Abigail vio el taxi alejarse sabiendo que no tenía caso seguir corriendo. Además, su estado físico a causa de su asma era tan malo, que tuvo que detenerse. Acababa de tener un ataque ahora, no podía provocar otro tan pronto.
Sus ojos se humedecieron y miró en derredor. Las cosas habían salido terriblemente mal. Había sospechado que Maurice la rechazaría al primer intento, pero no imaginó que le fuera a ir así. ¿Y ahora, qué haría?
Miró el sobre médico en sus manos y lo apretó con fuerza. Hacía unas semanas, había encontrado esto en la cafetería de una clínica, y lo había duplicado tan bien con su propio nombre que no parecía falsificado.
De adolescente, había leído una novela donde la protagonista había conseguido así casarse con el amor de su vida, y habían sido felices por siempre. Si bien no tenía ocho años para imitar todo lo que leía o veía en televisión, esto se había convertido en una idea fantástica para conseguir sus metas. Arthur se había opuesto rotundamente al principio, pero luego se había resignado a ayudarla y había falsificado el documento por ella.
Si la descubrían, seguramente iría a la cárcel, pero estaba desesperada. E igualmente, no tenía nada que perder.
Era consciente de que por sus propios encantos jamás conseguiría a un hombre, y mucho menos a él, que la odiaba, o al menos, a su cara. Otro hombre no le interesaba, y, además, ellos tampoco se interesaban en ella. Su alternativa era peor, quedarse en casa de su madre hasta envejecer la llenaba aún más de pánico que ir a la cárcel, y eso la había impulsado a terminar lo que había empezado y venir aquí.
Pero no contaba con que el corazón de Maurice había sido tan lastimado que ahora se protegía y defendía como una bestia. Ni siquiera había parpadeado cuando le dijo que lo amaba. ¡No le había importado!
Siguió caminando hasta que otro taxi se detuvo y se subió a él. Su madre la amonestaría por haber desaparecido toda la tarde, pero no le importaba. Tenía que hacer esto.
—¿Qué te pasa, hermano? –le preguntó David al verlo. Maurice entró a la casa, saludó a David en voz baja y caminó a la sala.
—No me prestes atención… Tuve un contratiempo antes de salir de casa, perdona la tardanza –David se encogió de hombros. Por las escaleras bajó Marissa, tan bien vestida como siempre y con una sonrisa radiante en su rostro.
—Hola, Mao –saludó ella, y él hizo una mueca. Odiaba el diminutivo, pero Michaela lo había empezado hacía tiempo y ahora todos lo llamaban así, no había podido hacer nada para evitarlo.
—Hola, Mary –ella se echó a reír. Se acercó a su esposo y lo rodeó con su brazo por la cintura.
—¿Vienes a cenar con nosotros? –Maurice miró a otro lado para no ver las demostraciones de cariño entre los recién casados y dio unos pasos alejándose.
—Eso parece. Dijiste que te cambiarías de casa –dijo de pronto, mirando a David—. Esta ya se les quedó chica, ¿no?
—Sí. Además, tengo planeado embarazar a mi mujer pronto, así que necesitaré más habitaciones.
—¡David! –lo regañó ella dándole un manotazo, pero él le tomó el rostro y la besó.
Maurice apretó los dientes. Había sido un error venir a casa de unos recién casados, sobre todo, cuando acababa de rechazar una propuesta de matrimonio.
Sonrió sin podérselo creer. ¿De veras esa tonta había hecho algo así? ¿A qué juego macabro estaba jugando?
—¿Maurice? –saludó Agatha al verlo, y cambiando completamente el semblante, Maurice caminó a ella y la abrazó. La única mujer en el mundo que merecía su respeto.
Cuando regresó a casa, se aseguró de que no hubiese nadie en el pasillo, y suspiró cuando lo vio despejado. Entró al estrecho apartamento y volvió a sentarse en la mesa que había estado ocupando horas antes.
Luego de tanto tiempo sin nada que hacer, ahora sentía que el día no le alcanzaba. La lista de tareas que tenía parecía extenderse a cada momento.
Unos ojos azules entraron de repente en su mente. No eran azul pálido como los de Marissa, no. Eran eléctricos, y resaltaban en medio de una cara llena de pecas.
Molesto, dejó los papeles y caminó a su habitación, desnudándose. ¿Por qué esa loca había creído que era buena idea venir aquí y soltar tamaña sarta de estupideces? ¿No sabía acaso lo que estaba planeando él contra su familia?
“Moriré en un año”, había dicho ella, y él se preguntó entonces cómo alguien podía tener tal certeza.
Un año de vida, suspiró mientras se sacaba los pantalones quedando apenas en su ropa interior. ¿Si él tuviera sólo un año de vida, qué haría?
Se quedó quieto cuando a su mente no vinieron opciones. Estaban Daniel, David, y la familia de éste, pero ellos tenían su propio mundo, él terminaba siendo un intruso por más que ahora fueran una familia.
Molesto, caminó hasta la cocina y se sirvió un vaso de agua y vio el que él le había servido a la mujer pelirroja y ella había rechazado. Recordó que le había dado un ataque extraño en la puerta que no podía ser fingido, pues en verdad se había puesto pálida y fría.
¿Por qué estaba pensando en ella, maldita sea?
Arrojó el vaso con fuerza en el lavaplatos, y éste se rompió. Maldiciendo, Maurice recogió los pedazos y los echó a la b****a.
Sabiendo que no podría dormir, se sentó a la mesa y siguió con los papeles que había dejado en el momento en que David lo había llamado para comer. Necesitaba concentrarse en esto. En una semana más volvería oficialmente a su vida, y tenía muchas cosas que hacer ahora.
—¿Dónde estuviste ayer? –le preguntó Christine a Abigail, que apretó los dientes sin contestarle. Todavía le escocía la mejilla donde su madre le había golpeado por haberse ausentado toda la tarde y llegado ya en la noche sin una excusa.
James, el esposo de Christine, que se estaba quedando calvo, pero intentaba disimularlo con peinados a medio lado, la miró de reojo. Siempre había pensado que de los maridos de sus hermanas este era el menos terrible, pero terminaba siendo, a sus ojos, un pusilánime que se dejaba dominar por su mujer.
—Debiste estar haciendo algo muy malo, si te esfuerzas tanto en ocultarlo –siguió Christine, con ponzoña. Vio que James le lanzaba una mirada de reproche, pero igual siguió—. Dime, ¿tienes algún… amorío por allí? –y luego la idea le pareció tan ridícula que se echó a reír. Abigail no dijo nada, y siguió su desayuno.
En la cabecera de la mesa estaba su padre, pero estaba absorto leyendo el periódico y tal vez no escuchaba lo que su hija decía. Abigail no terminó su plato, sino que se levantó de la mesa y se fue a su nueva habitación, mucho más estrecha que la anterior.
Tenía que volver a salir. Tenía que convencer a Maurice. Era su única esperanza.
Escribió en un papel una nota y caminó con ella hasta Bob, el chofer, y él la miró interrogante.
—Pero señorita, sin el permiso de su madre… —ella tomó el lapicero, y en el reverso de la nota escribió: “Asumiré toda la responsabilidad. ¡Por favor!”
Bob la miró compasivo. No era más que un anciano de buen corazón, y aceptó llevarla a donde le pedía.
Llegó a medio día de nuevo al espartano edificio donde vivía Maurice. Debía haberla asustado la pobreza que se evidenciaba aquí, pero no era así. Si Maurice aceptaba, y como condición ponía que debían vivir aquí, ella aceptaría encantada.
Insistiría. Insistiría hasta que él aceptara. Y al cabo de un año, inventaría algún milagro, alguna cosa. Tal vez para entonces, ella ya tuviera un hijo suyo. Tal vez para entonces, él ya la atesoraba tanto que tal vez si le revelaba la verdad, la perdonaría y le pediría que no se alejara jamás de él.
Sin embargo, no podría descubrirlo si ahora no luchaba con todas sus fuerzas.
Tenía que intentarlo una y otra vez, no importaba cuánto tiempo tomase.
Maurice llegó a eso de las dos de la tarde al edificio con aire distraído. Estaba pensando en la ropa que necesitaba comprar y el tedio que le daba empezar a dar vueltas por las tiendas para ello. Pero ahora que debía proyectar la imagen de un próspero hombre de negocios, sus jeans y camisetas habían pasado a la historia. Tal vez también debía quitarse la barba.Se paseó las manos por ella sintiendo un poco de pesar; se había acostumbrado a llevarla, así que decidió posponerlo.Al llegar al piso donde estaba su apartamento la vio, y de inmediato dio la media vuelta. Ella corrió a él.—¡Por favor! –suplicó—. ¡Eres mi única esperanza! –Maurice se volvió a girar y caminó en derredor como si buscara algo—. ¿Qué… qué pasa?—Estoy buscando las cámaras.&md
“Nadie te amará jamás como te amo yo”, había dicho ella, y esas palabras habían quedado flotando como un molesto eco rebotando alegremente en las paredes del apartamento de Maurice.Éste yacía sentado en el suelo, deseando hoy más que nunca un trago.¿Qué le había pasado? ¿Cómo había perdido el control de esta manera?Aunque rememoraba cada instante en su mente, era consciente de que a cada paso él pudo haberse detenido, pero no quiso. Simplemente no quiso.Había violado a una mujer aquí, en su puerta, y ella había salido llorando.Está bien, oficialmente no era una violación, pues él le había abierto una y otra vez la salida, pero él había sido rudo… con una virgen, por Dios.No podía excusarse a sí mismo diciéndose que se lo hab
Theresa Livingstone dejó su revista cuando una de las muchachas del servicio le anunció que un joven buscaba a su hija.—¿A Christine? –preguntó Theresa un poco intrigada. ¿Qué joven buscaría a su hija ya casada? Esperaba que no se estuviera metiendo en problemas.—Eh… no lo dijo. Sólo dijo: la hija—. Theresa frunció el ceño confundida. Dejó la revista en el sillón en el que estaba y se levantó para ir al vestíbulo. Cuando vio al hombre quedó paralizada. Era Maurice Ramsay, el mismísimo Maurice Ramsay, vestido con una camisa de líneas azul y blanco desabrochada sobre una franela blanca de manga larga para proteger sus brazos del sol del verano, pantalones jean y zapatos negros. Tenía unos guantes sin dedos en la mano y miraba todo en derredor con cierto desdén.—¿Qué busca aqu&iacu
Hubo un largo silencio mientras ambos miraban el cielo terminar de oscurecerse y las luces reflejarse sobre las aguas. El viento cálido alborotaba los cabellos rojos de Abigail, pero ella no se molestaba en retenerlos, y Maurice se descubrió a sí mismo mirándola.Ella tenía una belleza de la que Stephanie carecía. A Stephanie, su mujer, había que mirarla por el deleite de los ojos, pues era preciosa. Cada curva de su cuerpo, cada ángulo de su rostro, cada movimiento de sus cabellos parecía destinados a cautivar, a llamar la atención; pero luego del paso del tiempo, y de haber estado casado con ella un año, y de haber conocido lo peor de su alma, había tenido que reconocer que, toda esa belleza sólo se limitaba a lo material, a lo físico. Él había amado un espejismo.Abigail era diferente, lo sentía en sus huesos. Pero ya se había equivocado terr
¿Qué pasará ahora?, se preguntó Abigail recostándose en la espalda de Maurice mientras éste conducía a través de la ciudad. Aunque el casco le impedía pegarse todo lo románticamente que le apetecía en este momento, en su mente se sintió hoy más que nunca cerca de él.Él bajó la velocidad cuando se internó en un barrio de casas grandes y bonitas, llenas de antejardines y mucha quietud. El ruido de la moto rompía el silencio y Abigail se preguntó dónde estaba ahora. Había recorrido más de la ciudad hoy que en toda su vida, así que no tenía modo de saber en qué parte estaban.Al final, se detuvieron frente a una casa de dos pisos y que tenía parte de la fachada en piedra. El antejardín era enorme, y había luces dentro. Ésta no era la casa de él, &iques
—¿Quién es? –le preguntó Agatha a Maurice en la cocina, donde lo llevó para poder hablar con él. Él no contestó de inmediato, lo que despertó su curiosidad. Lo miró respetando su silencio, y esperó.—La verdad, no sé –contestó él, rascándose la cabeza, y luego pasándose la mano por los ojos y la barba—. Yo… Es la misma Stephanie físicamente; su misma cara. Eso me molesta, y al mismo tiempo…—Te gusta –completó, y él empezó a moverse tan inquieto que Agatha tuvo que detenerlo poniéndole una mano en el hombro—. ¿Qué te asusta? –él rio quedamente, y se cruzó de brazos. No sabía decirlo, no sabía explicarlo. Ni siquiera se atrevía a pensar demasiado en ello, y no tenía manera de decirle que ayer, cuando estuvo con
Minutos después llegaron Maurice y Michaela haciendo ruido y trayendo comida. Agatha ya había cenado, y también Michaela, pero a ella no le importó y repitió ración.Michaela observó los modales cuidadosos de Abigail, y concluyó que ella también era de buena familia, tal como Marissa. Había aprendido a detectar a estas mujeres a una legua de distancia. Lo que se preguntaba era ¿por qué vestía así y se comportaba tan tímida? Marissa no había sido así para nada, ni Diana.—¿Conoces a Marissa y a Diana? –le preguntó con un muslo de pollo frito en su mano enguantada. Abigail asintió lentamente. Las conocía, aunque no había cruzado palabras con ninguna de las dos antes—. ¿Y a Daniel Santos? ¿Lo conoces? –Abigail negó—. Ahora Diana y Daniel están casados –dijo
Abigail se despertó con dolor de cabeza, y todo en derredor daba vueltas. Lanzó un gemido, y se preguntó qué le había sucedido como para sentirse así. Luego se dio cuenta de que no sabía dónde estaba, ésta no era su habitación.Y un hombre semidesnudo entraba por una puerta, y ella se quedó sin aliento.Era Maurice, enseñando más de lo que debía ser sano, cubierto sólo con una toalla atada a la cintura.Había tenido la garganta seca hasta hacía un segundo, pero de repente empezó a salivar; este sí que era el mejor remedio contra la resaca. Certificado.Maurice tenía el pecho ancho y algo velludo, se veía moreno por el sol, y sus brazos, estaba segura de que no podría rodearlos con sus dos manos.—Buenos días –saludó él mirándola con una sonrisa, y ella se so