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La semana siguiente fue como un oasis en mi tumultuosa llegada al castillo. Me curé de la intoxicación, los cortes de mi brazo y mi cara terminaron de sanar sin complicaciones, y mi otro brazo parecía casi listo para prescindir de las varillas. Pasaba las mañanas con las sanadoras, las tardes con Aine y las noches con el lobo. Por primera vez no echaba de menos la tranquilidad de la cueva, y comenzaba a sentir que la vida en el castillo tal vez no resultara tan mala como temiera en los primeros días.

Fue durante esas jornadas tranquilas que Tilda advirtió que me había hecho la idea errónea de que las mujeres de servicio eran poco menos que explotadas por los lobos, y se tomó el trabajo de explicarme cómo estaban organizadas. Vivían en Iria, que significa tierra fértil, un pintoresco pueblito tres kilómetros al sur del castillo, en casas que compartían entre tres o cuatro

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