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—Cambiaré antes que despiertes, para que no tengas que pasar el día con los ojos vendados.

Su susurro en mi oído pareció abrir mis ojos. Estaban descubiertos. El lobo estaba echado junto al fuego, su cabeza descansando en el jergón muy cerca de la mía. La irguió apenas me moví. Encontré sus ojos dorados y sonreí, descansando una mano sobre la sábana junto a mi cara. Me sorprendió que empujara mi mano con su trufa. Y cuando la alcé apenas, creyendo que quería que la apartara, deslizó el hocico bajo mis dedos.

—¿Qué necesitas, mi señor?

Volvió a frotarse contra mi mano y mis dedos resbalaron por su pelambre azabache hasta sus orejas. La forma en que inclinó la cabeza para seguir mi mano me arrancó una exclamación sofocada. Antes que pudiera darme cuenta de lo que hacía, acariciaba su hocico y s

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