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Doblé su ropa sintiéndome una imbécil. Una semana sin insultos ni apedreos no cambiaban quién era.

El rumor de guijarros cayendo de la cornisa hizo que mi corazón batiera como un tambor en mis oídos. Un momento después, el gran lobo negro apareció en la entrada de la cueva.

—Mi señor —murmuré.

Me adelanté apresurada para arrodillarme a mitad de camino entre el fuego y la entrada, la cabeza gacha. Desaté la cinta en torno a mi muñeca, me vendé los ojos y crucé las manos en mi regazo, inmovilizándome.

Lo oí acercarse a paso lento, cauteloso, y olfatear el aire frente a mi cara. Luego se adentró en la caverna a mis espaldas. Me cubrí los oídos e intenté respirar hondo, para serenarme un poco y controlar la alegría tonta que sentía.

Tocó mi hombro un instante después.

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