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Pronto se apartó un poco de mi costado, aún sonriendo entre lágrimas, y vi que forcejeaba por desatar la cinta negra, que llevaba anudada en torno a la muñeca de su brazo herido. Eso trajo su cara al alcance de la mía y la lamí con ímpetu.

—No puedo atármela sola, mi señor —dijo con voz temblorosa, toda ella vibrando de alegría al mostrarme la cinta—. Te daré la espalda y la sostendré ante mis ojos para que tú lo hagas.

Cambié sintiendo que el corazón me estallaría de una felicidad que nunca antes experimentara. Porque ella también estaba feliz. Y el único motivo de su felicidad era haberse reencontrado conmigo.

Cubrí sus ojos con manos temblorosas y Risa se volvió para caer en mis brazos. La estreché contra mi pecho luchando por controlar mi emoción, besando su pelo y su frente, aspirando su esencia con ansiedad. Alzó la cara hacia mí, ofreciéndome sus labios, y la besé hasta quedarnos sin aliento.

—Oh, mi pequeña, mi pequeña —suspiré volviendo a abrazar

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