No tenía más alternativa que obedecer, aunque tuve la precaución de omitir la parte de haber visto al Alfa transformarse y bañarse desnudo. Sabía que si llegaba a enterarse de eso, me mataría como el lobo no había hecho.
Creo que lo único que me salvó de su castigo fue que todavía estaba hecha un desastre. Y no tardé en empeorar. Al parecer, mi pierna no era lo único que me había arruinado en mi aventura nocturna. Las frías aguas del estanque, y las horas que pasara sin quitarme mis ropas empapadas, afectaron mi pecho. Pasé esa noche volando de fiebre, y en la mañana tosía y me costaba respirar.
Perdí la cuenta de los días que pasé tendida en el jergón frente al fuego, tragando a regañadientes los caldos pestilentes de Tea, temblando, ahogándome, gimiendo cada vez que intentaba cambiar de posición, porque el pecho y la pierna parecían quemarme.
Al fin, tras semanas de esfuerzos vanos por curarme, Tea obligó a sus articulaciones reumáticas a agacharse frente a mí. Yo no estaba realmente consciente, perdida en ese duermevela de fiebre que parecía llenarme la cabeza de nubes calientes. A pesar de todo, la forma en que me acarició la frente y el cabello alcanzó para preocuparme. Debía estar a las puertas de la muerte para que Tea se permitiera semejante muestra de afecto.
—Escúchame, Risa —susurró—. Necesito salir. Tomarás un té que te hará dormir, y no despertarás hasta que yo esté de regreso.
Traté de asentir, ignoro si lo logré.
Y un momento después era de día, la fiebre había pasado, podía respirar sin inconvenientes y mi pierna parecía lista para correr una carrera cuesta arriba. Me senté en el jergón y sentí el leve peso de una delicada cadenilla en torno a mi cuello, de la que colgaba un dije liviano y frío. Lo alcé agachando la cabeza con curiosidad, pero no alcanzaba a verlo bien, de modo que aparté el desastre que era mi pelo para quitarme la gargantilla y estudiarla a gusto.
—¿Risa? —graznó Tea acercándose—. ¡Aguarda! ¡No te lo quites!
Volví a tomar el dije frunciendo el ceño y lo inspeccioné con mis dedos. Era una piedra tallada en forma de cuarto creciente.
—¿Qué piedra es?
—Adularia —respondió en tono casual, pasando a mi lado para colgar un caldero con agua sobre el fuego.
—¿Piedra lunar? —exclamé sorprendida.
Tea se encogió de hombros, enfrentándome al fin con una mueca.
—Te me morías, muchacha. Nada funcionaba contigo. De modo que le pedí ayuda a la sanadora de la manada.
El asombro me abrió los ojos como platos, y tardé un momento en recuperar el habla.
—¿Y me pusiste una gema de lobos? ¿Acaso querías matarme? ¿O te olvidas que tengo la sangre sucia?
Tea me revolvió el pelo con una risita burlona. —Funcionó, ¿no? Ya estabas con un pie en el otro mundo, así que no perdía nada con intentarlo. Te traeré algo de ropa mientras se calienta el agua para que te asees. ¡Apestas!
Me levanté todavía rezongando por lo bajo. Y la sorpresa me inmovilizó una vez más cuando miré hacia afuera por la ventana.
—¡Está…! —musité, y al fin encontré mi voz—. ¡Está todo nevado! ¿Qué día es hoy? ¿Cuánto tiempo pasé enferma?
—Cinco de enero —respondió Tea como si tal cosa.
—¿¡Qué!? ¿Pasé dos meses desvariando?
Se me acercó y me lanzó un atado de ropa a la cara. —Y por qué crees que me arriesgué a usar medicinas de lobo contigo.
Miré hacia atrás por encima de mi hombro, al paisaje invernal sumido en el silencio irreal de la nieve. ¡Cinco de enero!
—La Luna del Lobo —susurré sobresaltada—. ¡La Luna del Lobo es en dos días!
—Al menos la fiebre no te hizo olvidar el calendario. Por cierto, feliz cumpleaños.
La enfrenté confundida y Tea revoleó los ojos riendo.
—Hoy cumples dieciséis, ¿no? Báñate y vístete. Debes prepararte para la ceremonia de esta noche.
—¿Para qué? Ni que fuera a participar.
—Que no participes no significa que no asistas. Iremos juntas, a cerciorarnos de que nos libramos de la engreída de tu hermanastra.
Su respuesta me hizo reír, y su sonrisa se sumó a las sorpresas de mi despertar.
—Si tenemos suerte, se la llevaran junto con sus dos amiguitas, y tu vida será un poco menos difícil.
Asentí encogiéndome de hombros y busqué la cubeta grande, para no derramar agua en el suelo al asearme. Sí, tenía razón, mi querida hermana Lirio y sus dos amigas incondicionales eran la principal fuente de agresiones y calumnias sobre mí. Tal vez Tea estaba en lo cierto, y después que ellas se mudaran al castillo, andando el tiempo, los más viejos morirían, y los más jóvenes se olvidarían de mirarme con desprecio y evitarme a toda costa.
Tea intentó arreglar el desastre que era mi cabellera, hasta que me harté de los tirones.
—Ya —gruñí con el cuero cabelludo dolorido—. Deja de perder tiempo y córtalo.
Tea se inclinó para observarme con mirada crítica. —No es mala idea. Corto será más fácil de ocultar. Voy por las tijeras.
La dejé hacer jugueteando con el dije en forma de luna creciente, mirando sin ver la danza hipnótica del fuego en el hogar.
—El lobo que te visitó el otro día… —comenté.
—Dirás hace dos meses —me corrigió, dando cuenta de mi cabellera con tijeretazos enérgicos. Mi cabello era lacio y sedoso, y de haber sido de otro color, hubiera lamentado que me lo cortara.
—Cierto, dos meses. ¿Era el Alfa?
Tea interrumpió la poda y se inclinó para observarme ceñuda.
—¿Qué tendría que hacer el señor del Valle viniendo a preguntar precisamente por ti? Como si no tuviera cosas más importantes que hacer.
¿Porque fue él quien me salvó del león? Me encogí de hombros.
—Habló del bosque llamándolo “mío”.
Tea volvió a usar las tijeras con una risita burlona. —Eso no quiere decir nada. Todos los lobos consideran suyos el bosque y el Valle. Porque así es, les pertenece. Y nosotros también. Estaríamos todos muertos si no nos hubieran salvado de los inmortales.
La plaza del pueblo estaba rodeada por un círculo de antorchas que humeaban en la noche invernal. A nadie le importaba el frío seco, pertinaz, que escarchaba la gruesa capa de nieve sobre las calles y el suelo empedrado en torno al pozo. Todos en el pueblo, yo incluida, nos habíamos echado encima cuanto abrigo teníamos para ir a la ceremonia.Una vez al año, dos noches antes del plenilunio de la Luna del Lobo, todas las muchachas solteras del pueblo que tuvieran entre diecisiete y veinte años se alineaban frente al pozo, vistiendo sus mejores galas. Entonces, varios lobos en su forma humana se presentaban para elegir a las tres afortunadas que dejarían el pueblo para mudarse al otro extremo del Valle.Si eras elegida como compañera de un lobo, te quedabas con ellos en su castillo, a pasar una vida de comodidades y felicidad a cambio de darle a tu compañero un par de hijos. Un destino envidiable, considerando que las alternativas eran pasar el resto de tu vida en la aldea, o probar sue
Intenté avanzar entre las rocas a los tumbos, tropezando y resbalando, la lluvia mezclándose con mis lágrimas. Aun allí, en medio del bosque, el follaje no me protegía de las pesadas gotas. Mi pesado vestido de lana entorpecía mis movimientos, pegándose a mi cuerpo, mojado y frío.Pensé en el hermoso vestido de lino blanco que me obsequiara Lirio, para lo que se suponía que fuera el mejor día de mi vida. No había terminado de secarse para la hora en que debía presentarme en el claro, de modo que había acabado usando mi único vestido de invierno. Al menos las malditas de Aurora y Selene no habían podido arruinarlo, como acababan de arruinarme la vida a mí.Apenas quedara sola con ellas, esperando a los lobos bajo la ligera lluvia helada, me arrastraron hacia el bosque, me arrancaron el manto y me empujaron dentro de una estrecha cañada, que en esa época del año sólo contenía varios centímetros de lodo, en el que caí sentada. Sólo atiné a encogerme en el barro, cubriéndome como podía de
Sus últimas palabras me desconcertaron, y me mantuve quieta y silenciosa, oyéndolo moverse. Si mis oídos no me engañaban, se desnudó antes de dejar la cueva. Entonces me alcanzó una especie de estertor muy quedo, y pronto oí el rumor de cuatro patas que se alejaban a largos saltos sobre piedra. Aguardé hasta cerciorarme de que no podía hallar rastros de su proximidad. Empujé la tira de tela hacia arriba con mis manos vendadas, y precisé un momento para que mis ojos se adaptaran al brillo que llenaba la cueva. Afuera era pleno día. Me arranqué las vendas de las manos con los dientes. Al mirar las palmas de mis manos, las hallé cubiertas de cortes, magulladas y un poco inflamadas. Sólo entonces paseé la vista por el lugar al que el lobo me trajera. Era una cueva espaciosa, del tamaño de la cocina de Tea, con el piso de tierra, limpio del musgo que cubría algunos sectores de las paredes, que se estrechaban hacia la entrada, una alta grieta vertical de sólo un metro de ancho. Al otro la
Cuando reaccioné, seguía arrodillada sobre el suelo de la cueva. Un par de brazos fuertes me rodeaban y mi mejilla se apoyaba en una tela suave, bajo la cual un corazón latía a un ritmo lento y regular. Me enderecé bruscamente, buscando a tientas los pliegues del corpiño para cerrarlos avergonzada. El lobo guió mi mano a tomar un cuenco de agua.—Gracias, mi señor —resollé luego de vaciarlo.—Necesitas recostarte —susurró con una suavidad inesperada—. Porque aún hueles a plata.Me ayudó a incorporarme y dar los pocos pasos que me separaban del jergón.—Veamos qué otra sorpresa nos preparó tu hermana —murmuró haciendo que me recostara—. No te muevas.Acomodó mis piernas extendidas, me quitó las botas y cubrió mis pies con la manta, como para evitar que tomara frío.
Mi corazón se detuvo de terror cuando abrí los ojos y los encontré descubiertos. Me los tapé instintivamente y exploré los olores de lo que me rodeaba. No había rastros del lobo.—¿Mi señor? —tenté.No recibí ninguna respuesta y al fin me animé a lanzar una mirada alrededor. Estaba sola en la cueva.Descubrí el vestido de Lirio caído junto a la leña. Me lo puse y un escalofrío corrió por mi espalda al atar las cintas del escote.Me negué rotundamente a perder el día como el anterior. Quedaba poca agua en las cubetas, de modo que decidí aventurarme al exterior.La cueva se abría hacia el este, a una estrecha cornisa sobre un acantilado de al menos diez metros. Me asomé un poco para ver el bosque y lo que hubiera allá abajo, pero no reconocí el lugar. Me hallaba en una pared de ro
Me lavaba como acariciándome, y sentirlo resultaba tan mágico como enervante.Cuando terminó, sus manos desnudas reemplazaron el paño y corrieron por mi piel hacia arriba a cubrir mi pecho otra vez. Primero su nariz, y luego sus labios, navegaron en torno a mi ombligo antes de subir también. Sentí su aliento entrecortado cuando sus pulgares se movieron en círculos, arrancándome una queja ahogada que distaba de ser una queja.De pronto mi piel bajo sus pulgares parecía arder, provocando una estampida en mi corazón y lanzando ramalazos como de chispas hacia mi vientre. Me faltaba el aire, mi pecho se alzaba contra sus manos sin que pudiera evitarlo. Mi cabeza se inclinó hacia atrás y sus labios parecieron caer sobre mi cuello un momento después. El rastro húmedo de su lengua me hizo volver a gemir.Me levantó en sus brazos como si fuera una brizna de hierba par
Doblé su ropa sintiéndome una imbécil. Una semana sin insultos ni apedreos no cambiaban quién era.El rumor de guijarros cayendo de la cornisa hizo que mi corazón batiera como un tambor en mis oídos. Un momento después, el gran lobo negro apareció en la entrada de la cueva.—Mi señor —murmuré.Me adelanté apresurada para arrodillarme a mitad de camino entre el fuego y la entrada, la cabeza gacha. Desaté la cinta en torno a mi muñeca, me vendé los ojos y crucé las manos en mi regazo, inmovilizándome.Lo oí acercarse a paso lento, cauteloso, y olfatear el aire frente a mi cara. Luego se adentró en la caverna a mis espaldas. Me cubrí los oídos e intenté respirar hondo, para serenarme un poco y controlar la alegría tonta que sentía.Tocó mi hombro un instante después.
Resultaba extraño sentirme tan a gusto y protegida. Permanecimos así un largo rato, completamente inmóviles y silenciosos. Cerré los ojos tras la venda, soñolienta. Su respiración era tan pausada y regular que tal vez se hubiera adormecido. La forma en que se estremeció poco después, retrepándose en el taburete, lo confirmó.—Viene tormenta —murmuró besando mi frente—. Dejaré la entrada protegida. Recoge cuanta leña puedas y renueva el agua.Me ayudó a incorporarme y se alejó hacia el fondo de la cueva.—¿Puedo vestirme, mi señor?—Por supuesto.Me respondió a un volumen casi normal. Una voz grave, muy masculina, pero con una calidez que me hizo respirar hondo.—¿Qué ocurre?Me encogí de hombros. Un dedo apareció de la nada a alzar mi barbilla.