Llegar a casa de Tea me llevó una eternidad, porque la pierna me dolía tanto que tenía que detenerme cada pocos pasos a descansar. Al menos los niños ya no custodiaban la entrada al pueblo.
El camino más corto me llevaba cerca del taller de herrería de mi padre, en el frente de la casa que compartía con su esposa y mis hermanastros. Había un perro echado ante la puerta cerrada, que me olió y ladró enloquecido.
Me oculté en el callejón y me asomé a la esquina para espiar. Reconocí el enorme perro pastor de Van, y un momento después vi que el muchacho y mi hermanastra mayor, Lirio, salían apresurados del taller. Se despidieron con un beso apresurado y el muchacho se alejó a todo correr con su perro, mientras Lirio rodeaba el taller hacia la casa con sigilo.
Lirio era una de las muchachas más hermosas del pueblo, y le ganaba a todas en vanidosa. Siempre alardeaba de que sería elegida para ir al castillo, y ya había rechazado varias propuestas de matrimonio, convencida de que el mismísimo Alfa la tomaría por compañera.
Acababa de cumplir los diecisiete, de modo que su Luna del Lobo sería este mismo invierno, en sólo dos meses. Entonces, ¿cómo era que se había liado con el simple hijo de un cazador? ¿Acaso ya no le interesaba convertirse en señora del Valle?
Tea me esperaba levantada, y apenas me vio entrar, se me vino encima como una furia, maldiciendo a voz en cuello, una mano en alto para abofetearme. Me encogí, tratando de hurtarle la cara, pero nunca llegó a tocarme. Me atreví a abrir un ojo para ver qué la había detenido.
Su cabello había encanecido bajo su estrafalario tocado de telas coloridas, pero sus ojillos oscuros aún brillaban como cuando yo era una niña. Me observaba con esa expresión preocupada que sólo mostraba antes de decretar que había que sacrificar un animal enfermo.
—¡Por Dios y la Virgen, muchacha! —exclamó, sujetándome un brazo—. ¿Qué te ha ocurrido? ¡Ven, ven!
Me hizo sentar en un taburete mientras se apresuraba a armar un jergón de paja frente al hogar, luego me hizo desvestirme y acostarme. Tuvo que cortar la bota para poder quitármela. Fantástico. Tanto dolor para acabar pasando el invierno en sandalias.
Me arropó con varias mantas y su preciada piel de oso, regalo del mismísimo Alfa. No el hombre de cuerpo hermoso en la cascada, sino su padre. Luego me obligó a tragar uno de sus caldos nauseabundos.
Me quedé dormida sin poder evitarlo.
Como siempre que me atacaban y terminaba lastimada, el recuerdo del rey lobo vino a reconfortarme en sueños.
Era la primera vez que Tea me llevaba a recoger hierbas con ella al bosque del sur, cerca de la cascada, y yo no podía tener más de seis años. Intentaba enseñarme a diferenciar la salvia del romero cuando un inmenso lobo negro de ojos dorados salió del bosque ante nosotras. Tea me obligó a arrodillarme e inclinar la cabeza ante él.
—Mi señor Alfa —la oí decir con inusual acento respetuoso.
Alcé la cabeza de inmediato, radiante, e intenté tocarlo. No sentía ningún temor, al contrario. Tea me había contado cómo había atendido a los ruegos de mi padre, negándose a dejar morir a mi madre en la pradera. Y cuando la llevaran moribunda a lo de Tea, él mismo la había asistido para ayudarme a nacer, en el momento exacto en que mi pobre madre exhalaba su último aliento.
Tea intentó sujetar la mano que yo tendía hacia el Alfa, pero antes que pudiera hacerlo, el gran lobo inclinó la orgullosa cabeza para ponerla a mi alcance. Reí alborozada al deslizar mis dedos por su espesa pelambre azabache, brillante y sedosa. El Alfa me había permitido acariciar su frente y luego había lamido mi mejilla. Mi reacción fue incorporarme de un salto y abrazarlo, apretando mi cara contra él.
Paralizada de espanto, Tea permaneció inmóvil, y soltó un gemido ahogado cuando me puse en puntas de pie para besar el hocico del Alfa.
—Gracias por salvarme, rey lobo —le dije.
Me apreté contra él un momento más, hundiendo la nariz en la pelambre que olía a bosque y a rocío. Él retrocedió con delicadeza para no hacerme perder el equilibrio. Me estudió con sus ojos dorados por un largo momento. Luego miró brevemente a Tea, volvió grupas y se alejó al trote.
Desperté aún sonriendo, cómoda y abrigada, el reconfortante calor del hogar en la cara. Abrí los ojos y descubrí que los tenía vendados. La tira de tela que me cubría los ojos tenía una única explicación posible: en casa de Tea había un lobo que no quería que viera su forma humana.
A mis espaldas, una voz grave y huraña, cargada de autoridad, demandó:
—Responde, mujer.
Me quedé muy quieta.
En algún lugar detrás de mí, Tea respondió, en una voz casi acaramelada que no le sentaba en absoluto. Para mi sorpresa, la escuché relatar las circunstancias que marcaran mi nacimiento. Pero no se detuvo allí.
—Sus ojos eran negros cuando nació, pero se aclararon hasta adquirir ese color púrpura después de cumplir los seis años. Y su cabellera se blanqueó antes de entrar en la pubertad, al igual que su piel. Pero eso es todo, mi señor. Jamás ha exhibido ninguna habilidad ni necesidad fuera de lugar. Te aseguro que lo único que tiene en común con los inmortales es su aspecto, y doy fe con mi vida que no es una espía.
Un largo silencio siguió a su detallada respuesta. Contuve el aliento al escuchar los pasos firmes que se acercaron a mi jergón. Oí el roce de tela y el leve crujido de sus botas de cuero cuando se inclinó hacia mí. Olió mi cabello de lejos y dejó oír un gruñido de disgusto. Mi corazón pareció detenerse cuando lo escuché hablarme.
—Apestas —masculló entre dientes apretados, controlando su asco—. No quiero volver a encontrarte en mis bosques tras la caída del sol.
—Sí, mi señor lobo —musité con un hilo de voz, sin mover un solo músculo.
Se incorporó con un movimiento rápido y se alejó hacia la puerta de calle.
—Enséñale límites además de pociones, mujer —reprendió a Tea con acento brusco.
—Sí, mi señor —respondió ella, y podía apostar que había hecho una reverencia ante él.
La puerta se cerró de golpe y escuché a Tea soltar el aire en un suspiro de alivio.
—Al parecer me debes una explicación, muchachita —gruñó, arrastrando los pies hacia mí—. Ea, descúbrete los ojos y suelta la lengua.
No tenía más alternativa que obedecer, aunque tuve la precaución de omitir la parte de haber visto al Alfa transformarse y bañarse desnudo. Sabía que si llegaba a enterarse de eso, me mataría como el lobo no había hecho.Creo que lo único que me salvó de su castigo fue que todavía estaba hecha un desastre. Y no tardé en empeorar. Al parecer, mi pierna no era lo único que me había arruinado en mi aventura nocturna. Las frías aguas del estanque, y las horas que pasara sin quitarme mis ropas empapadas, afectaron mi pecho. Pasé esa noche volando de fiebre, y en la mañana tosía y me costaba respirar.Perdí la cuenta de los días que pasé tendida en el jergón frente al fuego, tragando a regañadientes los caldos pestilentes de Tea, temblando, ahogándome, gimiendo cada vez que intentaba cambiar de posición, porque el pecho y la pierna parecían quemarme.Al fin, tras semanas de esfuerzos vanos por curarme, Tea obligó a sus articulaciones reumáticas a agacharse frente a mí. Yo no estaba realment
La plaza del pueblo estaba rodeada por un círculo de antorchas que humeaban en la noche invernal. A nadie le importaba el frío seco, pertinaz, que escarchaba la gruesa capa de nieve sobre las calles y el suelo empedrado en torno al pozo. Todos en el pueblo, yo incluida, nos habíamos echado encima cuanto abrigo teníamos para ir a la ceremonia.Una vez al año, dos noches antes del plenilunio de la Luna del Lobo, todas las muchachas solteras del pueblo que tuvieran entre diecisiete y veinte años se alineaban frente al pozo, vistiendo sus mejores galas. Entonces, varios lobos en su forma humana se presentaban para elegir a las tres afortunadas que dejarían el pueblo para mudarse al otro extremo del Valle.Si eras elegida como compañera de un lobo, te quedabas con ellos en su castillo, a pasar una vida de comodidades y felicidad a cambio de darle a tu compañero un par de hijos. Un destino envidiable, considerando que las alternativas eran pasar el resto de tu vida en la aldea, o probar sue
Intenté avanzar entre las rocas a los tumbos, tropezando y resbalando, la lluvia mezclándose con mis lágrimas. Aun allí, en medio del bosque, el follaje no me protegía de las pesadas gotas. Mi pesado vestido de lana entorpecía mis movimientos, pegándose a mi cuerpo, mojado y frío.Pensé en el hermoso vestido de lino blanco que me obsequiara Lirio, para lo que se suponía que fuera el mejor día de mi vida. No había terminado de secarse para la hora en que debía presentarme en el claro, de modo que había acabado usando mi único vestido de invierno. Al menos las malditas de Aurora y Selene no habían podido arruinarlo, como acababan de arruinarme la vida a mí.Apenas quedara sola con ellas, esperando a los lobos bajo la ligera lluvia helada, me arrastraron hacia el bosque, me arrancaron el manto y me empujaron dentro de una estrecha cañada, que en esa época del año sólo contenía varios centímetros de lodo, en el que caí sentada. Sólo atiné a encogerme en el barro, cubriéndome como podía de
Sus últimas palabras me desconcertaron, y me mantuve quieta y silenciosa, oyéndolo moverse. Si mis oídos no me engañaban, se desnudó antes de dejar la cueva. Entonces me alcanzó una especie de estertor muy quedo, y pronto oí el rumor de cuatro patas que se alejaban a largos saltos sobre piedra. Aguardé hasta cerciorarme de que no podía hallar rastros de su proximidad. Empujé la tira de tela hacia arriba con mis manos vendadas, y precisé un momento para que mis ojos se adaptaran al brillo que llenaba la cueva. Afuera era pleno día. Me arranqué las vendas de las manos con los dientes. Al mirar las palmas de mis manos, las hallé cubiertas de cortes, magulladas y un poco inflamadas. Sólo entonces paseé la vista por el lugar al que el lobo me trajera. Era una cueva espaciosa, del tamaño de la cocina de Tea, con el piso de tierra, limpio del musgo que cubría algunos sectores de las paredes, que se estrechaban hacia la entrada, una alta grieta vertical de sólo un metro de ancho. Al otro la
Cuando reaccioné, seguía arrodillada sobre el suelo de la cueva. Un par de brazos fuertes me rodeaban y mi mejilla se apoyaba en una tela suave, bajo la cual un corazón latía a un ritmo lento y regular. Me enderecé bruscamente, buscando a tientas los pliegues del corpiño para cerrarlos avergonzada. El lobo guió mi mano a tomar un cuenco de agua.—Gracias, mi señor —resollé luego de vaciarlo.—Necesitas recostarte —susurró con una suavidad inesperada—. Porque aún hueles a plata.Me ayudó a incorporarme y dar los pocos pasos que me separaban del jergón.—Veamos qué otra sorpresa nos preparó tu hermana —murmuró haciendo que me recostara—. No te muevas.Acomodó mis piernas extendidas, me quitó las botas y cubrió mis pies con la manta, como para evitar que tomara frío.
Mi corazón se detuvo de terror cuando abrí los ojos y los encontré descubiertos. Me los tapé instintivamente y exploré los olores de lo que me rodeaba. No había rastros del lobo.—¿Mi señor? —tenté.No recibí ninguna respuesta y al fin me animé a lanzar una mirada alrededor. Estaba sola en la cueva.Descubrí el vestido de Lirio caído junto a la leña. Me lo puse y un escalofrío corrió por mi espalda al atar las cintas del escote.Me negué rotundamente a perder el día como el anterior. Quedaba poca agua en las cubetas, de modo que decidí aventurarme al exterior.La cueva se abría hacia el este, a una estrecha cornisa sobre un acantilado de al menos diez metros. Me asomé un poco para ver el bosque y lo que hubiera allá abajo, pero no reconocí el lugar. Me hallaba en una pared de ro
Me lavaba como acariciándome, y sentirlo resultaba tan mágico como enervante.Cuando terminó, sus manos desnudas reemplazaron el paño y corrieron por mi piel hacia arriba a cubrir mi pecho otra vez. Primero su nariz, y luego sus labios, navegaron en torno a mi ombligo antes de subir también. Sentí su aliento entrecortado cuando sus pulgares se movieron en círculos, arrancándome una queja ahogada que distaba de ser una queja.De pronto mi piel bajo sus pulgares parecía arder, provocando una estampida en mi corazón y lanzando ramalazos como de chispas hacia mi vientre. Me faltaba el aire, mi pecho se alzaba contra sus manos sin que pudiera evitarlo. Mi cabeza se inclinó hacia atrás y sus labios parecieron caer sobre mi cuello un momento después. El rastro húmedo de su lengua me hizo volver a gemir.Me levantó en sus brazos como si fuera una brizna de hierba par
Doblé su ropa sintiéndome una imbécil. Una semana sin insultos ni apedreos no cambiaban quién era.El rumor de guijarros cayendo de la cornisa hizo que mi corazón batiera como un tambor en mis oídos. Un momento después, el gran lobo negro apareció en la entrada de la cueva.—Mi señor —murmuré.Me adelanté apresurada para arrodillarme a mitad de camino entre el fuego y la entrada, la cabeza gacha. Desaté la cinta en torno a mi muñeca, me vendé los ojos y crucé las manos en mi regazo, inmovilizándome.Lo oí acercarse a paso lento, cauteloso, y olfatear el aire frente a mi cara. Luego se adentró en la caverna a mis espaldas. Me cubrí los oídos e intenté respirar hondo, para serenarme un poco y controlar la alegría tonta que sentía.Tocó mi hombro un instante después.