LIBRO 1: INVIERNO
Marcada antes de nacer, no es fácil para Risa verse como un inmortal viviendo en las tierras de sus enemigos seculares, los lobos.
Hasta que una situación inesperada la lleva a cruzar caminos con uno de los señores del Valle, que desafiará las estrictas leyes de su pueblo para iniciarla en los secretos del amor, en preparación del día en que puedan anunciar su unión.
Pero la única forma en la que pueden estar juntos es que Risa tenga los ojos vendados, sin verlo en su forma humana hasta el día de su compromiso.
¿Lograrán superar los incontables obstáculos que los separan? ¿O las diferencias entre ellos se impondrán a sus sentimientos y esperanzas?
* * *
Las mujeres iban y venían por la plaza, saludando al pasar a las viejas tejedoras, que sacaran sus telares para trabajar bajo el sol apenas tibio de noviembre. Más allá, ignoraban los comentarios galantes de los cazadores que bebían cerveza en la esquina de la plaza, sentados en gruesos troncos tallados en forma de bancos.
Ningún niño a la vista. Bien, tal vez pudiera ir hasta el pozo en el centro de la plaza y regresar con agua para Tea sin incidentes. Por las dudas, bajé mis mangas cuanto pude y ajusté el chal que me envolvía la cabeza, ocultando mi cabellera y proyectando sombra sobre mi cara.
Respiré hondo, fijé la vista en el pozo y apreté el paso. Sin embargo, no importaba cuánto me tapara. Las voces que llenaban el aire no tardaron en convertirse en murmullos hostiles. Por eso siempre insistía en venir al pozo al amanecer, cuando no tenía que cruzarme con nadie. Pero los experimentos de Tea la habían dejado sin agua para la cena, así que aquí estaba, con sus dos cubetas vacías, obligada a exponer mis rarezas al resto del pueblo. Como si hubiera elegido ser como soy o haber nacido como nací.
Llené las cubetas apresurada, manteniendo la vista baja.
En ese momento aparecieron corriendo diez o doce niños, jugando y alborotando con sus espadas de madera. Recogí las cubetas y me alejé con tanta prisa como me era posible sin derramar el agua. A mis espaldas, los murmullos de los adultos se hicieron más audibles. Uno de los niños me arrojó una piedra, que por suerte no me alcanzó.
—¡Muérete, demonio! —gritó.
Seguí caminando sin mirar atrás. Dos piedras más volaron junto a mis brazos sin tocarme.
—¡Abominación!
—¡Chupasangre!
Varias piedras me golpearon en la espalda. Los oía acercarse. Sabía que si me alcanzaban, me rodearían para golpearme con sus espadas de madera y darme puntapiés. Sus pasos en la plaza de piedra sonaron como una estampida. Solté las cubetas y huí a todo correr hacia el bosque.
Trastabillé a pocos metros del límite de la aldea y caí de rodillas. Los niños se precipitaron sobre mí mientras yo luchaba por ponerme de pie a pesar del dolor en uno de mis tobillos. Logré alejarme antes que me cayeran encima y superé la última casa. Volvieron a apedrearme, obligándome a buscar refugio en el bosque mientras seguían insultándome a voz en cuello.
Me interné entre los árboles renqueando, la espalda dolorida donde me alcanzaran sus piedras. Sabía que se demorarían allí hasta que los llamaran a cenar, recogiendo una buena provisión de piedras para recibirme si me veían regresar.
De modo que ni siquiera lo intenté. Ya volvería a casa de Tea cuando se hiciera de noche y nadie me viera.
Me alejé hacia el sur, buscando el sonido de agua. Pronto llegué a la orilla del río, que remonté hasta el claro a los pies del barranco. El agua se precipitaba allí por encima del ancho muro natural de piedra que se desprendía de las colinas, y la alta cascada caía en un estanque poco profundo antes de encauzarse en el estrecho río para fluir hacia el pueblo, alimentando el canal de riego de los cultivos y el pozo de la plaza.
El tobillo me dolía tanto que las punzadas llegaban hasta mi rodilla. Me dejé caer a la orilla del estanque, tironeé hasta quitarme las botas y hundí los pies en el agua fría para evitar que el tobillo se me inflamara demasiado.
Recogí mi falda para inclinarme y echarme agua en la cara, tolerando el dolor de mi pierna y tratando de recuperar el aliento. Dejar de llorar me llevó más tiempo. En esos momentos deseaba con todas mis fuerzas haber muerto con mi madre en el parto.
Era de esperar que tras tantos años de ser el escarnio del pueblo, ya me habría habituado al maltrato. Pero había cosas a las que me negaba a acostumbrarme.
El sol ya estaba bajo en el horizonte, pero no me preocupaba que la noche me sorprendiera allí. Estaba en el corazón del Valle. No había nada que temer en aquel territorio seguro. Y mis ojos de demonio, como los llamaban, me permitirían hallar el camino de regreso a oscuras sin inconvenientes más tarde, cuando estuviera segura de que nadie me esperaba emboscado en los callejones para apedrearme y golpearme.
Me tendí de espaldas en la hierba de la orilla, ignorando el frío que se me contagiaba a todo el cuerpo desde mis pies en el agua. Poco a poco logré recuperar la calma. Oscurecía con esa rapidez típica del otoño. Pronto aparecerían las primeras estrellas, hasta que la temprana luna creciente llegara a eclipsarlas en su brillo.
Entonces oí las ramillas que se quebraban, con el ritmo inconfundible del trote ligero de cuatro patas. Me senté sobresaltada, volteando a mirar hacia la huella que descendía del barranco a mis espaldas. ¿Acaso un león de la montaña? ¿Un oso? Moví las manos a mi alrededor, tanteando en busca de una roca o una rama que pudiera usar para defenderme.
Entonces olí la esencia inconfundible de un lobo. Me incorporé con torpeza. Si me hallaba allí sola, a esa hora, mi padre estaría en problemas. Y yo recibiría una buena tunda. Los señores del Valle jamás acotaban nuestra libertad, pero como los encargados de velar por nuestra seguridad, no les gustaba que nadie corriera riesgos innecesarios. Que era exactamente lo que yo estaba haciendo sola de noche junto al estanque, donde todos los animales del bosque venían a abrevar, predadores incluidos.
Lo único que se me ocurrió fue arrancar un puñado de salvia para frotarme las manos y la cara. Sabía que no olía igual a los demás aldeanos, y tal vez así podría disfrazar mi apocada esencia y ocultarla a su agudo olfato. Me arrojé de cabeza tras un arbusto y me encogí allí, contra un árbol.
¡Mis botas! Las había dejado en la orilla, bien a la vista. Aparté las ramas con cuanto sigilo pude y estiré mi brazo. Alcancé a rozarlas pero no logré sujetarlas. Me estiré un poco más, y casi había logrado atrapar una cuando el lobo salió de entre los árboles. Corpulento y de movimientos elásticos, elegantes, su espesa pelambre se veía negra en la noche que se cerraba. La bota resbaló entre mis dedos, yendo a caer de la manera justa para empujar la otra al agua y seguirla un instante después. ¡Maldición!
El lobo volteó la enorme cabeza hacia mí, las orejas tensas. Me eché hacia atrás, aplastándome contra el árbol, y me cubrí la boca con una mano. Se decía que eran capaces de escuchar el latido de un corazón a muchos metros. Si era cierto, el mío debía sonarle como un tambor enloquecido.
El enorme lobo olfateó el aire y agachó la cabeza. Contuve el aliento al verlo arquear el lomo. Se estremeció desde el hocico hasta el extremo de la cola. Su pelambre pareció aclararse y acortarse ante mis ojos atónitos, y un instante después ya no era pelambre animal sino piel humana. Se impulsó para alzarse en sus patas traseras y terminó de erguirse ya completamente transformado en un hombre.
Me cubrí los ojos temblando de pies a cabeza. Estaba prohibido ver a un lobo en su forma humana sin su expresa autorización, ¡ni qué hablar de verlos transformarse! Tea había insinuado que eso se castigaba con la muerte. Intentaba enjugar mis lágrimas cuando lo oí sumergirse en el estanque.
Mantuve la cabeza gacha y la mano sobre mis ojos, el corazón latiéndome en la garganta y mi pecho ardiendo de puro terror. Sin dudas olería mi miedo. No tardaría en descubrirme. Que al menos no me hallara espiándolo.
Los minutos pasaron y no ocurrió nada. Oí al hombre nadar en el estanque, y luego el rumor de la cascada cambió. La curiosidad pudo más que el miedo y atisbé entre las ramas del arbusto.
Estaba de pie directamente bajo la cascada, con el agua a las caderas. Me daba la espalda, que bajaba como un triángulo desde los anchos hombros a la cintura esbelta, los brazos musculosos flexionados mientras se frotaba la cara y la corta cabellera oscura, indiferente a la fuerza con que la cascada caía sobre él.
Lo contemplé boquiabierta. No tanto porque estuviera desnudo, sino porque era el cuerpo más fuerte, más sano, más hermoso que viera jamás. Su piel era casi tan pálida como la mía, y en la penumbra de la noche parecía tersa como la seda. Entonces el primer rayo de luna tocó las copas de los árboles y la cima del barranco. Y mi sangre impura permitió que mis ojos percibieran más detalles, no sólo de mi entorno, sino del hombre frente a mí, a escasos veinte metros.
Mi corazón pareció detenerse en mi pecho al descubrir el tatuaje apenas visible, como si hubiera sido hecho en tinta plateada, que le cubría la espalda: una cruz de extremos ornamentados superpuesta a un cuarto creciente.
Sofoqué un gemido. Tea me había hablado de esa marca.
Aquél no era cualquier hombre, cualquier lobo: era el Alfa.
Ésta era mi mala estrella en su máxima expresión. Tenía que toparme con el lobo más poderoso y temido del Valle, ante quien hasta los inmortales retrocedían.
Luché por contener las lágrimas, lamentando mi suerte sin darme cuenta que seguía observándolo, como si pidiera a gritos que me descubriera y me matara en el acto. Se había apartado de la cascada para volver a nadar por el estanque. Agaché la cabeza una vez más al verlo encaramarse a la orilla para salir del agua. Cerré los ojos con fuerza, segura de que sentiría sus filosos dientes cerrarse en torno a mi cuello de un momento a otro.Desde que su padre muriera en batalla dos años atrás, había asumido el liderazgo de la manada con puño de hierro. Se decía que era joven e impetuoso, huraño, y que lo único que contenía su temperamento irascible era su madre, la reina Luna, porque no tenía compañera ni se preocupaba por buscarla. Se decía que en la guerra era violento y temerario. Bajo ninguna circunstancia toleraba la menor desobediencia, ni de sus hermanos ni de sus súbditos humanos, y no vacilaba en aplicar castigos ejemplares a cualquiera que desafiara su autoridad o intentara burlar
Llegar a casa de Tea me llevó una eternidad, porque la pierna me dolía tanto que tenía que detenerme cada pocos pasos a descansar. Al menos los niños ya no custodiaban la entrada al pueblo.El camino más corto me llevaba cerca del taller de herrería de mi padre, en el frente de la casa que compartía con su esposa y mis hermanastros. Había un perro echado ante la puerta cerrada, que me olió y ladró enloquecido.Me oculté en el callejón y me asomé a la esquina para espiar. Reconocí el enorme perro pastor de Van, y un momento después vi que el muchacho y mi hermanastra mayor, Lirio, salían apresurados del taller. Se despidieron con un beso apresurado y el muchacho se alejó a todo correr con su perro, mientras Lirio rodeaba el taller hacia la casa con sigilo.Lirio era una de las muchachas más hermosas del pueblo, y le ganaba a todas en vanidosa. Siempre alardeaba de que sería elegida para ir al castillo, y ya había rechazado varias propuestas de matrimonio, convencida de que el mismísimo
No tenía más alternativa que obedecer, aunque tuve la precaución de omitir la parte de haber visto al Alfa transformarse y bañarse desnudo. Sabía que si llegaba a enterarse de eso, me mataría como el lobo no había hecho.Creo que lo único que me salvó de su castigo fue que todavía estaba hecha un desastre. Y no tardé en empeorar. Al parecer, mi pierna no era lo único que me había arruinado en mi aventura nocturna. Las frías aguas del estanque, y las horas que pasara sin quitarme mis ropas empapadas, afectaron mi pecho. Pasé esa noche volando de fiebre, y en la mañana tosía y me costaba respirar.Perdí la cuenta de los días que pasé tendida en el jergón frente al fuego, tragando a regañadientes los caldos pestilentes de Tea, temblando, ahogándome, gimiendo cada vez que intentaba cambiar de posición, porque el pecho y la pierna parecían quemarme.Al fin, tras semanas de esfuerzos vanos por curarme, Tea obligó a sus articulaciones reumáticas a agacharse frente a mí. Yo no estaba realment
La plaza del pueblo estaba rodeada por un círculo de antorchas que humeaban en la noche invernal. A nadie le importaba el frío seco, pertinaz, que escarchaba la gruesa capa de nieve sobre las calles y el suelo empedrado en torno al pozo. Todos en el pueblo, yo incluida, nos habíamos echado encima cuanto abrigo teníamos para ir a la ceremonia.Una vez al año, dos noches antes del plenilunio de la Luna del Lobo, todas las muchachas solteras del pueblo que tuvieran entre diecisiete y veinte años se alineaban frente al pozo, vistiendo sus mejores galas. Entonces, varios lobos en su forma humana se presentaban para elegir a las tres afortunadas que dejarían el pueblo para mudarse al otro extremo del Valle.Si eras elegida como compañera de un lobo, te quedabas con ellos en su castillo, a pasar una vida de comodidades y felicidad a cambio de darle a tu compañero un par de hijos. Un destino envidiable, considerando que las alternativas eran pasar el resto de tu vida en la aldea, o probar sue
Intenté avanzar entre las rocas a los tumbos, tropezando y resbalando, la lluvia mezclándose con mis lágrimas. Aun allí, en medio del bosque, el follaje no me protegía de las pesadas gotas. Mi pesado vestido de lana entorpecía mis movimientos, pegándose a mi cuerpo, mojado y frío.Pensé en el hermoso vestido de lino blanco que me obsequiara Lirio, para lo que se suponía que fuera el mejor día de mi vida. No había terminado de secarse para la hora en que debía presentarme en el claro, de modo que había acabado usando mi único vestido de invierno. Al menos las malditas de Aurora y Selene no habían podido arruinarlo, como acababan de arruinarme la vida a mí.Apenas quedara sola con ellas, esperando a los lobos bajo la ligera lluvia helada, me arrastraron hacia el bosque, me arrancaron el manto y me empujaron dentro de una estrecha cañada, que en esa época del año sólo contenía varios centímetros de lodo, en el que caí sentada. Sólo atiné a encogerme en el barro, cubriéndome como podía de
Sus últimas palabras me desconcertaron, y me mantuve quieta y silenciosa, oyéndolo moverse. Si mis oídos no me engañaban, se desnudó antes de dejar la cueva. Entonces me alcanzó una especie de estertor muy quedo, y pronto oí el rumor de cuatro patas que se alejaban a largos saltos sobre piedra. Aguardé hasta cerciorarme de que no podía hallar rastros de su proximidad. Empujé la tira de tela hacia arriba con mis manos vendadas, y precisé un momento para que mis ojos se adaptaran al brillo que llenaba la cueva. Afuera era pleno día. Me arranqué las vendas de las manos con los dientes. Al mirar las palmas de mis manos, las hallé cubiertas de cortes, magulladas y un poco inflamadas. Sólo entonces paseé la vista por el lugar al que el lobo me trajera. Era una cueva espaciosa, del tamaño de la cocina de Tea, con el piso de tierra, limpio del musgo que cubría algunos sectores de las paredes, que se estrechaban hacia la entrada, una alta grieta vertical de sólo un metro de ancho. Al otro la
Cuando reaccioné, seguía arrodillada sobre el suelo de la cueva. Un par de brazos fuertes me rodeaban y mi mejilla se apoyaba en una tela suave, bajo la cual un corazón latía a un ritmo lento y regular. Me enderecé bruscamente, buscando a tientas los pliegues del corpiño para cerrarlos avergonzada. El lobo guió mi mano a tomar un cuenco de agua.—Gracias, mi señor —resollé luego de vaciarlo.—Necesitas recostarte —susurró con una suavidad inesperada—. Porque aún hueles a plata.Me ayudó a incorporarme y dar los pocos pasos que me separaban del jergón.—Veamos qué otra sorpresa nos preparó tu hermana —murmuró haciendo que me recostara—. No te muevas.Acomodó mis piernas extendidas, me quitó las botas y cubrió mis pies con la manta, como para evitar que tomara frío.
Mi corazón se detuvo de terror cuando abrí los ojos y los encontré descubiertos. Me los tapé instintivamente y exploré los olores de lo que me rodeaba. No había rastros del lobo.—¿Mi señor? —tenté.No recibí ninguna respuesta y al fin me animé a lanzar una mirada alrededor. Estaba sola en la cueva.Descubrí el vestido de Lirio caído junto a la leña. Me lo puse y un escalofrío corrió por mi espalda al atar las cintas del escote.Me negué rotundamente a perder el día como el anterior. Quedaba poca agua en las cubetas, de modo que decidí aventurarme al exterior.La cueva se abría hacia el este, a una estrecha cornisa sobre un acantilado de al menos diez metros. Me asomé un poco para ver el bosque y lo que hubiera allá abajo, pero no reconocí el lugar. Me hallaba en una pared de ro