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Sus manos no estuvieron quietas después de ese beso.

James halló múltiples formas de sentirla, de tocarla sin irrespetarla y robarle besos mientras visitaban el resto de los jardines.

Lamentablemente, la belleza de la naturaleza que los rodeaba dejó de atraerles. Tenían otras cosas más atractivas en las que perderse.

Sus bocas, por ejemplo.

A Dubois le fascinaba ceñirse en su cintura y perderse en su cuello. Poseía un aroma tan único que, el aroma de las rosas se tornó insignificante una vez que probó a Romina.

Cuando el atardecer llegó, más pronto de lo que a la pareja le hubiera gustado, puesto que sabían que debían regresar para cenar con el resto de la familia, James la llevó a la tienda de regalos y se tomaron unos minutos para hacer algo especial.

James quería hacer un terrario para llevar a casa y recordarla siempre, para sentir su vida menos vacía. Podía apostar que un poco de color y vida le vendrían bien.

—¿Un terrario? —preguntó ella, de pie frente a la repisa repleta de bolas de cristal de todos los tamaños y tipos.

James repasaba todo el lugar, buscando el cristal perfecto para su apartamento.

Cuando escuchó a Romina dudar, volteó para mirarla y le dijo:

—Mi vida ha estado un poco vacía hasta ahora... —Le miró con angustia y se contuvo de continuar. No quería que ella sintiera lástima—. Si conocieras mi departamento... —rio.

Romina abrió grandes ojos y no vaciló en contestarle.

—Me encantaría conocerlo. —Tragó duro cuando supo que se había escuchado un poco desesperada—. Algún día —añadió antes de que todo se tornara incómodo.

Dubois la miró con grandes ojos. Oscurecidos, llenos de ese deseo descontrolado que ella le causaba. Era irracional, como lo que estaba a punto de decir.

—Quiero un recuerdo de este día. Un jardín en una pequeña botella me hará sentir menos vacío, porque, puedo apostar que cada vez que lo vea, voy a pensar en ti —susurró, cerrando el espacio que los separaba y, aunque estaban en la tienda de regalos, a James poco le importó besarla y manosearla en público.

Quería que toda la m*****a Nueva York supiera que Romina López era suya y que él era irremediablemente suyo.

Romina no pudo negarse a la petición de James de hacer un terrario con sus propias manos.

No entendió muy bien lo que él había tratado de explicarle. No entendía la referencia de su departamento y de su vacío. Pensó muchas cosas mientras aplanaba la tierra y las piedrecillas con la punta de los dedos.

James le resultaba un hombre difícil de leer. Romina podía apostar que escondía parte de sus sentimientos, y sus problemas. A veces, cuando se encontraba con su mirada, reparaba de la tristeza que lo torturaba.

En la clínica había aprendido a lidiar con su dolor, pero verse rodeada de tantas personas rotas, le enseñó a leer el dolor de los demás.

James escogió una diminuta rosa roja para ponerla al centro del jardín; rodeado de las hermosas decoraciones que Romina había organizado con clara facilidad.

La joven se rio cuando vio a James intentándolo. Sus dedos eran demasiado largos y gruesos para entrar en un lugar tan estrecho, pero el hombre no dejó que la decoración de un terrario le ganara.

Destruyó unas cuantas cosas a su paso. Revolvió la tierra húmeda y ensució la mesa.

—Señor Dubois, déjeme hacerlo —pidió ella y puso sus manos sobre las de él, queriendo ayudarlo de alguna forma.

James gruñó como un niño malcriado y negó. Obstinado, siguió intentándolo.

Romina se rio fuerte cuando vio las piedrecitas caer por todas partes y con firmeza insistió.

—Por favor, no sea terco —peleó ella, de pie a su lado y con suavidad tomó sus manos—. Parece que no tiene dedos hábiles...

Cuando dijo eso, cayó en cuenta del doble sentido de sus palabras y se sonrojó. Con timidez buscó la mirada del hombre. Él la estaba esperando, con esa aura oscura que a ella la tensaba completa.

Con las manos llenas de tierra y piedrecillas, la cogió por la barbilla y puso su rostro delicado a su disposición.

Sobre la boca le dijo:

—Mis dedos son capaces de mucho, Señorita López. ¿Quiere que se lo demuestre? —Su mano viajó por entremedio de su abrigo desabotonado y atrevido entró a lugares que ya deseaba desnudar.

—Yo... —La pobre titubeó agitada.

Eran sus palabras y su voz áspera que terminaban avasallándola. Por supuesto que se imaginó sus dedos en su coño, entrando con habilidad a esos lugares que nadie había sabido explorar con profundidad.  

Tuvo que mirarle el largor y el grosor de los dedos; todo causó caos en su cuerpo femenino deseoso de un remesón que le reiniciara el sistema.

—En mi defensa diré que usted me pone nervioso —unió él, después, cuando la sintió agitada entre sus brazos.

Romina suspiró y le dijo:

—Pensé que era la clase de hombre que no experimentaba esa clase de emoción.

James se carcajeó fuerte y la cogió por la nuca para besarla con arrebato.

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