La plaza del pueblo estaba rodeada por un círculo de antorchas que humeaban en la noche invernal. A nadie le importaba el frío seco, pertinaz, que escarchaba la gruesa capa de nieve sobre las calles y el suelo empedrado en torno al pozo. Todos en el pueblo, yo incluida, nos habíamos echado encima cuanto abrigo teníamos para ir a la ceremonia.
Una vez al año, dos noches antes del plenilunio de la Luna del Lobo, todas las muchachas solteras del pueblo que tuvieran entre diecisiete y veinte años se alineaban frente al pozo, vistiendo sus mejores galas. Entonces, varios lobos en su forma humana se presentaban para elegir a las tres afortunadas que dejarían el pueblo para mudarse al otro extremo del Valle.
Si eras elegida como compañera de un lobo, te quedabas con ellos en su castillo, a pasar una vida de comodidades y felicidad a cambio de darle a tu compañero un par de hijos. Un destino envidiable, considerando que las alternativas eran pasar el resto de tu vida en la aldea, o probar suerte tratando de sobrevivir en el mundo exterior, en el reino de terror y sangre de los inmortales.
Era una de las rarísimas ocasiones en que los lobos se mostraban abiertamente con sus formas humanas, y creo que ésa era la verdadera razón de que nadie se perdiera el evento.
La campana de la iglesia daba las nueve cuando oímos los cascos que se acercaban al trote desde el sur. Las muchachas se estrecharon las manos con risitas nerviosas frente al pozo, engalanado con ramas y flores de invierno. Lirio estaba entre ellas, flanqueada por sus amigas Aurora y Selene.
Me sorprendió advertir que el atuendo de Lirio fuera tan sencillo, como si no quisiera llamar la atención. ¿Acaso aspiraba a pasar desapercibida para no ser elegida?
Tea y yo permanecíamos en el extremo sur de la plaza, un poco apartadas de la gente. Mi corazón latió con fuerza al verlos llegar a caballo por la calle principal. Eran los cuatro de siempre, tres hombres y una mujer: los cuatro primogénitos del Alfa anterior y su reina Luna, encargados de elegir en nombre de toda la manada. Se veían jóvenes, fuertes, imponentes, de rasgos atractivos tras sus expresiones adustas. Tea me había explicado que los lobos no son inmortales, sino excepcionalmente longevos. Según sus cálculos, los primogénitos tenían unos ochenta años, lo cual equivalía a veinticinco o treinta años para un humano.
Los tres varones eran el Alfa, el Beta y el Gamma de la manada, mientras su hermana era la Beta de las lobas. Como el resto de la manada, respondía al Alfa que, a su vez, respondía a la reina Luna, su madre.
Todos inclinamos la cabeza cuando detuvieron sus soberbios corceles y se apearon, cerrando los ricos mantos de pieles sobre sus ropas principescas para adelantarse juntos hacia el pozo.
Los tres príncipes caminaban a la par, siguiendo a su hermana, para evitar revelar sus jerarquías dentro de la manada.
Los estudié conforme recorrían la plaza. La princesa era una belleza pálida y fuerte, de espesa melena rubia, algo raro entre lobos, y facciones perfectas. Los príncipes eran muy parecidos a ella, y costaba diferenciarlos entre sí. Las narices rectas, los pómulos firmes sobre los que asomaban los ojos azules de mirada penetrante. Uno de ellos se había dejado crecer el cabello negro como ala de cuervo desde el año pasado, y ahora lo llevaba recogido sobre la nuca. Sus dos hermanos lo conservaban corto. Los tres lucían finos bigotes y pequeñas perillas.
De modo que uno de los dos de cabello corto era el Alfa. Sentí que se me encendían las mejillas a pesar del frío, recordando al hombre de espaldas a mí, desnudo en la cascada. Un momento después, recordar al temible lobo que matara al león barrió con mi tonta agitación.
Se detuvieron los cuatro a mitad de camino del pozo, y al otro lado, todas las muchachas hicieron profundas reverencias.
Entonces el príncipe de cabello largo se adelantó hacia el pozo con su hermana y caminaron juntos a lo largo de la fila de muchachas ruborosas. Los otros dos permanecieron a pocos pasos, serios e inmóviles bajo los gruesos mantos.
No podía apartar los ojos de ellos, intentando adivinar cuál de los dos era el Alfa. Hasta que un breve alboroto reclamó mi atención. Aurora y Selene se abrazaban riendo. Y junto a ellas, mi hermana Lirio había caído de rodillas a los pies de la princesa llorando. Tras ella, vi que un grupito de cazadores intentaba contener a Van para que no irrumpiera en la plaza.
El príncipe de pelo largo alzó apenas una mano. Se hizo un silencio de muerte, sólo interrumpido por los sollozos entrecortados de Lirio.
—De pie —dijo el príncipe con voz grave y profunda. Parecida a la que oyera en casa de Tea, pero no la misma.
Lirio se irguió ante los príncipes con la cabeza gacha.
—Puedes rechazar el privilegio de haber sido elegida —agregó el príncipe—, siempre y cuando una mujer núbil de tu familia tome tu lugar.
—¿Núbil? —repetí en un murmullo.
—Fértil, que ya entró en la pubertad —respondió Tea por lo bajo—. ¿Qué le ha picado a tu hermana?
Lirio se cubrió la cara con las manos, hecha un mar de lágrimas y mi corazón pareció desbocarse en mi pecho. Me negué a pensar lo que hacía. Antes que Tea pudiera detenerme, me adelanté a codazos entre la gente hasta alcanzar la plaza. Entonces me arrodillé en la nieve, doblada sobre mí misma, atrayendo la atención de los lobos.
—Mis señores —dije, sin poder controlar el temblor de mi voz—. Soy su hermana y soy núbil.
Los cuatro príncipes se volvieron hacia mí. El de pelo largo y su hermana se acercaron varios pasos, con curiosidad. Los insultos acostumbrados no tardaron en resonar alrededor de la plaza.
—¿Qué eres? —exclamó el príncipe de pelo largo cuando me erguí, descubriendo mi cabeza.
—Perdona mi apariencia, mi señor —dije—. Sé que no soy digna de servirles, pero si me permitieran tomar el lugar de mi hermana, seré feliz realizando cualquier tarea que tuvieran la bondad de asignarme, por humilde que la consideren.
—¡Demonio! ¡Abominación! ¡Deberían colgarte! ¡Mátenla!
Los insultos se hicieron gritos. Una piedra me golpeó en la espalda, otra en un hombro. Apreté los dientes y no me moví. Entonces el príncipe alzó una mano, y los ataques y los insultos cesaron abruptamente.
—Déjame verte —ordenó la princesa llegando frente a mí.
Alcé la vista hacia ella y mis ojos se llenaron de lágrimas al encontrar los suyos. No eran azules como los de todos los lobos: tenían un reflejo rojizo en la luz cambiante de las antorchas que nos rodeaban.
—Sabe Dios que las apariencias engañan —gruñó la princesa estudiándome—. Pero, ¿cómo podemos saber que eres humana y nos eres fiel?
—Porque tu padre la trajo al mundo.
La intervención de Tea me inmovilizó de sorpresa. Ella también se adelantó a codazos hasta detenerse a mis espaldas. Los murmullos se reanudaron hasta que la princesa alzó una mano, molesta.
—¿Lo juras por tu vida? —inquirió sin dejar de observarme.
—Por supuesto. Risa, muéstrales tu pendiente.
Me abrí el manto, desprendí el primer broche de mi vestido y saqué el cuarto creciente de adularia que colgaba de mi cuello. La princesa se envaró, el ceño fruncido con gesto incrédulo y contrariado.
—¿Quién te dio esto, pequeña? —me espetó.
—Tu sanadora —se me anticipó Tea.
La princesa apartó al fin sus ojos rojizos de mí para clavar en ella una mirada que a las claras encerraba una amenaza mortal.
—Puedes preguntarle cuando quieras —agregó Tea, casi desafiante.
—No dudes que lo haré —replicó la princesa. Volvió a mirarme con un cabeceo rápido y se volvió hacia sus hermanos—. Yo la apruebo.
El príncipe de pelo largo asintió. Los otros dos no hicieron ni dijeron absolutamente nada. El príncipe le dio la espalda a mi hermanastra y cruzó la plaza hacia sus hermanos. La princesa se apartó de mí en la misma dirección. Lirio pareció a punto de desvanecerse. Sus dos amigas la sostuvieron hasta que Van se libró de los cazadores, y corrió a su encuentro para tomarla en sus brazos.
—Recogeremos a las elegidas mañana al atardecer en el claro —dijo la princesa volviendo a montar.
Los cuatro lobos hicieron caracolear sus corceles y se alejaron al galope hacia el sur, perdiéndose en las sombras de la noche.
Me cubrí la cara con ambas manos, incapaz de contener las lágrimas.
—Bonito espectáculo diste —rezongó Tea apenas entramos a su casa—. ¡Serás inconsciente! Agradece a Dios que la princesa intervino a tu favor. De lo contrario, el pueblo entero se te hubiera echado encima.
—La princesa —murmuré frunciendo el ceño—. Sus ojos…
—Sí, y su cabello. Lo sé. Nada tan flagrante como tú, pero notorio para su raza. —Tea colgó el manto y se encogió de hombros—. Cada tanto nace uno como ella.
Me froté la cara, intentando sacudirme el aturdimiento que me paralizaba.
—Tengo que ir a casa —musité—. Tengo que empacar.
—Olvídalo. Ellos te darán cuanto precises. Y mejor que no te andes paseando por ahí. Las muchachas que no fueron escogidas darían cualquier cosa por encontrarte sola. Te quedarás aquí hasta que sea hora de que te acompañe al claro mañana.
Esa noche no pude pegar un ojo. Me quedé tendida en mi jergón junto al fuego, bajo las mantas y la piel de oso, mirando sin ver las llamas, incapaz de hilar dos pensamientos coherentes. Cuando Tea se levantó al amanecer, yo ya había ido al pozo y tenía el desayuno listo.
Ese mediodía, para mi gran sorpresa, mi padre se presentó en lo de Tea. Ni siquiera pidió verme. Le dejó un paquete para mí envuelto en tela, y dijo que me lo enviaba Lirio. Lo abrimos entregada y hallamos un hermoso vestido de lino blanco, como el que todas las elegidas acostumbraban vestir para marcharse al castillo.
—Dame aquí ese vestido —gruñó Tea, arrebatándomelo.
—¡Aguarda! ¿Qué haces? —exclamé, viendo que lo extendía casi sobre el fuego.
—Si te lo envía tu hermanastra, es una trampa.
—¡Por favor, Tea! ¿De qué diablos hablas?
—No lo sé. Algo tiene que estar mal —murmuró, oliéndolo y palpándolo hasta que lo dejó todo manoseado.
—¡Tea! ¡Lo echarás a perder!
—¿En verdad quieres vestirlo? Te creía más sensata.
—Claro que quiero vestirlo hoy. Es la prenda más fina que he tenido en la vida. Bien, si es que no lo has arruinado ya.
Tea me lo arrojó a la cara. —Lávalo con tres gotas de aceite de pasiflora. No sea cosa que haya intentado echarle un hechizo.
Intenté avanzar entre las rocas a los tumbos, tropezando y resbalando, la lluvia mezclándose con mis lágrimas. Aun allí, en medio del bosque, el follaje no me protegía de las pesadas gotas. Mi pesado vestido de lana entorpecía mis movimientos, pegándose a mi cuerpo, mojado y frío.Pensé en el hermoso vestido de lino blanco que me obsequiara Lirio, para lo que se suponía que fuera el mejor día de mi vida. No había terminado de secarse para la hora en que debía presentarme en el claro, de modo que había acabado usando mi único vestido de invierno. Al menos las malditas de Aurora y Selene no habían podido arruinarlo, como acababan de arruinarme la vida a mí.Apenas quedara sola con ellas, esperando a los lobos bajo la ligera lluvia helada, me arrastraron hacia el bosque, me arrancaron el manto y me empujaron dentro de una estrecha cañada, que en esa época del año sólo contenía varios centímetros de lodo, en el que caí sentada. Sólo atiné a encogerme en el barro, cubriéndome como podía de
Sus últimas palabras me desconcertaron, y me mantuve quieta y silenciosa, oyéndolo moverse. Si mis oídos no me engañaban, se desnudó antes de dejar la cueva. Entonces me alcanzó una especie de estertor muy quedo, y pronto oí el rumor de cuatro patas que se alejaban a largos saltos sobre piedra. Aguardé hasta cerciorarme de que no podía hallar rastros de su proximidad. Empujé la tira de tela hacia arriba con mis manos vendadas, y precisé un momento para que mis ojos se adaptaran al brillo que llenaba la cueva. Afuera era pleno día. Me arranqué las vendas de las manos con los dientes. Al mirar las palmas de mis manos, las hallé cubiertas de cortes, magulladas y un poco inflamadas. Sólo entonces paseé la vista por el lugar al que el lobo me trajera. Era una cueva espaciosa, del tamaño de la cocina de Tea, con el piso de tierra, limpio del musgo que cubría algunos sectores de las paredes, que se estrechaban hacia la entrada, una alta grieta vertical de sólo un metro de ancho. Al otro la
Cuando reaccioné, seguía arrodillada sobre el suelo de la cueva. Un par de brazos fuertes me rodeaban y mi mejilla se apoyaba en una tela suave, bajo la cual un corazón latía a un ritmo lento y regular. Me enderecé bruscamente, buscando a tientas los pliegues del corpiño para cerrarlos avergonzada. El lobo guió mi mano a tomar un cuenco de agua.—Gracias, mi señor —resollé luego de vaciarlo.—Necesitas recostarte —susurró con una suavidad inesperada—. Porque aún hueles a plata.Me ayudó a incorporarme y dar los pocos pasos que me separaban del jergón.—Veamos qué otra sorpresa nos preparó tu hermana —murmuró haciendo que me recostara—. No te muevas.Acomodó mis piernas extendidas, me quitó las botas y cubrió mis pies con la manta, como para evitar que tomara frío.
Mi corazón se detuvo de terror cuando abrí los ojos y los encontré descubiertos. Me los tapé instintivamente y exploré los olores de lo que me rodeaba. No había rastros del lobo.—¿Mi señor? —tenté.No recibí ninguna respuesta y al fin me animé a lanzar una mirada alrededor. Estaba sola en la cueva.Descubrí el vestido de Lirio caído junto a la leña. Me lo puse y un escalofrío corrió por mi espalda al atar las cintas del escote.Me negué rotundamente a perder el día como el anterior. Quedaba poca agua en las cubetas, de modo que decidí aventurarme al exterior.La cueva se abría hacia el este, a una estrecha cornisa sobre un acantilado de al menos diez metros. Me asomé un poco para ver el bosque y lo que hubiera allá abajo, pero no reconocí el lugar. Me hallaba en una pared de ro
Me lavaba como acariciándome, y sentirlo resultaba tan mágico como enervante.Cuando terminó, sus manos desnudas reemplazaron el paño y corrieron por mi piel hacia arriba a cubrir mi pecho otra vez. Primero su nariz, y luego sus labios, navegaron en torno a mi ombligo antes de subir también. Sentí su aliento entrecortado cuando sus pulgares se movieron en círculos, arrancándome una queja ahogada que distaba de ser una queja.De pronto mi piel bajo sus pulgares parecía arder, provocando una estampida en mi corazón y lanzando ramalazos como de chispas hacia mi vientre. Me faltaba el aire, mi pecho se alzaba contra sus manos sin que pudiera evitarlo. Mi cabeza se inclinó hacia atrás y sus labios parecieron caer sobre mi cuello un momento después. El rastro húmedo de su lengua me hizo volver a gemir.Me levantó en sus brazos como si fuera una brizna de hierba par
Doblé su ropa sintiéndome una imbécil. Una semana sin insultos ni apedreos no cambiaban quién era.El rumor de guijarros cayendo de la cornisa hizo que mi corazón batiera como un tambor en mis oídos. Un momento después, el gran lobo negro apareció en la entrada de la cueva.—Mi señor —murmuré.Me adelanté apresurada para arrodillarme a mitad de camino entre el fuego y la entrada, la cabeza gacha. Desaté la cinta en torno a mi muñeca, me vendé los ojos y crucé las manos en mi regazo, inmovilizándome.Lo oí acercarse a paso lento, cauteloso, y olfatear el aire frente a mi cara. Luego se adentró en la caverna a mis espaldas. Me cubrí los oídos e intenté respirar hondo, para serenarme un poco y controlar la alegría tonta que sentía.Tocó mi hombro un instante después.
Resultaba extraño sentirme tan a gusto y protegida. Permanecimos así un largo rato, completamente inmóviles y silenciosos. Cerré los ojos tras la venda, soñolienta. Su respiración era tan pausada y regular que tal vez se hubiera adormecido. La forma en que se estremeció poco después, retrepándose en el taburete, lo confirmó.—Viene tormenta —murmuró besando mi frente—. Dejaré la entrada protegida. Recoge cuanta leña puedas y renueva el agua.Me ayudó a incorporarme y se alejó hacia el fondo de la cueva.—¿Puedo vestirme, mi señor?—Por supuesto.Me respondió a un volumen casi normal. Una voz grave, muy masculina, pero con una calidez que me hizo respirar hondo.—¿Qué ocurre?Me encogí de hombros. Un dedo apareció de la nada a alzar mi barbilla.
Fuego.Allí donde su piel tocaba la mía, mi cuerpo parecía en llamas.Mis piernas se separaron para hacerle lugar, estremeciéndome al sentir su lengua entre mis muslos. No le costó convertirme en un manojo de escalofríos y gemidos, provocándome un placer aún mayor que las noches anteriores. Algo que jamás hubiera creído posible.Al fin se retiró e hizo que mis piernas agarrotadas volvieran a extenderse. Mis pulmones todavía parecían de fuego cuando sentí que se echaba hacia atrás para sentarse en sus talones.Entonces lo percibí. Miel, jengibre, madreselva. Atiné a apoyarme en un codo, jadeante y temblorosa. Sólo olerlo pareció volverme loca. Adelanté la cabeza hasta que mis labios entreabiertos tocaron la piel tensa, ardiente. Se separaron para recibirlo en mi boca. Su gruñido jadeante fue como… ¿