6

Intenté avanzar entre las rocas a los tumbos, tropezando y resbalando, la lluvia mezclándose con mis lágrimas. Aun allí, en medio del bosque, el follaje no me protegía de las pesadas gotas. Mi pesado vestido de lana entorpecía mis movimientos, pegándose a mi cuerpo, mojado y frío.

Pensé en el hermoso vestido de lino blanco que me obsequiara Lirio, para lo que se suponía que fuera el mejor día de mi vida. No había terminado de secarse para la hora en que debía presentarme en el claro, de modo que había acabado usando mi único vestido de invierno. Al menos las malditas de Aurora y Selene no habían podido arruinarlo, como acababan de arruinarme la vida a mí.

Apenas quedara sola con ellas, esperando a los lobos bajo la ligera lluvia helada, me arrastraron hacia el bosque, me arrancaron el manto y me empujaron dentro de una estrecha cañada, que en esa época del año sólo contenía varios centímetros de lodo, en el que caí sentada. Sólo atiné a encogerme en el barro, cubriéndome como podía de las piedras que me arrojaron desde la orilla, más de un metro por encima de mi cabeza.

—Si te volvemos a ver, te mataremos —prometió Selene.

Las vi desaparecer con el corazón tan dolorido como el cuerpo. Hasta las escuché reír mientras se alejaban apresuradas de regreso hacia el claro.

Intentaba trepar la resbalosa pared vertical de la cañada cuando oí los cascos que llegaban desde el sur más allá de los árboles, las voces de los lobos y de esas dos cretinas.

—Jamás se presentó, mi señor —oí decir a Selene.

Me cubrí la boca con las manos llenas de lodo, sin atreverme a pedir ayuda. Y las escuché marcharse con ellos hacia el sur.

Viendo que no podría escapar de la cañada por allí, no me quedó más alternativa que seguir el cauce en busca de una salida. Ignoraba cuántas vueltas y revueltas daba el arroyuelo antes de desembocar cerca del estanque de la cascada, pero no podía ser demasiado lejos.

La fina lluvia helada se convirtió en un verdadero aguacero de aguanieve, y pronto me costaba dar un paso sin caerme, todo mi cuerpo sacudido por un temblor incontenible a causa del dolor y el frío.

El agua se mezcló con el barro para correr con fuerza cauce abajo, haciéndome trastabillar cada dos o tres pasos. Me vi obligada a avanzar casi a gatas, temblando, llorando, gimiendo en la noche que se cerraba. Entonces varias rocas bajaron a los tumbos por el cauce. Intenté esquivarlas, pero la cañada era demasiado estrecha. Me derribaron y me precipité cauce abajo. Imagino que me golpeé la cabeza, porque eso es lo último que recuerdo.

*   *   *

Su pelambre era espesa y sedosa contra mi cara, entre mis dedos. Olía a bosque y a rocío. Yo conocía ese olor. El rey lobo. Me había salvado antes de nacer. Me había considerado digna de vivir. Obligué a mis manos lastimadas a acariciarlo como había hecho de niña y me hice un ovillo contra él, sin siquiera intentar abrir los ojos. El dolor no importaba. Pasaría, igual que el frío y la debilidad. Las heridas sanarían. Mi rey lobo había vuelto a salvarme.

Me despertó el calor del fuego a sólo un paso de mi cara, pero al intentar abrir los ojos, los hallé vendados con una tosca tira de lana que olía a mí. ¿Era un retazo de mi vestido? Alcé las manos para tocarla y me di cuenta que las dos estaban cubiertas con tela. Igual que mi torso, envuelto en un vendaje tan apretado que me costaba respirar.

Estaba desnuda sobre un jergón que olía a heno, cubierta por una gruesa manta y algo más, algo amplio y pesado que olía a oso. ¿Había un lobo cerca? ¿Cómo había regresado a lo de Tea? Pero este lugar no olía a la casa de Tea. Olía a piedra y un poco a humedad, como una cueva del bosque. No me atreví a moverme. Volví a hundir las manos bajo la manta, haciéndome un ovillo.

Me sobresalté al sentir que me tocaban la frente, el dorso de unos dedos tibios que presionaron un instante antes de retirarse.

—Tranquila. Estás a salvo.

Una voz de hombre. Hablaba en susurros que le quitaban toda entonación, impidiéndome reconocerlo. Bien, como si conociera la voz de tantos lobos. La única que jamás escuchara tan de cerca era la del Alfa, cuando visitara a Tea para pedirle explicaciones sobre mí. Y este susurro no tenía nada en común con sus gruñidos amenazantes.

Su mano se deslizó con cuidado bajo mi cabeza, alzándola un poco. El borde de un cuenco tocó mis labios. Olí el agua limpia como sólo se la recoge de los ríos del bosque. Bebí con ansiedad y me atraganté al terminarla.

—Shhh, tranquila —repitió el lobo en otro susurro cálido, volviendo a apoyar mi cabeza en el jergón.

—Gracias, mi señor —musité con voz entrecortada.

Su mano se apoyó abierta sobre mi pelo por un momento, una presión leve pero firme que me resultó inesperadamente tranquilizadora.

—Vuelve a dormir.

Asentí y su mano se retiró con suavidad. Agotada y dolorida, no tardé en hacer lo que me decía.

Ignoro cuánto dormí. Mis ojos seguían vendados cuando volví a despertar, y la tela que los cubría era gruesa y oscura, impidiéndome advertir variaciones en la luz.

El fuego seguía ardiendo muy cerca de mí, y sentí un calor diferente a lo largo de mi espalda, ciñendo la piel de oso a mi cuerpo. Adormecida como estaba, me volví hacia ese otro calor. El lobo se estremeció cuando acerqué la cara a su costado, y pareció tensarse.

—Gracias por salvarme, rey lobo —murmuré, como le dijera una vez al lobo fuerte y noble, cuyos brazos habían sido los primeros en estrecharme cuando naciera.

Mi nariz se hundió en una pelambre espesa, sedosa, que olía a bosque y rocío. Y algo más. Una flor silvestre que no lograba identificar.

*   *   *

—¡Madreselva!

Mi propia exclamación me despertó sobresaltada. Me había incorporado a medias, y aunque seguía de cara al fuego, el frío en el pecho me recordó que estaba desnuda. Volví a recostarme apresurada, alzando la manta y la piel de oso hasta la nariz.

Percibí un rastro de claridad que se filtraba por los bordes de la tela que aún me cubría los ojos. ¿De modo que antes había despertado de noche?

—¿Estás bien?

El susurro del lobo volvió a sobresaltarme y me encogí bajo la manta, asintiendo.

—¿Qué dijiste?

Meneé la cabeza, muerta de vergüenza.

—Repítelo.

El susurro cálido había adquirido un eco de autoridad, el lobo hablándole a uno de sus súbditos.

—Madreselva —murmuré en un hilo de voz.

—¿La flor? ¿Qué hay con ella?

—Tú… —balbuceé, y no me atreví a continuar.

Escuché un rumor inconfundible de tela y el susurro sonó muy cerca de mi cara, como si se hubiera inclinado sobre mí.

—¿Sí?

—Tú… Tú hueles a madreselva, mi señor —musité.

Lo oí echarse hacia atrás.

—¿Cómo dices?

Seguía hablando en susurros, pero su voz había perdido toda calidez.

—Lo siento mucho, mi señor. No fue mi intención. Hueles como el rey lobo. El… el antiguo Alfa… Bosque y rocío. Y madreselva.

—¿Puedes distinguirnos por nuestro olor?

Fruncí el ceño tras la venda, desconcertada por su sorpresa. —¿No debería?

Volvió a moverse y permanecí muy quieta, conteniendo el aliento. Oí el rumor de pasos en un suelo de tierra seca. Entonces se agachó para inclinarse sobre mí otra vez.

—Debo irme. Aguarda a que me haya alejado para descubrirte los ojos. —Asentí con rapidez—. Te dejo leña y comida. Encontrarás también ropa, y todo lo necesario para cambiar tus vendajes. Regresaré por la noche.

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