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La muchacha que me había reconocido se me plantó delante y me abofeteó con todas sus fuerzas. Las demás me impidieron retroceder.

—No te tememos, abominación —gruñó.

Otra tomó su lugar y me enfrentó con una mueca despectiva antes de abofetearme también.

—Deberías haberte quedado en la cocina —dijo.

Entonces una vio el pendiente de adularia en mi cuello.

—¿Qué haces con semejante joya?

Intentó tomar el cuarto creciente pero lo protegí en mi puño.

—No te atrevas a tocarlo —mascullé.

La tal Lila y otra más sujetaron mis brazos. La alta aferró la cadena del colgante y la retorció contra mi cuello, ahogándome hasta que me quedé quieta.

—¿Dónde obtuviste esta piedra lunar? —preguntó en tono amenazante.

—La reina me la obsequió —gruñí luchando por respirar, incapaz de soltarme.

—¡La reina! ¡Por supuesto!

—A una salvaje chupasangre como tú.

—Seguramente la robó.

—Y quien le roba a

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