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—Lo que ese inmortal dejó en ti late en tu seno, en tu propia simiente —explicó contrariado—. El ardor doloroso que sentiste esa noche lo causó una simple gota de mi simiente en tu vientre. —Lo oí soltar otro gruñido rabioso—. Si te hubiera penetrado, mi simiente se habría mezclado con la tuya y habrías muerto sin remedio, envenenada por dentro.

Se me llenaron los ojos de lágrimas tras la venda negra e incliné la cabeza apretando los dientes, tratando de controlarme. En verdad estaba maldita, mucho más de lo que jamás hubiera imaginado.

El lobo advirtió mi agitación y tomó mis manos, guiándome a sentarme en el suelo entre sus piernas. Me rodeó con sus brazos, meciéndose como si me acunara, y besó mi sien.

—No llores, mi pequeña. Escúchame hasta el final —susurró en mi oí

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