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Bañar a la reina fue lo más hermoso y emocionante que me ocurrió desde que llegara al castillo. Por supuesto que era la pelambre más limpia, sedosa y perfumada que lavara jamás, y comprendí que en realidad no necesitaba un baño, sino conocerme de una forma que no daba lugar a dobleces.

La princesa se sentó al borde de la piscina, en caso que su madre necesitara ayuda o quisiera decirme algo. Por primera vez noté el discreto tatuaje bajo su clavícula: un cuarto creciente como el de mi pendiente, con delgadas ramas de viña enroscándose alrededor.

Lavé y cepillé a la reina sin prisa. No tardé en darme cuenta que los movimientos más lentos y firmes la ayudaban a distenderse. Y cuando se echó de costado, le gustaba que la rascara con las yemas de los dedos en el flanco, cerca del anca. La princesa rió al ver que su madre se estiraba con los ojos cerrados.

—¿Cómo le haces para saber lo que nos gusta? —inquirió con genuina curiosidad.

—Porque tiemblan —respo

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