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Crucé la habitación en dos pasos para saltar sobre la cama y echarle el brazo sano al cuello riendo y llorando, pegada a su costado y aferrada a él como si fuera a desaparecer. El lobo frotó su cara contra mi mejilla, la cola golpeando la cama, dejándome hundir la nariz en su pelambre lustrosa.

Cuando fui capaz de apartarme de él, sonriendo entre lágrimas, desaté con torpeza la cinta negra que me trajera Brenan, y que desde entonces llevaba anudada en torno a la muñeca de mi brazo lesionado. Me lamió la cara con ímpetu.

—No puedo atármela sola, mi señor. Te daré la espalda y la sostendré ante mis ojos para que tú lo hagas.

Lo hice sintiendo que el pecho me estallaría de felicidad. El corazón me latía con tanta fuerza que me zumbaban los oídos y no lo escuché transformarse. Me estremecí de pies a cabeza cu

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