Por rara ocasión, a la mañana siguiente desperté antes que él. Me sorprendió advertir la escasa claridad que la cinta me permitía adivinar.
—¿Mi señor? —llamé en voz baja, acariciando su espalda—. ¿No es de día ya?
—Es domingo —gruñó soñoliento, la cara seguramente hundida en su almohada—. No necesitamos levantarnos todavía.
—Pero tienes que ir a misa.
—Iré por la tarde.
—¿Y qué excusa daré yo para no ir a la capilla?
—Que una semana de rascar panzas peludas te dejó agotada —rezongó volteando para tenderse boca arriba.
Reí por lo bajo, buscando a tientas su cara y hallando sus ojos cerrados y su ceño fruncido.
—Vamos, sabes que no puedo vestirme a ciegas.
—¿Tanta prisa por dejarme?
—Mira quién habla, contando los días para irte por ahí a cazar vampiros y dejarme aquí, sola y abandonada en un castillo lleno de humanas.
Su ojo se abrió bajo mi mano, que llevó a su boca para darle un mordis
La muchacha que me había reconocido se me plantó delante y me abofeteó con todas sus fuerzas. Las demás me impidieron retroceder. —No te tememos, abominación —gruñó. Otra tomó su lugar y me enfrentó con una mueca despectiva antes de abofetearme también. —Deberías haberte quedado en la cocina —dijo. Entonces una vio el pendiente de adularia en mi cuello. —¿Qué haces con semejante joya? Intentó tomar el cuarto creciente pero lo protegí en mi puño. —No te atrevas a tocarlo —mascullé. La tal Lila y otra más sujetaron mis brazos. La alta aferró la cadena del colgante y la retorció contra mi cuello, ahogándome hasta que me quedé quieta. —¿Dónde obtuviste esta piedra lunar? —preguntó en tono amenazante. —La reina me la obsequió —gruñí luchando por respirar, incapaz de soltarme. —¡La reina! ¡Por supuesto! —A una salvaje chupasangre como tú. —Seguramente la robó. —Y quien le roba a
Les di la espalda y salí con la cabeza erguida, las manos juntas sobre mi estómago, que parecía haberse convertido en una piedra que me impedía respirar bien. Encontré la mirada penetrante de Kendra apenas cerré la puerta. —Quédate. Serán confrontadas por lo que hicieron. —Gracias, mi señora —murmuré, ubicándome junto a ella, de cara al comedor. —Robarte una joya de la reina —gruñó—. ¿Qué más te hicieron? —Me sujetaron entre varias para golpearme —respondí en voz baja. —Son unas salvajes, como sus padres —masculló la loba. Pronto los lobos comenzaron a dejar el comedor. Un escalofrío me corrió por la espalda al ver que el Alfa salía primero, flanqueado por la princesa y el príncipe de pelo largo. Noté que el Alfa tenía la vista baja bajo un ceño tormentoso y preferí no correr riesgos innecesarios. Hice una profunda reverencia, la cabeza gacha, decidida a permanecer así hasta que se alejara el último lobo. Por suerte pasaron de
Tan pronto las humanas se marcharon, las lobas formaron una especie de círculo silencioso entre la puerta y donde yo permanecía, paralizada por la conmoción. Advertí el temblor incontrolable de mis manos, el nudo en mi garganta, el hueco helado en la boca del estómago. Lo que acababa de presenciar me había sacudido más que si me hubiera golpeado un rayo. No me atrevía a pedir permiso para retirarme, de modo que opté por distraerme manteniéndome ocupada. Comencé a recoger los vestidos. La mesa no estaba del todo limpia, pero en el otro extremo de la habitación vi un amplio sillón, así que los llevé hacia allí y me entretuve doblándolos y dejándolos sobre los mullidos cojines. —¿Qué diablos haces, pequeña? La voz de la princesa me inmovilizó con un vestido extendido entre mis manos. Me volví hacia ella intentando dominar mi temor instintivo. —Habla, pequeña, que no te escuchamos —sonrió la princesa. —Es que… Mi señora lo dijo… Es c
Aine sofrenó su caballo y el que traía de la brida para llevarlos al paso a la par mía, mientras yo intentaba ignorarla, negándome a salir al sendero. —Vamos, Risa, no seas tonta. No puedes ir a pie todo el camino al pueblo. —Regresa al castillo, Aine —dije, sin reverencias ni tratamientos especiales—. Me las he arreglado sola toda la vida y no preciso ayuda para regresar a casa de Tea. Dile a tu madre que gracias por todo, pero aprecio más mi vida que sus promesas. —Ya lo sé, por eso estoy aquí. Al menos toma mi yegua. Se llama Briga y conoce el camino de memoria. Podrás estar en el pueblo antes del amanecer. Me detuve gruñendo y la enfrenté intentando contener mi enfado. Al fin y al cabo, sólo obedecía órdenes. —¿Qué es esto, Aine? ¿Las disculpas de tu madre? ¿Qué demonios haces aquí? Se inclinó hacia mí ceñuda. —Mamá no sabe que estoy aquí. Si ella o tu lobo me descubren, acabaré limpiando letrinas con tus amigas. No
—¿De qué demonios hablas? —Si serás corta de sesera. A juzgar por lo que me dices de él, es mayor que mis hermanos. Y ya te dije que huele a mi familia cercana, de modo que su jerarquía en la manada es mediana o alta. Cuando se comprometan, tú te ubicarás en su jerarquía. Moví los labios en silencio, incapaz de articular palabra. —A ver si lo entiendes con paralelos humanos —dijo—. ¿Conoces los rangos de nobleza? —Sí. Creo. —Bien, mi abuela es la reina. Tu amigo Alfa es el príncipe heredero y regente a todos los efectos. —Rió al ver mi expresión cuando lo mencionó—. Aunque sean todos de la misma camada, mi madre y mi tío Milo son como los hermanos menores del Alfa, príncipes pero no herederos. —Tu tío Milo es el de cabello más largo, ¿verdad? —Buen Dios, Risa, ¿cómo haces para saber esas cosas? —Hoy serví su mesa. El Alfa ocupaba un sillón bien ostentoso, con él a su derecha y tu madre a su izquierda. —Bien, ell
Al salir del bosque al prado que rodeaba el castillo, detuve a la yegua. De pronto sentía un vago temor por la posible reacción de la princesa y el lobo. No creía ni por un momento que fueran tan comprensivos y complacientes como Aine, que por una cuestión de edad aún no había tenido tiempo de adquirir tanto desdén por los humanos. Podía imaginar perfectamente a la princesa llamándome ingrata y presumida. Y al lobo recordándome las dos únicas cosas que lo enfadarían: que intentara verlo antes de tiempo e intentara huir. Había hecho ambas. ¿Tendría que enfrentar su ira? ¿Qué me haría? ¿Y qué haría yo? ¿Me quedaban ánimos, por no decir voluntad, de soportar sermones y reproches, o indiferencia, o lo que fuera que hicieran para demostrar su enfado? Aine sofrenó su caballo. Me sorprendió que le bastara mirarme para asentir con una mueca. Me indicó que la siguiera y me guió hacia el oeste, hasta otra franja boscosa, en completo silencio. Me precedió por un
—No, no, no. El vino por la derecha y los platos por la izquierda. —¿No se sirven por la derecha? —Se sirven por la izquierda y se retiran por la derecha. —¿Y la bebida? —Se sirve por la derecha. —¿Quién diablos inventó estas reglas estúpidas? —Es para que se pueda servir bebida y comida al mismo tiempo. —¿Qué tal si servimos todo por la derecha y ya? No que le echaremos a perder la digestión a nadie si no servimos todo al mismo tiempo, ¿verdad? Nos volvimos todas hacia Helga, que alzó las cejas con las manos en la cintura. Nos observó un momento y asintió suspirando. Aine, sus hermanas, las dos hijas del Beta y yo le agradecimos sonriendo. Helga había sido jefa de camareras cuando entrara al servicio, así que habíamos acudido a ella por ayuda para aprender al menos lo mínimo indispensable sobre servir mesas. Nadie esperaba que fuéramos capaces de replicar la coreografía de las camareras humanas, que habían teni
—Mírate cómo estás, mi señor —susurré, luchando por limpiar de abrojos la panza del lobo en la luz de la lámpara que teníamos al borde de la piscina—. ¿Acaso fuiste a cazar con los príncipes? Ladeó la gran cabeza hacia mis rodillas y le rasqué el cuello sonriendo. —No me harás olvidar que tu lomo está reluciente —advertí—. Eso significa que te has hecho bañar por otra y me dejaste lo peor a mí. Se volteó de inmediato para olerme la cara con las orejas gachas, mirándome desde abajo al mejor estilo cachorro apaleado de Aine. Lo enfrenté ceñuda. Agachó las orejas aún más y apoyó la cabeza en mi falda. —Ya —gruñí—. Sabes que no puedo enfadarme contigo, pero esto no quedará así. Hablaremos cuando regresemos a mi habitación. Me lamió la cara, moviendo la cola contra los mosaicos como para hacer olas en el escaso fondo de agua que se juntaba en las piscinas. —Ya —repetí, echándome hacia atrás—. Acuéstate o pasaremos la noche aquí. —Lo miré de