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Su aliento tibio sobre mi piel me despertó al amanecer. Permanecí muy quieto, disfrutando la maravillosa certeza de tener a mi pequeña a mi lado, su brazo sano descansando sobre mi espalda y su pierna entre las mías, como solíamos dormir en el Atalaya. El fuego aún ardía en el hogar, llenando la habitación con el resplandor cálido, cambiante de las llamas.

Risa se tendió boca arriba con una queja sofocada y recordé su brazo herido. Volteé en la cama para abrazarla volviendo a cerrar los ojos. Junto con el cansancio del viaje, una paz desconocida me colmaba.

—Ni pienses en levantarte —murmuré.

Ladeó su cara hacia mí y la sentí agitarse.

—Ayúdame, mi señor. Se me ha desatado la cinta.

Me dio la espalda y busqué los lazos sin abrir los ojos. Tan pronto aseguré la malhadada cinta, hundí la

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