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Las lágrimas de rabia, de impotencia, de espanto, desbordaron mis ojos antes que terminara de hablar. Los cerré con los dientes apretados, obligándome a seguir respirando hondo, al menos hasta que superara el ardor en el estómago y los escalofríos que me estremecían de pies a cabeza.

Oí que la reina se revolvía en su silla. Lo último que esperaba era que me tomara una mano entre las suyas y me acariciara la mejilla con ternura.

—Tienes razón —susurró conmovida—. Ya lo creo que tienes razón. ¿Qué necesitas, pequeña? ¿Cómo puedo ayudarte?

Intenté enjugar mis lágrimas encogiéndome de hombros.

—No lo sé, Majestad. A menos que tengas una fórmula mágica para borrar los recuerdos, imagino que sólo puedo dejar que pase el tiempo, y rezar para que mitigue el miedo y la repulsión que me acosan desde esa mañana.

Se echó un poco hacia atrás en su asiento, el ceño fruncido.

—¿Miedo? ¿Repulsión? —repitió en un hilo de voz.

—Lo lamento tanto,

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