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Los establos estaban silenciosos cuando al fin pude poner fin a ese día aciago. Me detuve a la entrada, dejando que mi olfato aceptara la avalancha de olores y mis oídos reconocieran los pequeños ruidos en las sombras. Entre ellos, los latidos de un corazón que me hicieron sonreír. Allí estaba mi pequeña, en el entrepiso del heno, bajo la ventana abierta a la noche tibia y las estrellas. Dormía, aunque su sueño no era profundo ni apacible.

Trepé la escalera de mano y me asomé lo indispensable para echarle un vistazo. Estaba hecha un ovillo sobre un mullido colchón de heno cubierto con su manto. Ver la cinta negra que dejara junto a su cabeza me arrancó un suspiro entrecortado de gratitud: se había dormido esperándome.

Llegué a su lado con sigilo, cubrí sus ojos y me tendí a su lado, tras ella. Apenas descansé mi brazo en torno a su cintura, volteó a apretar la cara contra mi pecho, aunque no relajó su posición.

—Te amo, pequeña —susurré besando su frente y cerra

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