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Aine se presentó poco antes del mediodía, alegre y radiante como siempre.

—¡Ven, Risa! exclamó—. ¡Ven a ver tu habitación!

—Te espero para almorzar —me dijo Tilda cuando salía tras Aine.

La princesita tomó mi mano y me condujo a paso rápido por el corredor, más allá de las dependencias de las sanadoras, hasta una puerta antes de un recodo, a la que se accedía subiendo tres escalones de piedra. La empujó para abrirla de par en par y me invitó a entrar riendo. Me detuve tan pronto traspuse el umbral, mirando a mi alrededor incrédula.

La habitación era tan amplia como la cueva, con dos altas ventanas de pesados cortinados dobles, recogidos con elegantes moños bordados, que dejaban entrar la luz del sol a raudales. El suelo de piedra desaparecía bajo las gruesas alfombras, que lo cubrían cas

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