Abrí la mano y encontré una ancha cinta negra. Me la llevé a los labios luchando por contener las lágrimas. No olía a él, pero igualmente evocaba todos los momentos que pasáramos juntos.
—No puede visitarte abiertamente, pero tal vez logre escabullirse inadvertido por la noche.
—Gracias —murmuré.
Brenan me alborotó el cabello riendo por lo bajo. Tilda regresó enseguida, con dos mujeres que traían nuestro almuerzo. No presté atención a lo que conversaron la sanadora y el joven lobo mientras comíamos, a pesar de que hablaban en voz alta por respeto a mí. Aquella cinta me había devuelto el alma al cuerpo, y por primera vez sentía verdadero apetito.
Más tarde, al ver que Tilda traía tablilla, estilete y libros, Brenan le indicó que se los diera.
—Yo me encargaré de la lección d
Aine se presentó poco antes del mediodía, alegre y radiante como siempre.—¡Ven, Risa! —exclamó—. ¡Ven a ver tu habitación!—Te espero para almorzar —me dijo Tilda cuando salía tras Aine.La princesita tomó mi mano y me condujo a paso rápido por el corredor, más allá de las dependencias de las sanadoras, hasta una puerta antes de un recodo, a la que se accedía subiendo tres escalones de piedra. La empujó para abrirla de par en par y me invitó a entrar riendo. Me detuve tan pronto traspuse el umbral, mirando a mi alrededor incrédula.La habitación era tan amplia como la cueva, con dos altas ventanas de pesados cortinados dobles, recogidos con elegantes moños bordados, que dejaban entrar la luz del sol a raudales. El suelo de piedra desaparecía bajo las gruesas alfombras, que lo cubrían cas
Crucé la habitación en dos pasos para saltar sobre la cama y echarle el brazo sano al cuello riendo y llorando, pegada a su costado y aferrada a él como si fuera a desaparecer. El lobo frotó su cara contra mi mejilla, la cola golpeando la cama, dejándome hundir la nariz en su pelambre lustrosa.Cuando fui capaz de apartarme de él, sonriendo entre lágrimas, desaté con torpeza la cinta negra que me trajera Brenan, y que desde entonces llevaba anudada en torno a la muñeca de mi brazo lesionado. Me lamió la cara con ímpetu.—No puedo atármela sola, mi señor. Te daré la espalda y la sostendré ante mis ojos para que tú lo hagas.Lo hice sintiendo que el pecho me estallaría de felicidad. El corazón me latía con tanta fuerza que me zumbaban los oídos y no lo escuché transformarse. Me estremecí de pies a cabeza cu
Me despertó besando mi frente como un soplo.—Tengo que irme —susurró cuando alcé la cara hacia él—. Pero regresaré después de la cena.Encontré a tientas su pecho y me di cuenta que ya se había vestido. Tironeé de la pechera de su camisa para besarlo por última vez.—Te amo —murmuré.—Y yo a ti, mi pequeña. Que tengas un buen día.Me hizo volver a acostarme y me arropó como solía. Un momento después oí el panel de madera raspar el suelo de piedra. Una breve ráfaga de aire frío me alcanzó antes que volviera a cerrarse. Sus pasos firmes se alejaron subiendo una escalera de piedra a juzgar por el sonido. Me quité la cinta de los ojos y hundí la cara en la almohada que él había usado, aún tibia, y que ahora olía a él.El so
Tilda casi tuvo que darme de comer en la boca durante el almuerzo, porque mi única mano disponible dolía cuando la cerraba, de modo que me costaba sostener la cuchara sin que se me cayera y se volcara a mitad de camino.Viendo lo frustrada y dolorida que estaba, preparó varios saquitos con valeriana molida y ralladuras de corteza de sauce, e insistió en acompañarme a mi habitación. La expresión con la que se detuvo en el umbral, mirando alrededor, me hizo disculparme.Todo estaba tal como lo había dejado: las mantas apenas estiradas sobre la cama, la bandeja con los restos de la cena en la mesa. Al menos había recordado abrir la ventana para ventilar y que la habitación no oliera tanto a él.—Lo siento. Planeaba limpiar después del almuerzo.—No te corresponde —gruñó, cruzando la habitación—. Ven, siéntate.Apenas
Pasé el día en mi habitación, con Aine cuidándome hasta la cena y visitas regulares de Tilda para constatar mi estado. No volvió a fajar mi brazo, permitiéndome tenerlo entablillado en el cabestrillo, y aceptó que dejara los cortes del otro brazo descubiertos.Aine resultó la mejor compañía que tuviera jamás. Me ayudó a asearme y a vestir una de las enaguas que me trajera, suelta y sin mangas. El cuarto estaba tan bien caldeado, que sólo precisé cubrirme los hombros con una pañoleta para no tener frío. Mientras almorzábamos, no pudo con su curiosidad, y acabé hablándole de Lirio, Selene y Aurora.—¿De modo que aún hay una de ellas moviéndose en libertad por el castillo? —exclamó.—¿Recuerdas la muchacha que nos trajo el té aquí la otra tarde?—¡Po
—¡Risa! ¿Qué te ocurre? —exclamó Tilda, corriendo a agacharse frente a mí.En ese momento al fin logré vomitar. La sanadora me sostuvo la frente. Intentó limpiarme la boca cuando pasó la arcada, pero mi estómago tenía otros planes. Vomité hasta que ya no me quedaba ni siquiera bilis por expulsar. El estómago aún me arrancaba gemidos de dolor, que se extendía por mis entrañas.Tilda me sostuvo a tiempo, porque mi brazo temblaba tanto que cedió. Entonces sí me limpió la boca, guiándome a descansar la cabeza contra su pecho.Debo haber perdido el sentido, porque cuando reaccioné, estaba tendida en el camastro en la sala de Tilda, afiebrada y temblorosa. Me sentía tan débil que abrir los ojos me demandó un esfuerzo consciente.Amanecía y vi varias personas más allá del
La semana siguiente fue como un oasis en mi tumultuosa llegada al castillo. Me curé de la intoxicación, los cortes de mi brazo y mi cara terminaron de sanar sin complicaciones, y mi otro brazo parecía casi listo para prescindir de las varillas. Pasaba las mañanas con las sanadoras, las tardes con Aine y las noches con el lobo. Por primera vez no echaba de menos la tranquilidad de la cueva, y comenzaba a sentir que la vida en el castillo tal vez no resultara tan mala como temiera en los primeros días.Fue durante esas jornadas tranquilas que Tilda advirtió que me había hecho la idea errónea de que las mujeres de servicio eran poco menos que explotadas por los lobos, y se tomó el trabajo de explicarme cómo estaban organizadas. Vivían en Iria, que significa tierra fértil, un pintoresco pueblito tres kilómetros al sur del castillo, en casas que compartían entre tres o cuatro
Creí que moriría de vergüenza cuando me hizo arrodillar en medio de la cama, las piernas separadas, sin permitir que me sentara en mis talones. Se tomó su tiempo para entenderse con los botones bajo el corpiño y abrió la prenda por delante para dejar mi cuerpo a la vista. Luego situó el pote con la crema junto a una de mis rodillas antes de recostarse frente a mí.—Adelante, mi pequeña —susurró—. Yo te indicaré si te salteas algo.—Pero, mi señor… —balbuceé.Una de sus manos me sujetó la nuca, y me besó mientras su otra mano tomaba la mía. La llevó a mojar mis dedos en la crema y luego a mi pelvis.—Sigue tú —dijo en un soplo.Mis mejillas ardían cuando volvió a reclinarse en las almohadas. Respiré hondo y comencé a aplicarme la crema. Escuchaba su re