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Recorrimos un amplio corredor que olía a cítricos y al aceite de las lámparas, bajamos una escalera de escalones lisos y pulidos, y otro corredor hasta desembocar en un lugar que me confundió. Parecía que estuviéramos al aire libre, pero la temperatura indicaba que estábamos bajo techo. Debía tratarse de un lugar enorme. Entonces advertí la humedad en el ambiente. El suelo era de grandes baldosas con grabados en relieve, tibias contra mis pies descalzos.

El lobo puso en mis manos el cofrecillo con sus lociones y cepillos.

—Aguarda un momento, mi pequeña —susurró, besándome.

Se alejó de mí y lo oí terminar de desnudarse antes de emitir un estertor sofocado. Un momento después frotó su cabeza contra la mía. Me quité la cinta con una gran sonrisa. Apartó la vista hacia arriba y a nuestro alrededor, como invitá

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