Cuando reaccioné, seguía arrodillada sobre el suelo de la cueva. Un par de brazos fuertes me rodeaban y mi mejilla se apoyaba en una tela suave, bajo la cual un corazón latía a un ritmo lento y regular. Me enderecé bruscamente, buscando a tientas los pliegues del corpiño para cerrarlos avergonzada. El lobo guió mi mano a tomar un cuenco de agua.
—Gracias, mi señor —resollé luego de vaciarlo.
—Necesitas recostarte —susurró con una suavidad inesperada—. Porque aún hueles a plata.
Me ayudó a incorporarme y dar los pocos pasos que me separaban del jergón.
—Veamos qué otra sorpresa nos preparó tu hermana —murmuró haciendo que me recostara—. No te muevas.
Acomodó mis piernas extendidas, me quitó las botas y cubrió mis pies con la manta, como para evitar que tomara frío.
Mi corazón se detuvo de terror cuando abrí los ojos y los encontré descubiertos. Me los tapé instintivamente y exploré los olores de lo que me rodeaba. No había rastros del lobo.—¿Mi señor? —tenté.No recibí ninguna respuesta y al fin me animé a lanzar una mirada alrededor. Estaba sola en la cueva.Descubrí el vestido de Lirio caído junto a la leña. Me lo puse y un escalofrío corrió por mi espalda al atar las cintas del escote.Me negué rotundamente a perder el día como el anterior. Quedaba poca agua en las cubetas, de modo que decidí aventurarme al exterior.La cueva se abría hacia el este, a una estrecha cornisa sobre un acantilado de al menos diez metros. Me asomé un poco para ver el bosque y lo que hubiera allá abajo, pero no reconocí el lugar. Me hallaba en una pared de ro
Me lavaba como acariciándome, y sentirlo resultaba tan mágico como enervante.Cuando terminó, sus manos desnudas reemplazaron el paño y corrieron por mi piel hacia arriba a cubrir mi pecho otra vez. Primero su nariz, y luego sus labios, navegaron en torno a mi ombligo antes de subir también. Sentí su aliento entrecortado cuando sus pulgares se movieron en círculos, arrancándome una queja ahogada que distaba de ser una queja.De pronto mi piel bajo sus pulgares parecía arder, provocando una estampida en mi corazón y lanzando ramalazos como de chispas hacia mi vientre. Me faltaba el aire, mi pecho se alzaba contra sus manos sin que pudiera evitarlo. Mi cabeza se inclinó hacia atrás y sus labios parecieron caer sobre mi cuello un momento después. El rastro húmedo de su lengua me hizo volver a gemir.Me levantó en sus brazos como si fuera una brizna de hierba par
Doblé su ropa sintiéndome una imbécil. Una semana sin insultos ni apedreos no cambiaban quién era.El rumor de guijarros cayendo de la cornisa hizo que mi corazón batiera como un tambor en mis oídos. Un momento después, el gran lobo negro apareció en la entrada de la cueva.—Mi señor —murmuré.Me adelanté apresurada para arrodillarme a mitad de camino entre el fuego y la entrada, la cabeza gacha. Desaté la cinta en torno a mi muñeca, me vendé los ojos y crucé las manos en mi regazo, inmovilizándome.Lo oí acercarse a paso lento, cauteloso, y olfatear el aire frente a mi cara. Luego se adentró en la caverna a mis espaldas. Me cubrí los oídos e intenté respirar hondo, para serenarme un poco y controlar la alegría tonta que sentía.Tocó mi hombro un instante después.
Resultaba extraño sentirme tan a gusto y protegida. Permanecimos así un largo rato, completamente inmóviles y silenciosos. Cerré los ojos tras la venda, soñolienta. Su respiración era tan pausada y regular que tal vez se hubiera adormecido. La forma en que se estremeció poco después, retrepándose en el taburete, lo confirmó.—Viene tormenta —murmuró besando mi frente—. Dejaré la entrada protegida. Recoge cuanta leña puedas y renueva el agua.Me ayudó a incorporarme y se alejó hacia el fondo de la cueva.—¿Puedo vestirme, mi señor?—Por supuesto.Me respondió a un volumen casi normal. Una voz grave, muy masculina, pero con una calidez que me hizo respirar hondo.—¿Qué ocurre?Me encogí de hombros. Un dedo apareció de la nada a alzar mi barbilla.
Fuego.Allí donde su piel tocaba la mía, mi cuerpo parecía en llamas.Mis piernas se separaron para hacerle lugar, estremeciéndome al sentir su lengua entre mis muslos. No le costó convertirme en un manojo de escalofríos y gemidos, provocándome un placer aún mayor que las noches anteriores. Algo que jamás hubiera creído posible.Al fin se retiró e hizo que mis piernas agarrotadas volvieran a extenderse. Mis pulmones todavía parecían de fuego cuando sentí que se echaba hacia atrás para sentarse en sus talones.Entonces lo percibí. Miel, jengibre, madreselva. Atiné a apoyarme en un codo, jadeante y temblorosa. Sólo olerlo pareció volverme loca. Adelanté la cabeza hasta que mis labios entreabiertos tocaron la piel tensa, ardiente. Se separaron para recibirlo en mi boca. Su gruñido jadeante fue como… ¿
Abrí los ojos a la cueva vacía y me sorprendió ver leña nueva en el fuego. ¿Tal vez el lobo acababa de irse, y era eso lo que me había despertado? Afuera seguía nevando, pero el viento había menguado.Me sentía descansada, llena de energía. Aparté las mantas y me apresuré a vestir el atuendo de cazador. Comí frutos secos mientras ordenaba la cueva. Me tomé un momento para inclinarme a oler la sábana del jergón antes de cubrirla con la manta y la piel de oso, disfrutando cada vestigio del lobo atrapado en la tela. Cuando no me quedó nada más por hacer, puse lo que quedaba de agua a calentar en el caldero y puse verduras a cocinar. Luego me envolví en mi manto y salí con las cubetas a recoger nieve.Se había acumulado contra las pieles de oso, y tuve que hundir los pies por encima de los tobillos. Llené las cubetas sin
—Lo que ese inmortal dejó en ti late en tu seno, en tu propia simiente —explicó contrariado—. El ardor doloroso que sentiste esa noche lo causó una simple gota de mi simiente en tu vientre. —Lo oí soltar otro gruñido rabioso—. Si te hubiera penetrado, mi simiente se habría mezclado con la tuya y habrías muerto sin remedio, envenenada por dentro.Se me llenaron los ojos de lágrimas tras la venda negra e incliné la cabeza apretando los dientes, tratando de controlarme. En verdad estaba maldita, mucho más de lo que jamás hubiera imaginado.El lobo advirtió mi agitación y tomó mis manos, guiándome a sentarme en el suelo entre sus piernas. Me rodeó con sus brazos, meciéndose como si me acunara, y besó mi sien.—No llores, mi pequeña. Escúchame hasta el final —susurró en mi oí
—Cambiaré antes que despiertes, para que no tengas que pasar el día con los ojos vendados.Su susurro en mi oído pareció abrir mis ojos. Estaban descubiertos. El lobo estaba echado junto al fuego, su cabeza descansando en el jergón muy cerca de la mía. La irguió apenas me moví. Encontré sus ojos dorados y sonreí, descansando una mano sobre la sábana junto a mi cara. Me sorprendió que empujara mi mano con su trufa. Y cuando la alcé apenas, creyendo que quería que la apartara, deslizó el hocico bajo mis dedos.—¿Qué necesitas, mi señor?Volvió a frotarse contra mi mano y mis dedos resbalaron por su pelambre azabache hasta sus orejas. La forma en que inclinó la cabeza para seguir mi mano me arrancó una exclamación sofocada. Antes que pudiera darme cuenta de lo que hacía, acariciaba su hocico y s