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Salía de mis habitaciones cuando un alboroto en la galería me obligó a detenerme. Antes que pudiera girar para ver qué ocurría, un cachorro chocó contra mi pierna, y luego otro. Recuperaron el equilibrio sin detenerse y continuaron corriendo con un tercer cachorro. Tras ellos venía una de las hijas de Milo, corriendo también, y luchando por alcanzarlos sin tropezar en los ruedos de su vestido. Le indiqué que se detuviera y me volví hacia los cachorros conteniendo la risa.

¡Alto!

Los tres se detuvieron bruscamente, encogiéndose en un apretado montón con gemidos ahogados. Seguramente era su primera experiencia con la voz de mando, porque si conocía a mi hermano, debía permitir que los cachorros brincaran en su cabeza cuando y como quisieran.

Me acerqué a acuclillarme ante ellos y aguardé a que me enfrentaran. Movieron la cola al reconocerme, y trataron de saltarme encima y jugar, pero los señalé con un dedo y retrocedieron, volviendo a echarse.

—G

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