntó con una mezcla de sarcasmo y desdén.

El viejo soltó una carcajada seca.

—Muy satisfecho. Ahora, encárgate de que no haya problemas. Ya sabes lo que pasa si no hacen lo que deben.

Él asintió, pero sus ojos tenían algo oscuro, algo que no podía descifrar. El viejo salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí. La tensión en el aire no disminuyó.

Viktor se acercó a mí, sentándose en el borde de la cama. Sus dedos tocaron mi rostro con una suavidad que me desconcertó.

—¿Estás bien? —preguntó, como si de verdad le importara.

No respondí. ¿Cómo podía decirle que nunca estaba bien? Que no había estado bien desde que era una niña y todo esto comenzó. Que la mezcla de odio, dependencia y, en algún rincón de mi corazón, un amor enfermizo hacia él me estaba destrozando.

—Kamila… —susurró, inclinándose para besar mi frente. Cerré los ojos, dejando que lo hiciera, porque era más fácil así. Porque si mostraba resistencia, las cosas solo se complicarían.

El silencio se alargó entre nosotros. Finalmente, él se levantó y se vistió lentamente. Lo observé de reojo, su postura relajada como si nada hubiera pasado.

—Voy a salir... todo el día y no me esperes despierta.

Asentí, aunque por dentro sentía una rabia que me consumía. Sabía dónde iba. Sabía que estaría con ella, esa mujer que podía tenerlo sin restricciones, sin secretos, mientras yo solo sere su sombra, su esposa oculta.

Cuando la puerta se cerró tras él, me permití romper. Las lágrimas brotaron sin control, silenciosas, ardientes, llevándose un poco del dolor que llevaba dentro. Pero solo un poco.

Miré alrededor de la habitación, este lugar que parecía un paraíso para cualquiera que lo viera desde fuera, pero que para mí era un maldito infierno. Tenía que salir de aquí, pero ¿cómo? Todo estaba controlado, cada movimiento vigilado... nunca podré salir de esta prisión, solo muerta.

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