Me despertó besando mi frente como un soplo.
—Tengo que irme —susurró cuando alcé la cara hacia él—. Pero regresaré después de la cena.
Encontré a tientas su pecho y me di cuenta que ya se había vestido. Tironeé de la pechera de su camisa para besarlo por última vez.
—Te amo —murmuré.
—Y yo a ti, mi pequeña. Que tengas un buen día.
Me hizo volver a acostarme y me arropó como solía. Un momento después oí el panel de madera raspar el suelo de piedra. Una breve ráfaga de aire frío me alcanzó antes que volviera a cerrarse. Sus pasos firmes se alejaron subiendo una escalera de piedra a juzgar por el sonido. Me quité la cinta de los ojos y hundí la cara en la almohada que él había usado, aún tibia, y que ahora olía a él.
El so
Tilda casi tuvo que darme de comer en la boca durante el almuerzo, porque mi única mano disponible dolía cuando la cerraba, de modo que me costaba sostener la cuchara sin que se me cayera y se volcara a mitad de camino.Viendo lo frustrada y dolorida que estaba, preparó varios saquitos con valeriana molida y ralladuras de corteza de sauce, e insistió en acompañarme a mi habitación. La expresión con la que se detuvo en el umbral, mirando alrededor, me hizo disculparme.Todo estaba tal como lo había dejado: las mantas apenas estiradas sobre la cama, la bandeja con los restos de la cena en la mesa. Al menos había recordado abrir la ventana para ventilar y que la habitación no oliera tanto a él.—Lo siento. Planeaba limpiar después del almuerzo.—No te corresponde —gruñó, cruzando la habitación—. Ven, siéntate.Apenas
Pasé el día en mi habitación, con Aine cuidándome hasta la cena y visitas regulares de Tilda para constatar mi estado. No volvió a fajar mi brazo, permitiéndome tenerlo entablillado en el cabestrillo, y aceptó que dejara los cortes del otro brazo descubiertos.Aine resultó la mejor compañía que tuviera jamás. Me ayudó a asearme y a vestir una de las enaguas que me trajera, suelta y sin mangas. El cuarto estaba tan bien caldeado, que sólo precisé cubrirme los hombros con una pañoleta para no tener frío. Mientras almorzábamos, no pudo con su curiosidad, y acabé hablándole de Lirio, Selene y Aurora.—¿De modo que aún hay una de ellas moviéndose en libertad por el castillo? —exclamó.—¿Recuerdas la muchacha que nos trajo el té aquí la otra tarde?—¡Po
—¡Risa! ¿Qué te ocurre? —exclamó Tilda, corriendo a agacharse frente a mí.En ese momento al fin logré vomitar. La sanadora me sostuvo la frente. Intentó limpiarme la boca cuando pasó la arcada, pero mi estómago tenía otros planes. Vomité hasta que ya no me quedaba ni siquiera bilis por expulsar. El estómago aún me arrancaba gemidos de dolor, que se extendía por mis entrañas.Tilda me sostuvo a tiempo, porque mi brazo temblaba tanto que cedió. Entonces sí me limpió la boca, guiándome a descansar la cabeza contra su pecho.Debo haber perdido el sentido, porque cuando reaccioné, estaba tendida en el camastro en la sala de Tilda, afiebrada y temblorosa. Me sentía tan débil que abrir los ojos me demandó un esfuerzo consciente.Amanecía y vi varias personas más allá del
La semana siguiente fue como un oasis en mi tumultuosa llegada al castillo. Me curé de la intoxicación, los cortes de mi brazo y mi cara terminaron de sanar sin complicaciones, y mi otro brazo parecía casi listo para prescindir de las varillas. Pasaba las mañanas con las sanadoras, las tardes con Aine y las noches con el lobo. Por primera vez no echaba de menos la tranquilidad de la cueva, y comenzaba a sentir que la vida en el castillo tal vez no resultara tan mala como temiera en los primeros días.Fue durante esas jornadas tranquilas que Tilda advirtió que me había hecho la idea errónea de que las mujeres de servicio eran poco menos que explotadas por los lobos, y se tomó el trabajo de explicarme cómo estaban organizadas. Vivían en Iria, que significa tierra fértil, un pintoresco pueblito tres kilómetros al sur del castillo, en casas que compartían entre tres o cuatro
Creí que moriría de vergüenza cuando me hizo arrodillar en medio de la cama, las piernas separadas, sin permitir que me sentara en mis talones. Se tomó su tiempo para entenderse con los botones bajo el corpiño y abrió la prenda por delante para dejar mi cuerpo a la vista. Luego situó el pote con la crema junto a una de mis rodillas antes de recostarse frente a mí.—Adelante, mi pequeña —susurró—. Yo te indicaré si te salteas algo.—Pero, mi señor… —balbuceé.Una de sus manos me sujetó la nuca, y me besó mientras su otra mano tomaba la mía. La llevó a mojar mis dedos en la crema y luego a mi pelvis.—Sigue tú —dijo en un soplo.Mis mejillas ardían cuando volvió a reclinarse en las almohadas. Respiré hondo y comencé a aplicarme la crema. Escuchaba su re
Esa tarde, luego de pasar varias horas estudiando con Aine en el prado, regresé a mi habitación para hallar algo envuelto en tela sobre mi cama.Aparté el envoltorio con curiosidad y sentí que enrojecía hasta las orejas: era un enagua traslúcido y escotado, el breve corpiño profusamente bordado. La falda estaba formada por dos pliegues independientes que caían hasta los pies sin cerrarse ni por delante ni por detrás.Entonces advertí el pequeño trozo de papel que cayera sobre las mantas. Lo levanté y hallé las dos palabras escritas en una letra hermosa, inclinada a la derecha, grande y clara para que la leyera sin inconvenientes: te amo.Besé el papel con los ojos llenos de lágrimas.Por la noche, vestí el atrevido enagua que me dejara el lobo, pero decidí gastarle una pequeña broma y lo cubrí con el vestido m&aacut
Esa mañana me puse el vestido que me probara en la víspera, con el delantal y la cofia. Por primera vez desde que llegara al castillo, no sentía la menor molestia en el brazo que me lesionara el león de la montaña. Decidí no colgarlo del cabestrillo, aunque guardé la ancha tira de tela en el bolsillo del delantal por si la necesitaba. Salí de mi habitación con la bandeja de mi cena, que quedara intacta.Comprendí que era más tarde de lo que creía cuando hallé a Almendra y su compañera limpiando la sala de Tilda. La mujer sonrió al verme. Noté que no se la veía tan congestionada. Me señalé la nariz arqueando las cejas y asintió con otra sonrisa. Tilda llegó en ese momento de las dependencias de las otras sanadoras.La enfrenté con mi expresión más dócil, mostrándole la bandeja en mis manos.<
Una vez más, la actitud de Marla al volver a verme reveló que Tilda le había adelantado lo que acabábamos de hablar. Nos indicó que la siguiéramos y nos precedió a su pequeño estudio. Nos sentábamos las tres a la mesa cuando Ronda se nos unió con té para todas, cerrando la puerta a sus espaldas.—Habla, pequeña —dijo Marla con acento cálido—. Porque así como tú no nos escuchas con tu mente, nosotras no te escuchamos a menos que te expreses de viva voz.—Comprendo por qué me protegen, y que seguramente es necesario —dije, la vista baja para que sus miradas atentas no me intimidaran—. Y se los agradezco de corazón. Salvo Tea, nunca nadie se había preocupado por mí como ustedes. Tal vez por eso me ilusioné con que las humanas me aceptaran. Pero Tilda tiene razón: no es lo que debería i