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Odiaba que se me llenaran los ojos de lágrimas a cada cosa que hacía o decía, pero no podía evitarlo. Hallé su pecho y apoyé en él mis manos. Sentir los latidos de su corazón era lo más tranquilizador que sintiera jamás. Me rodeó una vez más con sus brazos, dándome oportunidad de rehacerme, hasta que me obligué a alzar la cara hacia él.

—Si haces los primeros cortes con el cuchillo, yo puedo despellejarlo —dije.

Nunca había despellejado un conejo a ciegas, y me costó una buena dosis de tirones y gruñidos. Pero escucharlo reír por lo bajo de mis esfuerzos hizo que valiera la pena. Mientras yo luchaba con obstinación con el grueso pellejo, el lobo salió un momento acomodó el caldero entre las brasas, directamente bajo el espetón donde asó el conejo, para que el jugo y la grasa que goteaban le d

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