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—Mírate cómo estás, mi señor —susurré, luchando por limpiar de abrojos la panza del lobo en la luz de la lámpara que teníamos al borde de la piscina—. ¿Acaso fuiste a cazar con los príncipes?

Ladeó la gran cabeza hacia mis rodillas y le rasqué el cuello sonriendo.

—No me harás olvidar que tu lomo está reluciente —advertí—. Eso significa que te has hecho bañar por otra y me dejaste lo peor a mí.

Se volteó de inmediato para olerme la cara con las orejas gachas, mirándome desde abajo al mejor estilo cachorro apaleado de Aine. Lo enfrenté ceñuda. Agachó las orejas aún más y apoyó la cabeza en mi falda.

—Ya —gruñí—. Sabes que no puedo enfadarme contigo, pero esto no quedará así. Hablaremos cuando regresemos a mi habitación.

Me lamió la cara, moviendo la cola contra los mosaicos como para hacer olas en el escaso fondo de agua que se juntaba en las piscinas.

—Ya —repetí, echándome hacia atrás—. Acuéstate o pasaremos la noche aquí. —Lo miré de

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