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Por rara ocasión, a la mañana siguiente desperté antes que él. Me sorprendió advertir la escasa claridad que la cinta me permitía adivinar.

—¿Mi señor? —llamé en voz baja, acariciando su espalda—. ¿No es de día ya?

—Es domingo —gruñó soñoliento, la cara seguramente hundida en su almohada—. No necesitamos levantarnos todavía.

—Pero tienes que ir a misa.

—Iré por la tarde.

—¿Y qué excusa daré yo para no ir a la capilla?

—Que una semana de rascar panzas peludas te dejó agotada —rezongó volteando para tenderse boca arriba.

Reí por lo bajo, buscando a tientas su cara y hallando sus ojos cerrados y su ceño fruncido.

—Vamos, sabes que no puedo vestirme a ciegas.

—¿Tanta prisa por dejarme?

—Mira quién habla, contando los días para irte por ahí a cazar vampiros y dejarme aquí, sola y abandonada en un castillo lleno de humanas.

Su ojo se abrió bajo mi mano, que llevó a su boca para darle un mordis

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