Maurice Ramsay arrastra consigo el peso de un duro pasado, un corazón roto, y la desconfianza hacia el amor y las mujeres... sobre todo, las mujeres. Sin embargo, ya es tiempo de una segunda oportunidad en su vida, y ésta vendrá con el rostro que él menos imaginó. Abigail sabe lo que es amar, y lo que es callar. Ella llegará hasta el hombre que ama, no importa si para ello tiene que decir grandes mentiras, o develar terribles verdades. Acompaña a Maurice en la tercera y última historia de esta saga de amigos.
Leer más—¿David? –llamó Marissa mirándolo. Él había estado mirando por la ventana de la habitación que daba a los jardines de entrada, pero se giró a ella y sonrió—. No me digas que estás preocupado por Michaela. ¿Tengo que decirte que ella no volverá a casa esta noche? Es una adulta, por Dios… —Marissa iba a decir algo más, como que debía considerar que su hermana no se había ido de casa como habría sido lo normal sólo por su abuela, pero que desde hacía tiempo la joven había estado deseando su independencia, y que ahora que Peter había vuelto de su viaje era altamente probable que al fin lo hiciera. Hasta la abuela Agatha tendría al fin que comprender que la niña de la casa se había convertido en una mujer.Era una ley de la vida. Los niños crecían y se iban de casa. Ella
Michaela miraba la puerta de arribo del aeropuerto esperando a Peter. Hacía un año se había ido a Londres y no había vuelto ni una vez. Ella había ido a verlo, obviamente, pero fueron visitas de días, y de eso hacía cuatro meses… y lo extrañaba, lo extrañaba horrores.De pronto lo vio. Estaba completamente abrigado, con una pequeña boina a cuadros, una bufanda alrededor de su cuello, un abrigo que se veía caro, y ella prácticamente corrió a él.Se detuvo a sólo un paso, sintiéndose insegura. ¿Habrían cambiado las cosas? Él ahora era un hombre de mundo, seguramente en Londres había conocido muchas otras mujeres.—¿Michaela? –preguntó él, mirándola un poco admirado. Se había preparado para que le saltara encima, y ella se había quedado congelada.
Theresa Livingstone llamó a la puerta de su hija Candace sintiendo el retumbar de su corazón en su pecho. Este no era el magnífico pent-house que había compartido con Leonard Chandler, era un poco más modesto, pero de igual manera, decía por todos lados “dinero”.Esperaba que su hija menor sí la atendiera y le ayudara. Había sido un completo fracaso el haber ido a ver a las otras dos.Un hombre abrió la puerta, y Theresa abrió un poco su boca. Era guapo, vestía una sencilla camiseta con el nombre de alguna universidad en frente y la hizo pasar. Candace estaba en la cocina, y al ver a su madre, respiró profundo.—Bueno, las dejo a solas –dijo el hombre, y Theresa lo miró hasta que desapareció tras la puerta. Se giró a mirar a Candace.—¿Quién… quién es este?—¿Es esa la primer
Candace entró a su habitación con los hombros caídos, mirando en derredor su preciosa habitación, pero sintiéndose miserable.—¿Eres tú, Candy? –preguntó su marido, y ella hizo un sonido de asentimiento. Él estaba en el cuarto del guardarropa, seguramente.Se sentó en el filo de la cama mirando al vacío.No habían conseguido nada yendo a la casa de Abigail. El propósito había sido intimidarla como siempre hacían, acorralarla y obligarla a que retirara la demanda contra su padre. Todo había salido al revés.Luego de ver a su hermana mayor con su marido, gimiendo de tal manera, recibiendo tales mimos y tales palabras de amor, cada una había salido por su lado; ni siquiera se habían vuelto a mirar las caras entre ellas, mucho menos hacerse un comentario.Era chocante. La tímida tartamuda que se bloquea
Candace iba muda. No podía ser. Todo esto tenía que ser mentira. No podía ser.Se detuvo en su camino y miró la fachada de la mansión. Sus hermanas no paraban de cotorrear hablando mal de Abigail, diciendo que era una presumida, que ahora que lo tenía todo se sentía por encima de ellas, que siempre habían sabido que no era ninguna tonta, y, por el contrario, era dueña de una mente siniestra y calculadora.Tiene que ser mentira, se volvió a decir, y desanduvo los pasos volviendo a la mansión.—¿A dónde vas? –le preguntó Charlotte.—Tengo que verlo por mí misma –contestó Candace—. Abigail fue una tonta reprimida toda su vida, no puede una persona de repente sacar tanta sabiduría de la nada.—¿Sabiduría? ¿Llamas a la sarta de sandeces que dijo sabiduría? &nd
—¿Qué? –preguntó Candace con ojos casi desorbitados. Nunca habían visto a Abigail así.—¿Estás sorprendida? –preguntó Abigail sonriendo, y se veía tan hermosa y tan amenazante, que Christine incluso miró en derredor ubicando las salidas—. ¿Nunca te imaginaste que tu hermanita mayor te pudiera hablar así? –aquello fue un poco impactante para las tres. En algún momento de la historia habían olvidado que Abigail era, después de todo, la mayor de las tres—. Prácticamente las vi nacer, crecer, y echarse a perder. Las conozco muy bien, conozco lo rastreras que son, lo podrido que están sus corazones. ¡No se atrevan a hablar de Maurice! Cuando Stephanie lo embaucó, la apoyaron todo lo que fue necesario para mantenerlo cegado, pero luego renegaron de ella cuando murió víctima de sus propios actos. E
En los siguientes días, Maurice estuvo permanentemente en casa debido a, además de la recomendación del médico, la insistencia de Stephen, y afortunadamente, fue dócil esta vez e hizo caso.La recuperación, sin embargo, fue rápida, y Maurice usó todo ese tiempo para estar con su hijo casi las veinticuatro horas del día.Los rumores de lo que había pasado en la casa Livingstone fueron inevitables en los círculos sociales en los que éstos se desenvolvían, y cuando además se enteraron de que Theresa había abandonado a su marido en favor de su médico personal, fue peor.Sin embargo, Abigail parecía inmune a los comentarios. Tal vez porque su círculo inmediato de amigos no le prestaba atención a nada de eso y sabían la verdad.Pasadas unas cuantas semanas, Maurice fue liberado de su férula, y ahora asi
—Tienes el cúbito levemente fisurado –dijo el médico señalándole la radiografía a contraluz donde se veía el hueso con una fina línea a un lado—. No es grave; la fisura es sólo de unos milímetros, pero deberás mantener tu brazo inmovilizado por un tiempo.Maurice dejó salir el aire sentado en la camilla, con el brazo envuelto en una férula y cabestrillo, y mirando al médico con cara de pocos amigos, pero no dijo nada al sentir la suave mano de Abigail en su cabello. No se había separado de él en ningún momento, y estaba aquí brindándole su consoladora presencia mientras el médico le daba instrucciones.Luego de haberla revisado a ella y a Samuel y comprobar que ambos estaban en perfecto estado, le habían confiado el niño a Agatha, que gustosa lo recibió y se fue con Michaela y Peter a l
Abigail le daba de comer a Samuel mientras pensaba, pensaba y pensaba. Estaba exprimiendo su cerebro, y estaba segura de que, de no hallar una solución pronto, sus neuronas terminarían fundidas.Necesitaba escapar, necesitaba salir de aquí. ¿Pero, cómo?Miró a su hijo pegado a su pecho, alimentándose tranquilamente, con un pañal seco y ropa limpia. Era todo lo que un bebé necesitaba, y sonrió acariciando su suave cabello negro.Minutos después su hijo quedó satisfecho y se separó de ella con sus ojitos entreabiertos y una expresión de complacencia. Una gota de leche se había quedado en su labio inferior y ella lo secó con ternura.—Tenemos que salir de aquí –dijo, acomodándoselo sobre el pecho y dándole palmaditas en la espalda con suavidad.Caminó al ventanal y miró hacia abajo