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Tilda casi tuvo que darme de comer en la boca durante el almuerzo, porque mi única mano disponible dolía cuando la cerraba, de modo que me costaba sostener la cuchara sin que se me cayera y se volcara a mitad de camino.

Viendo lo frustrada y dolorida que estaba, preparó varios saquitos con valeriana molida y ralladuras de corteza de sauce, e insistió en acompañarme a mi habitación. La expresión con la que se detuvo en el umbral, mirando alrededor, me hizo disculparme.

Todo estaba tal como lo había dejado: las mantas apenas estiradas sobre la cama, la bandeja con los restos de la cena en la mesa. Al menos había recordado abrir la ventana para ventilar y que la habitación no oliera tanto a él.

—Lo siento. Planeaba limpiar después del almuerzo.

—No te corresponde —gruñó, cruzando la habitación—. Ven, siéntate.

Apenas

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