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Entregarme a sus caricias así, exhausta tras permitirle jugar conmigo a su antojo, aún ebria de miel y madreselva, todas mis emociones y sensaciones a flor de piel, era placer en sí mismo. Un placer que sólo seguía incrementándose cada vez que estábamos juntos, y del que mi cuerpo parecía incapaz de saciarse.

Descansé mi espalda contra su pecho y se me escapó un suspiro entrecortado al sentir que sus dedos resbalaban más allá de mi ombligo. Sentí la punzada en mi vientre como si acabáramos de reencontrarnos hacía un momento, no tres días atrás. Intenté tenderme de espaldas y hacerle lugar entre mis piernas, pero apartó su mano de mi cuerpo. Mi gruñido lo hizo soltar uno de sus siseos divertidos.

Sujetó mi mano para guiarla a su ingle y regresó sus dedos a mi entrepierna, donde se movieron en círculos hasta hace

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