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—¿Puedo ofrecerte un té, para que no te duermas mientras me escuchas?

Acepté riendo por lo bajo.

Las damas aparecieron como si hubieran estado esperando ocultas tras los cortinados, nos sirvieron té con pastel de manzana y volvieron a dejarnos solas.

El atlas que trajo una de ellas era mucho más voluminoso que el que me regalara Brenan, y los mapas ocupaban dos páginas, aún más artísticos y detallados. Me mostró uno en el que el Valle no era más que un punto que buscó con la yema de su dedo, y desde allí movió su mano hacia el norte y hacia el este hasta la esquina de la página vecina, más allá de cadenas montañosas y anchos ríos.

—Ésta es Saja, nuestra tierra de origen, en los bosques y montañas junto al gran río Elyu-Ene —dijo con acento grave—. Tan al norte que el sol no se pone en verano y apenas asoma en invierno. Tan al este que el día se  hace allí muchas horas antes que aquí.

Giró el atlas hacia mí y me incliné para admirarlo mien

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