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Corrí como alma que lleva el diablo todo el camino desde el Atalaya, sin detenerme hasta mis habitaciones, donde cambié antes de derrumbarme atravesado boca abajo en mi cama, sin aliento, la cara oculta entre mis brazos cruzados, luchando por contener las lágrimas.

—¿Mael?

La voz de madre en mi mente me sobresaltó.

—Ahora no, madre —repliqué todavía agitado.

—¿Por qué lloras, hijo? —preguntó con ternura—. Debería ser el día más feliz de tu vida.

Manoteé una almohada para hundir mi cara en ella, sofocando cuanto podía los gemidos que me desgarraban el pecho. Madre no insistió, dejándome desahogar un poco la angustia que me acuciaba desde que despertara y dejara la cueva.

—¿Te corresponde? —inquirió luego en un soplo.

Asentí, me encogí de hombros, meneé la cabeza como si pudiera verme. Me obligué a sentarme, secándome la cara con rabia.

—No lo sé. Creo que sí —gruñí—. Su cuerpo corresponde mi deseo, pero sabes que eso no signific

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