Luché por contener las lágrimas, lamentando mi suerte sin darme cuenta que seguía observándolo, como si pidiera a gritos que me descubriera y me matara en el acto. Se había apartado de la cascada para volver a nadar por el estanque. Agaché la cabeza una vez más al verlo encaramarse a la orilla para salir del agua. Cerré los ojos con fuerza, segura de que sentiría sus filosos dientes cerrarse en torno a mi cuello de un momento a otro.
Desde que su padre muriera en batalla dos años atrás, había asumido el liderazgo de la manada con puño de hierro. Se decía que era joven e impetuoso, huraño, y que lo único que contenía su temperamento irascible era su madre, la reina Luna, porque no tenía compañera ni se preocupaba por buscarla. Se decía que en la guerra era violento y temerario. Bajo ninguna circunstancia toleraba la menor desobediencia, ni de sus hermanos ni de sus súbditos humanos, y no vacilaba en aplicar castigos ejemplares a cualquiera que desafiara su autoridad o intentara burlar las estrictas leyes seculares que regían a la manada.
Para mi gran sorpresa, lo oí recuperar su forma animal y lo escuché alejarse por la huella. Aguardé a que sus pasos se perdieran bajo los árboles. Sólo entonces me atreví a alzar la vista y espiar el estanque. Ni rastros del Alfa. Me erguí un poco, confundida. No lo oía ni lo olía. ¿En verdad se había marchado sin advertir mi presencia? Dejé pasar varios minutos eternos para asegurarme y recuperar tanta calma como pudiera.
Cuando me convencí que estaba sola salí con cautela de mi escondite, todavía agitada. Sabía que tenía que largarme de inmediato. No podía arriesgarme a que otro lobo me descubriera allí. La salvia de Tea no me preocupaba. Ya le recogería tres cestas al día siguiente. Pero no podía regresar sin mis botas. Mi padre me las había regalado sólo el invierno anterior. Si regresaba sin ellas, además de azotarme, me haría pasar el invierno en sandalias.
Me recogí el vestido en torno a la cintura y me deslicé en el agua fría del estanque. Si me duraba la buena suerte, las malhadadas botas habrían quedado atrapadas entre las rocas y raíces de la orilla, y la corriente no las habría arrastrado río abajo.
Busqué y rebusqué hasta mis dedos tropezaron con las correas de cuero enredadas en una raíz. Moví las manos alrededor y comprobé que las dos botas estaban allí, retenidas por las raíces, flotando a merced de la corriente.
La primera fue fácil de liberar, y la arrojé a la orilla antes de recuperar la otra. Por supuesto que la segunda bota tenía las correas perforadas por una raíz, y se resistía a soltarse. Porque nada puede terminar de salirme bien.
Forcejeaba, rezongando para mis adentros, cuando un gruñido a mis espaldas me provocó una avalancha de escalofríos. Volví la cabeza con lentitud, aterrorizada. Ése no era un lobo: era un león de la montaña. Vi el pálido destello de la luz de la luna en los ojos de la bestia. Estaba encaramada en una rama baja que se tendía sobre el agua desde la orilla opuesta.
Me abalancé hacia la orilla sin soltar la bota, que se liberó con el brusco tirón que le di. Atisbé hacia atrás mientras trepaba apresurada. El león se había agazapado, las orejas agachadas, y soltó un gruñido amenazante.
Apenas había hecho pie en la hierba cuando el crujido a mis espaldas me hizo volverme. El espanto me paralizó, y vi con ojos alucinados el arco que el gran felino describía en el aire, las garras delanteras tendidas para caer sobre mí.
Entonces todo pareció suceder al mismo tiempo. Oí un gruñido profundo y gutural a mis espaldas y algo me golpeó con violencia, empujándome hacia adelante al mismo tiempo que el león alcanzaba la orilla.
Caí de cara al agua y me hundí, la falda de mi vestido acampanándose alrededor de mi cabeza, entorpeciendo el movimiento de mis brazos. De alguna manera logré levantarme y me alcé boqueando por aire. Para ver atónita que un lobo había atrapado al león por el cuello y lo sacudía de un lado al otro, indiferente a los zarpazos desesperados que le lanzaba el predador. Hasta que el cuello del león se rompió con un chasquido horrible.
El lobo apretó las mandíbulas, sin soltar el cuerpo inerte de la bestia, cuya clara pelambre se cubría de sangre. De pronto volteó la cabeza hacia mí, lanzó el cuerpo del león contra un árbol, y me enfrentó con un largo gruñido.
Incliné la cabeza, cubriéndome la cara sin poder contener las lágrimas. Lo que menos me importaba era que la m*****a falda de mi vestido todavía me cubría el pelo y la espalda.
El lobo volvió a gruñir. Me arriesgué a mirar en su dirección. Ignoraba si se trataba del Alfa. Era del mismo tamaño, gigantesco, pero su pelambre parecía más oscura. Deseé con todas mis fuerzas que no se tratara de él. Fuera quien fuera, retrocedió varios pasos de la orilla y se sentó sobre sus cuartos traseros. Cabeceó hacia abajo, ¿como llamándome?
No iba a desobedecer. Seguramente me haría saber si lo había entendido mal. Pero al dar el primer paso hacia él, mi tobillo lastimado pisó en falso sobre la roca resbalosa del fondo del estanque, volviendo a torcerse. El dolor me arrancó un gemido y el lobo se alzó a medias, adelantando la gran cabeza hacia mí.
Me mordí el labio y me obligué a renquear hasta la orilla. El lobo volvió a sentarse mientras yo trepaba trabajosamente. No me molesté por tratar de pararme. Caí de rodillas ante él, la cara contra la tierra.
—¡Perdón, mi señor! —exclamé con voz temblorosa—. ¡Todo esto es mi culpa!
Oí que el lobo se acercaba a mí y permanecí inmóvil, agitada, aguantando el dolor que trepaba por mi pierna desde mi estúpido tobillo. Lo sentí olfatearme y soltó otro gruñido gutural, hostil. Entonces, con una delicadeza que jamás hubiera esperado de esos dientes enormes y filosos, mordió apenas la falda de mi vestido y la apartó de mi cabeza, junto con mi chal.
Retrocedió bruscamente, con un gruñido continuo y amenazante. Comprendí que mi olor y el color de mi cabellera lo habían puesto en guardia. Temblando de pies a cabeza, sudando de puro terror, el corazón a punto de estallar, me erguí hasta sentarme en mis talones para enfrentarlo, dejándole ver mi cara y mis ojos. Separó las patas, las orejas hacia atrás y la pelambre erizada, la cabeza tendida hacia mí con el hocico fruncido, descubriendo los peligrosos colmillos.
Sabía lo que veía y olía en mí: la imagen misma de sus enemigos mortales.
Sin molestarme por enjugar mis lágrimas, obligué a mis manos temblorosas a soltar los broches del cuello de mi vestido. Lo abrí cuanto pude, cerré los ojos y eché la cabeza hacia atrás, ofreciéndole mi garganta en el único signo que se me ocurría para mostrarle que sabía que mi vida estaba a su merced.
El lobo siguió gruñendo un momento más. No me moví ni abrí los ojos. Entonces, para mi sorpresa, retrocedió y se alejó a grandes saltos para desaparecer en el bosque.
Llegar a casa de Tea me llevó una eternidad, porque la pierna me dolía tanto que tenía que detenerme cada pocos pasos a descansar. Al menos los niños ya no custodiaban la entrada al pueblo.El camino más corto me llevaba cerca del taller de herrería de mi padre, en el frente de la casa que compartía con su esposa y mis hermanastros. Había un perro echado ante la puerta cerrada, que me olió y ladró enloquecido.Me oculté en el callejón y me asomé a la esquina para espiar. Reconocí el enorme perro pastor de Van, y un momento después vi que el muchacho y mi hermanastra mayor, Lirio, salían apresurados del taller. Se despidieron con un beso apresurado y el muchacho se alejó a todo correr con su perro, mientras Lirio rodeaba el taller hacia la casa con sigilo.Lirio era una de las muchachas más hermosas del pueblo, y le ganaba a todas en vanidosa. Siempre alardeaba de que sería elegida para ir al castillo, y ya había rechazado varias propuestas de matrimonio, convencida de que el mismísimo
No tenía más alternativa que obedecer, aunque tuve la precaución de omitir la parte de haber visto al Alfa transformarse y bañarse desnudo. Sabía que si llegaba a enterarse de eso, me mataría como el lobo no había hecho.Creo que lo único que me salvó de su castigo fue que todavía estaba hecha un desastre. Y no tardé en empeorar. Al parecer, mi pierna no era lo único que me había arruinado en mi aventura nocturna. Las frías aguas del estanque, y las horas que pasara sin quitarme mis ropas empapadas, afectaron mi pecho. Pasé esa noche volando de fiebre, y en la mañana tosía y me costaba respirar.Perdí la cuenta de los días que pasé tendida en el jergón frente al fuego, tragando a regañadientes los caldos pestilentes de Tea, temblando, ahogándome, gimiendo cada vez que intentaba cambiar de posición, porque el pecho y la pierna parecían quemarme.Al fin, tras semanas de esfuerzos vanos por curarme, Tea obligó a sus articulaciones reumáticas a agacharse frente a mí. Yo no estaba realment
La plaza del pueblo estaba rodeada por un círculo de antorchas que humeaban en la noche invernal. A nadie le importaba el frío seco, pertinaz, que escarchaba la gruesa capa de nieve sobre las calles y el suelo empedrado en torno al pozo. Todos en el pueblo, yo incluida, nos habíamos echado encima cuanto abrigo teníamos para ir a la ceremonia.Una vez al año, dos noches antes del plenilunio de la Luna del Lobo, todas las muchachas solteras del pueblo que tuvieran entre diecisiete y veinte años se alineaban frente al pozo, vistiendo sus mejores galas. Entonces, varios lobos en su forma humana se presentaban para elegir a las tres afortunadas que dejarían el pueblo para mudarse al otro extremo del Valle.Si eras elegida como compañera de un lobo, te quedabas con ellos en su castillo, a pasar una vida de comodidades y felicidad a cambio de darle a tu compañero un par de hijos. Un destino envidiable, considerando que las alternativas eran pasar el resto de tu vida en la aldea, o probar sue
Intenté avanzar entre las rocas a los tumbos, tropezando y resbalando, la lluvia mezclándose con mis lágrimas. Aun allí, en medio del bosque, el follaje no me protegía de las pesadas gotas. Mi pesado vestido de lana entorpecía mis movimientos, pegándose a mi cuerpo, mojado y frío.Pensé en el hermoso vestido de lino blanco que me obsequiara Lirio, para lo que se suponía que fuera el mejor día de mi vida. No había terminado de secarse para la hora en que debía presentarme en el claro, de modo que había acabado usando mi único vestido de invierno. Al menos las malditas de Aurora y Selene no habían podido arruinarlo, como acababan de arruinarme la vida a mí.Apenas quedara sola con ellas, esperando a los lobos bajo la ligera lluvia helada, me arrastraron hacia el bosque, me arrancaron el manto y me empujaron dentro de una estrecha cañada, que en esa época del año sólo contenía varios centímetros de lodo, en el que caí sentada. Sólo atiné a encogerme en el barro, cubriéndome como podía de
Sus últimas palabras me desconcertaron, y me mantuve quieta y silenciosa, oyéndolo moverse. Si mis oídos no me engañaban, se desnudó antes de dejar la cueva. Entonces me alcanzó una especie de estertor muy quedo, y pronto oí el rumor de cuatro patas que se alejaban a largos saltos sobre piedra. Aguardé hasta cerciorarme de que no podía hallar rastros de su proximidad. Empujé la tira de tela hacia arriba con mis manos vendadas, y precisé un momento para que mis ojos se adaptaran al brillo que llenaba la cueva. Afuera era pleno día. Me arranqué las vendas de las manos con los dientes. Al mirar las palmas de mis manos, las hallé cubiertas de cortes, magulladas y un poco inflamadas. Sólo entonces paseé la vista por el lugar al que el lobo me trajera. Era una cueva espaciosa, del tamaño de la cocina de Tea, con el piso de tierra, limpio del musgo que cubría algunos sectores de las paredes, que se estrechaban hacia la entrada, una alta grieta vertical de sólo un metro de ancho. Al otro la
Cuando reaccioné, seguía arrodillada sobre el suelo de la cueva. Un par de brazos fuertes me rodeaban y mi mejilla se apoyaba en una tela suave, bajo la cual un corazón latía a un ritmo lento y regular. Me enderecé bruscamente, buscando a tientas los pliegues del corpiño para cerrarlos avergonzada. El lobo guió mi mano a tomar un cuenco de agua.—Gracias, mi señor —resollé luego de vaciarlo.—Necesitas recostarte —susurró con una suavidad inesperada—. Porque aún hueles a plata.Me ayudó a incorporarme y dar los pocos pasos que me separaban del jergón.—Veamos qué otra sorpresa nos preparó tu hermana —murmuró haciendo que me recostara—. No te muevas.Acomodó mis piernas extendidas, me quitó las botas y cubrió mis pies con la manta, como para evitar que tomara frío.
Mi corazón se detuvo de terror cuando abrí los ojos y los encontré descubiertos. Me los tapé instintivamente y exploré los olores de lo que me rodeaba. No había rastros del lobo.—¿Mi señor? —tenté.No recibí ninguna respuesta y al fin me animé a lanzar una mirada alrededor. Estaba sola en la cueva.Descubrí el vestido de Lirio caído junto a la leña. Me lo puse y un escalofrío corrió por mi espalda al atar las cintas del escote.Me negué rotundamente a perder el día como el anterior. Quedaba poca agua en las cubetas, de modo que decidí aventurarme al exterior.La cueva se abría hacia el este, a una estrecha cornisa sobre un acantilado de al menos diez metros. Me asomé un poco para ver el bosque y lo que hubiera allá abajo, pero no reconocí el lugar. Me hallaba en una pared de ro
Me lavaba como acariciándome, y sentirlo resultaba tan mágico como enervante.Cuando terminó, sus manos desnudas reemplazaron el paño y corrieron por mi piel hacia arriba a cubrir mi pecho otra vez. Primero su nariz, y luego sus labios, navegaron en torno a mi ombligo antes de subir también. Sentí su aliento entrecortado cuando sus pulgares se movieron en círculos, arrancándome una queja ahogada que distaba de ser una queja.De pronto mi piel bajo sus pulgares parecía arder, provocando una estampida en mi corazón y lanzando ramalazos como de chispas hacia mi vientre. Me faltaba el aire, mi pecho se alzaba contra sus manos sin que pudiera evitarlo. Mi cabeza se inclinó hacia atrás y sus labios parecieron caer sobre mi cuello un momento después. El rastro húmedo de su lengua me hizo volver a gemir.Me levantó en sus brazos como si fuera una brizna de hierba par