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Creí que moriría de vergüenza cuando me hizo arrodillar en medio de la cama, las piernas separadas, sin permitir que me sentara en mis talones. Se tomó su tiempo para entenderse con los botones bajo el corpiño y abrió la prenda por delante para dejar mi cuerpo a la vista. Luego situó el pote con la crema junto a una de mis rodillas antes de recostarse frente a mí.

—Adelante, mi pequeña —susurró—. Yo te indicaré si te salteas algo.

—Pero, mi señor… —balbuceé.

Una de sus manos me sujetó la nuca, y me besó mientras su otra mano tomaba la mía. La llevó a mojar mis dedos en la crema y luego a mi pelvis.

—Sigue tú —dijo en un soplo.

Mis mejillas ardían cuando volvió a reclinarse en las almohadas. Respiré hondo y comencé a aplicarme la crema. Escuchaba su re

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