Obedeció conteniendo el aliento, y se envaró cuando deslicé la punta de mi cuchillo entre su piel y la espalda del vestido. Olí su miedo, aunque no era tan intenso como la noche anterior. Hice un corte en el escote, entre sus omóplatos, y dejé el cuchillo para rasgar la tela con mis propias manos, dejando expuesta su espalda.
—Ya no tendrás excusa para ponerte estos trapos apestosos —dije, mojando el paño en el cuenco de agua tibia.
—Lo siento, mi…
Se interrumpió sobresaltada al sentir que lavaba su espalda con el paño y permaneció inmóvil, las manos cruzadas sobre el pecho para sostener la parte delantera del vestido. Lavé su espalda y sus hombros en silencio, percibiendo cómo se disipaba su miedo. Me incliné para oler su hombro, esa agradable mezcla de resina de árbol con notas de romero y limón del enebro, que el resabio amargo del láudano no lograba opacar.
—Ahora hueles bien —dije—. Hueles a ti.
Bastó que la rozara involuntariamente con mis la
Corrí como alma que lleva el diablo todo el camino desde el Atalaya, sin detenerme hasta mis habitaciones, donde cambié antes de derrumbarme atravesado boca abajo en mi cama, sin aliento, la cara oculta entre mis brazos cruzados, luchando por contener las lágrimas.—¿Mael?La voz de madre en mi mente me sobresaltó.—Ahora no, madre —repliqué todavía agitado.—¿Por qué lloras, hijo? —preguntó con ternura—. Debería ser el día más feliz de tu vida.Manoteé una almohada para hundir mi cara en ella, sofocando cuanto podía los gemidos que me desgarraban el pecho. Madre no insistió, dejándome desahogar un poco la angustia que me acuciaba desde que despertara y dejara la cueva.—¿Te corresponde? —inquirió luego en un soplo.Asentí, me encogí de hombros, meneé la cabeza como si pudiera verme. Me obligué a sentarme, secándome la cara con rabia.—No lo sé. Creo que sí —gruñí—. Su cuerpo corresponde mi deseo, pero sabes que eso no signific
Ahogó sus gemidos contra el jergón, arqueándose bajo mis besos y caricias. Especialmente cuando sujeté sus glúteos y me incliné para oler sus muslos, que intentaron separarse ante mí. La besé como la noche anterior, con ansias renovadas, perdido en el sabor exquisito de su cuerpo. Empujó, intentando arrodillarse para hacerme más lugar.Volví a tenderme sobre ella, dejando que mi ingle rozara su entrepierna como la noche anterior. Sentía mis entrañas en llamas, alimentadas por aquellos breves roces contra su cuerpo palpitante. Pasé mis brazos bajo ella para sujetar su pecho, disfrutando sus quejas y gemidos.Se agitó bajo mi cuerpo, apretando su entrepierna contra mi ingle, y movió las caderas para empujarse hacia mí. Temblé de pies a cabeza al sentirme resbalar apenas dentro de su vientre.Hasta que la sentí tensarse de dolor. Alcé las caderas y apreté su pecho, mordiendo su cuello hasta que estuve seguro que no volvería a intentar nada.Separé mi cuerpo
Fui por el tapiz para cubrir la entrada de la cueva, mientras ella abría uno de los arcones que le trajera Mora. Pasé a su lado cargando el pesado tapiz, prohibiéndome hablarle para no seguir incomodándola.—¿Debo usar el vestido, mi señor? —preguntó un momento después.—Puedes usar lo que gustes —repliqué, forcejeando para fijar bien las pieles en los clavos superiores de la entrada.Cuando terminé de colgar el tapiz y me volví hacia ella, no pude evitar reír por lo bajo, porque se había puesto unas calzas de lana, camisa y jubón.—Por supuesto que mi hermana te traería algo así —comenté, acercándome a ella—. Déjame verte.Se irguió como estaba, con una bota aún en su mano. Saqué el cuello de la camisa del jubón sonriendo, porque las ropas de montar le sentaban inesperadamente bien.—Es más cómodo, ¿verdad? —tercié, bajando los ruedos del jubón para que no se le arrugara bajo la faja.—Sí, mi señor. Sería un despropósito arruin
Fue un día complicado. Mendel insistió en partir con su grupo a pesar de la tormenta en ciernes, y luego de resolver con Milo los pendientes, todo y todos parecían precisar mi palabra final.El cielo se oscureció bajo las pesadas nubes de tormenta, que no tardaron en desgarrarse para derramar su carga de nieve, en grandes copos que un viento cruel del norte azotaba contra los cristales.Era noche cerrada cuando al fin pude dejar el castillo, hundiéndome hasta las rodillas a cada paso en la nieve blanda. Resultaba imposible correr contra el viento en aquella tempestad, y demoré mucho más que lo usual para alcanzar el Atalaya.Me sorprendió ver que las pieles que cubrían la entrada de la cueva no estaban completamente cerradas: la pequeña había dejado una esquina sin asegurar. Me colé dentro, agradeciendo el aire seco y caldeado en el interior, y descubrí a la pequeña en el jergón.Me sacudí la nieve del lomo antes de acercarme a ella. Estaba echa un ovillo
Me agaché frente a ella y apoyé una mano en su pelo. Se inmovilizó, hundiendo la cabeza entre los hombros. Quería cerciorarme de que mi simiente no le hacía daño. Ya habían pasado suficientes horas para que hubiéramos advertido cualquier efecto adverso.—¿Cómo te sientes? —inquirí—. ¿Tienes algún dolor, ardor, incomodidad?—No, mi señor lobo.—¿Estás segura?—Sí, mi señor.—Siéntate —le dije, ahogando un suspiro de alivio.Me arrodillé en el jergón frente a ella y guié sus manos a mis rodillas, inclinándome para hablarle al oído.—Aquí me tienes —susurré—. Haz lo que quieras.Sonreí al escuchar que su corazón parecía saltar en su pecho, y olí cómo se dulcificaba su esencia por un instante, antes que el temor la ensuciara.—¿Qué ocurre?—Es que no quiero disgustarte, mi señor —murmuró.La hice alzar la cara hacia mí riendo por lo bajo.—Hay sólo dos cosas que podrías hacer para disgustarme, pequeña: t
Me senté junto a ella en el jergón y la hice girarse para que me enfrentara. Tuve que respirar hondo para contener mi impulso de arrancarle la venda de los ojos. Era tan injusto, me hacía sentir que me aprovechaba de lo precario de su situación para imponerle mi voluntad.Paso a paso, me recordé. Y decidí que lo mejor era comenzar por el principio.—¿Sabes por qué las muchachas de la aldea pueden casarse a partir de los quince años, pero no pueden ser elegidas para venir con nosotros hasta los diecisiete?Meneó la cabeza frunciendo un poco el ceño, con curiosidad.—Nuestra simiente es demasiado fuerte para las muchachitas como tú —expliqué—. Si quedan embarazadas, suelen morir en el parto, y aun si sobreviven, el bebé nace muerto y con malformaciones. Es por eso que fijamos ese límite de edad.—Oh… ¿Fue por eso que la otra noche…? ¿El ardor?—No —gruñí contrariado.Advertí que mi reacción la había hecho retrotraerse de nuevo. En cualq
Al día siguiente, decidí que la tormenta que aún se demoraba sobre el Valle seguía sirviendo de excusa para quedarme allí con ella. No quería obligarla a estar todo el tiempo con los ojos vendados, y se me ocurrió que sería un buen momento para que comenzara a habituarse a mi presencia como lobo. Confiaba en que tener pelambre negra y ojos dorados como mi padre la ayudaría a perderme el miedo.De modo que descubrí sus ojos y salí a comer, porque me rugía el estómago. Al regresar, me eché junto al jergón frente al fuego, a esperar que despertara. Y a contemplarla, esta criatura inesperada que Dios pusiera en mi camino como un desafío. Para obligarme a hacer a un lado expectativas preconcebidas y prejuicios. Para que aprendiera a encontrar belleza y fortaleza más allá de las apariencias. Para que buscara la forma de allanar las incontables diferencias entre nosotros y hacerme amar por quien no tenía vínculos que la ataran a mí. Para que descubriera cómo convertirla en mi igual,
Cenamos sentados lado a lado en el jergón, frente al fuego, y tuve el gusto de verla comer con verdadero apetito por primera vez. Dimos buena cuenta del conejo, las verduras y el caldo en el que se cocieran las verduras. Serví los arándanos en un cuenco y la dejé comiéndolos mientras sacaba a la cornisa el caldero y los magros restos del conejo, sin ánimos para limpiar en ese momento.—¿Dejarás todo afuera? —preguntó sorprendida.—Lo que menos necesitamos es que nos despierte un león de la montaña entrando por un bocadillo —dije regresando hacia ella, y se me ocurrió intentar un poco de humor, recordando cómo la conociera—. Ya suficiente con tu olor, que los atrae, según dicen.Para mi gran sorpresa, mi broma la hizo enrojecer y encogerse de vergüenza.—¿El Alfa se los contó? —preguntó en un