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Resultaba extraño sentirme tan a gusto y protegida. Permanecimos así un largo rato, completamente inmóviles y silenciosos. Cerré los ojos tras la venda, soñolienta. Su respiración era tan pausada y regular que tal vez se hubiera adormecido. La forma en que se estremeció poco después, retrepándose en el taburete, lo confirmó.

—Viene tormenta —murmuró besando mi frente—. Dejaré la entrada protegida. Recoge cuanta leña puedas y renueva el agua.

Me ayudó a incorporarme y se alejó hacia el fondo de la cueva.

—¿Puedo vestirme, mi señor?

—Por supuesto.

Me respondió a un volumen casi normal. Una voz grave, muy masculina, pero con una calidez que me hizo respirar hondo.

—¿Qué ocurre?

Me encogí de hombros. Un dedo apareció de la nada a alzar mi barbilla.

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