Intenté avanzar entre las rocas a los tumbos, tropezando y resbalando, la lluvia mezclándose con mis lágrimas. Aun allí, en medio del bosque, el follaje no me protegía de las pesadas gotas. Mi pesado vestido de lana entorpecía mis movimientos, pegándose a mi cuerpo, mojado y frío.
Pensé en el hermoso vestido de lino blanco que me obsequiara Lirio, para lo que se suponía que fuera el mejor día de mi vida. No había terminado de secarse para la hora en que debía presentarme en el claro, de modo que había acabado usando mi único vestido de invierno. Al menos las malditas de Aurora y Selene no habían podido arruinarlo, como acababan de arruinarme la vida a mí.
Apenas quedara sola con ellas, esperando a los lobos bajo la ligera lluvia helada, me arrastraron hacia el bosque, me arrancaron el manto y me empujaron dentro de una estrecha cañada, que en esa época del año sólo contenía varios centímetros de lodo, en el que caí sentada. Sólo atiné a encogerme en el barro, cubriéndome como podía de las piedras que me arrojaron desde la orilla, más de un metro por encima de mi cabeza.
—Si te volvemos a ver, te mataremos —prometió Selene.
Las vi desaparecer con el corazón tan dolorido como el cuerpo. Hasta las escuché reír mientras se alejaban apresuradas de regreso hacia el claro.
Intentaba trepar la resbalosa pared vertical de la cañada cuando oí los cascos que llegaban desde el sur más allá de los árboles, las voces de los lobos y de esas dos cretinas.
—Jamás se presentó, mi señor —oí decir a Selene.
Me cubrí la boca con las manos llenas de lodo, sin atreverme a pedir ayuda. Y las escuché marcharse con ellos hacia el sur.
Viendo que no podría escapar de la cañada por allí, no me quedó más alternativa que seguir el cauce en busca de una salida. Ignoraba cuántas vueltas y revueltas daba el arroyuelo antes de desembocar cerca del estanque de la cascada, pero no podía ser demasiado lejos.
La fina lluvia helada se convirtió en un verdadero aguacero de aguanieve, y pronto me costaba dar un paso sin caerme, todo mi cuerpo sacudido por un temblor incontenible a causa del dolor y el frío.
El agua se mezcló con el barro para correr con fuerza cauce abajo, haciéndome trastabillar cada dos o tres pasos. Me vi obligada a avanzar casi a gatas, temblando, llorando, gimiendo en la noche que se cerraba. Entonces varias rocas bajaron a los tumbos por el cauce. Intenté esquivarlas, pero la cañada era demasiado estrecha. Me derribaron y me precipité cauce abajo. Imagino que me golpeé la cabeza, porque eso es lo último que recuerdo.
* * *
Su pelambre era espesa y sedosa contra mi cara, entre mis dedos. Olía a bosque y a rocío. Yo conocía ese olor. El rey lobo. Me había salvado antes de nacer. Me había considerado digna de vivir. Obligué a mis manos lastimadas a acariciarlo como había hecho de niña y me hice un ovillo contra él, sin siquiera intentar abrir los ojos. El dolor no importaba. Pasaría, igual que el frío y la debilidad. Las heridas sanarían. Mi rey lobo había vuelto a salvarme.
Me despertó el calor del fuego a sólo un paso de mi cara, pero al intentar abrir los ojos, los hallé vendados con una tosca tira de lana que olía a mí. ¿Era un retazo de mi vestido? Alcé las manos para tocarla y me di cuenta que las dos estaban cubiertas con tela. Igual que mi torso, envuelto en un vendaje tan apretado que me costaba respirar.
Estaba desnuda sobre un jergón que olía a heno, cubierta por una gruesa manta y algo más, algo amplio y pesado que olía a oso. ¿Había un lobo cerca? ¿Cómo había regresado a lo de Tea? Pero este lugar no olía a la casa de Tea. Olía a piedra y un poco a humedad, como una cueva del bosque. No me atreví a moverme. Volví a hundir las manos bajo la manta, haciéndome un ovillo.
Me sobresalté al sentir que me tocaban la frente, el dorso de unos dedos tibios que presionaron un instante antes de retirarse.
—Tranquila. Estás a salvo.
Una voz de hombre. Hablaba en susurros que le quitaban toda entonación, impidiéndome reconocerlo. Bien, como si conociera la voz de tantos lobos. La única que jamás escuchara tan de cerca era la del Alfa, cuando visitara a Tea para pedirle explicaciones sobre mí. Y este susurro no tenía nada en común con sus gruñidos amenazantes.
Su mano se deslizó con cuidado bajo mi cabeza, alzándola un poco. El borde de un cuenco tocó mis labios. Olí el agua limpia como sólo se la recoge de los ríos del bosque. Bebí con ansiedad y me atraganté al terminarla.
—Shhh, tranquila —repitió el lobo en otro susurro cálido, volviendo a apoyar mi cabeza en el jergón.
—Gracias, mi señor —musité con voz entrecortada.
Su mano se apoyó abierta sobre mi pelo por un momento, una presión leve pero firme que me resultó inesperadamente tranquilizadora.
—Vuelve a dormir.
Asentí y su mano se retiró con suavidad. Agotada y dolorida, no tardé en hacer lo que me decía.
Ignoro cuánto dormí. Mis ojos seguían vendados cuando volví a despertar, y la tela que los cubría era gruesa y oscura, impidiéndome advertir variaciones en la luz.
El fuego seguía ardiendo muy cerca de mí, y sentí un calor diferente a lo largo de mi espalda, ciñendo la piel de oso a mi cuerpo. Adormecida como estaba, me volví hacia ese otro calor. El lobo se estremeció cuando acerqué la cara a su costado, y pareció tensarse.
—Gracias por salvarme, rey lobo —murmuré, como le dijera una vez al lobo fuerte y noble, cuyos brazos habían sido los primeros en estrecharme cuando naciera.
Mi nariz se hundió en una pelambre espesa, sedosa, que olía a bosque y rocío. Y algo más. Una flor silvestre que no lograba identificar.
* * *
—¡Madreselva!
Mi propia exclamación me despertó sobresaltada. Me había incorporado a medias, y aunque seguía de cara al fuego, el frío en el pecho me recordó que estaba desnuda. Volví a recostarme apresurada, alzando la manta y la piel de oso hasta la nariz.
Percibí un rastro de claridad que se filtraba por los bordes de la tela que aún me cubría los ojos. ¿De modo que antes había despertado de noche?
—¿Estás bien?
El susurro del lobo volvió a sobresaltarme y me encogí bajo la manta, asintiendo.
—¿Qué dijiste?
Meneé la cabeza, muerta de vergüenza.
—Repítelo.
El susurro cálido había adquirido un eco de autoridad, el lobo hablándole a uno de sus súbditos.
—Madreselva —murmuré en un hilo de voz.
—¿La flor? ¿Qué hay con ella?
—Tú… —balbuceé, y no me atreví a continuar.
Escuché un rumor inconfundible de tela y el susurro sonó muy cerca de mi cara, como si se hubiera inclinado sobre mí.
—¿Sí?
—Tú… Tú hueles a madreselva, mi señor —musité.
Lo oí echarse hacia atrás.
—¿Cómo dices?
Seguía hablando en susurros, pero su voz había perdido toda calidez.
—Lo siento mucho, mi señor. No fue mi intención. Hueles como el rey lobo. El… el antiguo Alfa… Bosque y rocío. Y madreselva.
—¿Puedes distinguirnos por nuestro olor?
Fruncí el ceño tras la venda, desconcertada por su sorpresa. —¿No debería?
Volvió a moverse y permanecí muy quieta, conteniendo el aliento. Oí el rumor de pasos en un suelo de tierra seca. Entonces se agachó para inclinarse sobre mí otra vez.
—Debo irme. Aguarda a que me haya alejado para descubrirte los ojos. —Asentí con rapidez—. Te dejo leña y comida. Encontrarás también ropa, y todo lo necesario para cambiar tus vendajes. Regresaré por la noche.
Sus últimas palabras me desconcertaron, y me mantuve quieta y silenciosa, oyéndolo moverse. Si mis oídos no me engañaban, se desnudó antes de dejar la cueva. Entonces me alcanzó una especie de estertor muy quedo, y pronto oí el rumor de cuatro patas que se alejaban a largos saltos sobre piedra. Aguardé hasta cerciorarme de que no podía hallar rastros de su proximidad. Empujé la tira de tela hacia arriba con mis manos vendadas, y precisé un momento para que mis ojos se adaptaran al brillo que llenaba la cueva. Afuera era pleno día. Me arranqué las vendas de las manos con los dientes. Al mirar las palmas de mis manos, las hallé cubiertas de cortes, magulladas y un poco inflamadas. Sólo entonces paseé la vista por el lugar al que el lobo me trajera. Era una cueva espaciosa, del tamaño de la cocina de Tea, con el piso de tierra, limpio del musgo que cubría algunos sectores de las paredes, que se estrechaban hacia la entrada, una alta grieta vertical de sólo un metro de ancho. Al otro la
Cuando reaccioné, seguía arrodillada sobre el suelo de la cueva. Un par de brazos fuertes me rodeaban y mi mejilla se apoyaba en una tela suave, bajo la cual un corazón latía a un ritmo lento y regular. Me enderecé bruscamente, buscando a tientas los pliegues del corpiño para cerrarlos avergonzada. El lobo guió mi mano a tomar un cuenco de agua.—Gracias, mi señor —resollé luego de vaciarlo.—Necesitas recostarte —susurró con una suavidad inesperada—. Porque aún hueles a plata.Me ayudó a incorporarme y dar los pocos pasos que me separaban del jergón.—Veamos qué otra sorpresa nos preparó tu hermana —murmuró haciendo que me recostara—. No te muevas.Acomodó mis piernas extendidas, me quitó las botas y cubrió mis pies con la manta, como para evitar que tomara frío.
Mi corazón se detuvo de terror cuando abrí los ojos y los encontré descubiertos. Me los tapé instintivamente y exploré los olores de lo que me rodeaba. No había rastros del lobo.—¿Mi señor? —tenté.No recibí ninguna respuesta y al fin me animé a lanzar una mirada alrededor. Estaba sola en la cueva.Descubrí el vestido de Lirio caído junto a la leña. Me lo puse y un escalofrío corrió por mi espalda al atar las cintas del escote.Me negué rotundamente a perder el día como el anterior. Quedaba poca agua en las cubetas, de modo que decidí aventurarme al exterior.La cueva se abría hacia el este, a una estrecha cornisa sobre un acantilado de al menos diez metros. Me asomé un poco para ver el bosque y lo que hubiera allá abajo, pero no reconocí el lugar. Me hallaba en una pared de ro
Me lavaba como acariciándome, y sentirlo resultaba tan mágico como enervante.Cuando terminó, sus manos desnudas reemplazaron el paño y corrieron por mi piel hacia arriba a cubrir mi pecho otra vez. Primero su nariz, y luego sus labios, navegaron en torno a mi ombligo antes de subir también. Sentí su aliento entrecortado cuando sus pulgares se movieron en círculos, arrancándome una queja ahogada que distaba de ser una queja.De pronto mi piel bajo sus pulgares parecía arder, provocando una estampida en mi corazón y lanzando ramalazos como de chispas hacia mi vientre. Me faltaba el aire, mi pecho se alzaba contra sus manos sin que pudiera evitarlo. Mi cabeza se inclinó hacia atrás y sus labios parecieron caer sobre mi cuello un momento después. El rastro húmedo de su lengua me hizo volver a gemir.Me levantó en sus brazos como si fuera una brizna de hierba par
Doblé su ropa sintiéndome una imbécil. Una semana sin insultos ni apedreos no cambiaban quién era.El rumor de guijarros cayendo de la cornisa hizo que mi corazón batiera como un tambor en mis oídos. Un momento después, el gran lobo negro apareció en la entrada de la cueva.—Mi señor —murmuré.Me adelanté apresurada para arrodillarme a mitad de camino entre el fuego y la entrada, la cabeza gacha. Desaté la cinta en torno a mi muñeca, me vendé los ojos y crucé las manos en mi regazo, inmovilizándome.Lo oí acercarse a paso lento, cauteloso, y olfatear el aire frente a mi cara. Luego se adentró en la caverna a mis espaldas. Me cubrí los oídos e intenté respirar hondo, para serenarme un poco y controlar la alegría tonta que sentía.Tocó mi hombro un instante después.
Resultaba extraño sentirme tan a gusto y protegida. Permanecimos así un largo rato, completamente inmóviles y silenciosos. Cerré los ojos tras la venda, soñolienta. Su respiración era tan pausada y regular que tal vez se hubiera adormecido. La forma en que se estremeció poco después, retrepándose en el taburete, lo confirmó.—Viene tormenta —murmuró besando mi frente—. Dejaré la entrada protegida. Recoge cuanta leña puedas y renueva el agua.Me ayudó a incorporarme y se alejó hacia el fondo de la cueva.—¿Puedo vestirme, mi señor?—Por supuesto.Me respondió a un volumen casi normal. Una voz grave, muy masculina, pero con una calidez que me hizo respirar hondo.—¿Qué ocurre?Me encogí de hombros. Un dedo apareció de la nada a alzar mi barbilla.
Fuego.Allí donde su piel tocaba la mía, mi cuerpo parecía en llamas.Mis piernas se separaron para hacerle lugar, estremeciéndome al sentir su lengua entre mis muslos. No le costó convertirme en un manojo de escalofríos y gemidos, provocándome un placer aún mayor que las noches anteriores. Algo que jamás hubiera creído posible.Al fin se retiró e hizo que mis piernas agarrotadas volvieran a extenderse. Mis pulmones todavía parecían de fuego cuando sentí que se echaba hacia atrás para sentarse en sus talones.Entonces lo percibí. Miel, jengibre, madreselva. Atiné a apoyarme en un codo, jadeante y temblorosa. Sólo olerlo pareció volverme loca. Adelanté la cabeza hasta que mis labios entreabiertos tocaron la piel tensa, ardiente. Se separaron para recibirlo en mi boca. Su gruñido jadeante fue como… ¿
Abrí los ojos a la cueva vacía y me sorprendió ver leña nueva en el fuego. ¿Tal vez el lobo acababa de irse, y era eso lo que me había despertado? Afuera seguía nevando, pero el viento había menguado.Me sentía descansada, llena de energía. Aparté las mantas y me apresuré a vestir el atuendo de cazador. Comí frutos secos mientras ordenaba la cueva. Me tomé un momento para inclinarme a oler la sábana del jergón antes de cubrirla con la manta y la piel de oso, disfrutando cada vestigio del lobo atrapado en la tela. Cuando no me quedó nada más por hacer, puse lo que quedaba de agua a calentar en el caldero y puse verduras a cocinar. Luego me envolví en mi manto y salí con las cubetas a recoger nieve.Se había acumulado contra las pieles de oso, y tuve que hundir los pies por encima de los tobillos. Llené las cubetas sin