9

Hubo un largo silencio mientras ambos miraban el cielo terminar de oscurecerse y las luces reflejarse sobre las aguas. El viento cálido alborotaba los cabellos rojos de Abigail, pero ella no se molestaba en retenerlos, y Maurice se descubrió a sí mismo mirándola.

Ella tenía una belleza de la que Stephanie carecía. A Stephanie, su mujer, había que mirarla por el deleite de los ojos, pues era preciosa. Cada curva de su cuerpo, cada ángulo de su rostro, cada movimiento de sus cabellos parecía destinados a cautivar, a llamar la atención; pero luego del paso del tiempo, y de haber estado casado con ella un año, y de haber conocido lo peor de su alma, había tenido que reconocer que, toda esa belleza sólo se limitaba a lo material, a lo físico. Él había amado un espejismo.

Abigail era diferente, lo sentía en sus huesos. Pero ya se había equivocado terriblemente una vez, así que no podía entregar su corazón.

—Eres extraña –dijo él, y su voz se hizo escuchar a pesar del viento que se había levantado de repente. Ella lo miró de reojo, interrogante. Él se alzó de hombros—. No me has atacado a preguntas, tal como haría cualquier mujer ante las circunstancias—. Ella esquivó su mirada, y se dedicó a observar las luces de los edificios de la ciudad que tenían al frente. Él todavía no sabía su pequeño defecto. No tenía modo de saber que alguien que sufría el trastorno que ella, no podía soltar parrafadas, ni atacar a preguntas, ni internarse en largos monólogos… Tenía que elegir muy bien las palabras cuando quería hablar, y en este momento, se sentía incapaz de ello.

—¿No crees que… a veces… el silencio es más elocuente?

—¿Me estás hablando con tu silencio? –ella sonrió, y así, a la luz de las farolas, parecía un ángel rojo.

—Y te estoy haciendo mil preguntas, también –él se echó a reír. Se estuvieron en silencio otro rato, hasta que él suspiró.

—No sé qué quiero contigo, pero ayer me porté como un patán y… normalmente, ése no soy yo—. La mirada de ella se oscureció—. La verdad es que… muchas de tus palabras quedaron resonando en mi mente. Ahora que vi a tu madre, entiendo tu desesperación por… liberarte, supongo. Aunque… no sé si puedo confiar en una mujer que no pudo liberarse a sí misma en todo este tiempo. ¿Cuántos años tienes, de todos modos?

Abigail hizo una mueca. Había llegado el momento de contarle algunas cosas, mostrarle sus defectos.

—Tengo treinta años –contestó elevando la mano para poner un mechón de cabello en su lugar.

—Treinta años. Y eras virgen… y sigues viviendo en casa de tus padres…

—Todo se reduce a una razón. Hasta ahora que te volví a ver, encontré… —tomó aire, tratando de enlazar cuidadosamente las palabras—, encontré por fin la valentía para liberarme de mi familia.

—Suena como si hubieses estado presa –comentó él con una sonrisa ladeada.

—Es así para mí. Yo… no vivo como las demás mujeres. No salgo, no voy… a fiestas por mi cuenta…

—¿Por qué? –Abigail sintió su garganta cerrarse poco a poco, y luchó contra ello. Tenía que decirlo. Tenía que revelarle la verdad—. Porque… soy ta-ta-tartamuda –susurró al fin. Él frunció el ceño y la miró fijamente.

—¿Qué?

—Odio la palabra –explicó ella—. Soy incapaz de decirla bien… y mucho menos, repetirla.

—¿Tartamuda? ¿Es verdad? –ella siguió mirando lejos, por lo que él tuvo que tomarle el rostro por la barbilla para hacer que lo mirara. Los ojos de ella parecían suplicantes, avergonzados, apagados. ¡Era verdad!, concluyó él—. Llevo días huyendo de ti y tus súplicas para que me case contigo. Ni una sola vez te oí tartamudear. ¿Me estás diciendo la verdad?

—Es… extraño. Contigo, normalmente… puedo hablar bien. Eso… sólo ocurre con familiares.

—Ya.

—No me crees –se quejó ella, bajando la mirada, y Maurice respiró profundo dando unos pasos.

—Sólo pienso que eres una mujer bastante rara. Te apareces en mi puerta y me dices que me amas, sin embargo, yo a ti nunca te vi. ¿Dónde estuviste ese año que estuve casado con tu prima? –ella abrió la boca para decir algo, pero de ella no salió sonido—. La boda fue fastuosa, estuvieron todos los Livingstone, y los Gardner, y los Richardson, y etc., etc. ¿Dónde estabas tú? –Abigail no levantó la cabeza—. Ni siquiera Stephanie comentó alguna vez que tenía una prima sumamente parecida a ella. En muchas ocasiones hablé con tus padres, fui a tu casa, cené con ellos. ¿Dónde andabas? –al ver los ojos humedecidos de Abigail, no se conmovió, sino que presionó aún más—. Tus hermanas llegaron a hacer bromas conmigo, salimos en grupo a cine, y siempre se mencionaron a sí mismas como las tres Livingstone. ¡Tres! Y ahora apareces de la nada, la cuarta hermana, la mayor, al parecer; la hermana que nunca vi, pero que siempre estuvo allí. Dime, ¿cuál es el misterio que te tuvo encerrada todo este tiempo, y que te hace aparecer al fin? ¿Por qué esperaste todo este tiempo para salir a la luz?

—Soy tartamuda –dijo Abigail, como si eso lo explicara todo, y una lágrima rodó por sus mejillas—. Mi familia se avergüenza de mí. –bajó la cabeza, e intentó limpiarse las lágrimas— Ellos… ellos… nu-nunca me llevaron a sus reuniones. Nunca… me presentaron en sociedad… Mis hermanas… —se mordió los labios antes de seguir—, ellas consideraron siempre que si salían conmigo… dis-disminuiría sus… posibilidades de atrapar un buen marido. Si mi anormalidad era congénita… ellos pensarían que la transmitirían a sus hijos. Por eso no… por eso no… —ella no pudo seguir, y Maurice la miró atentamente. ¿De verdad esta mujer había permanecido encerrada los pasados treinta años?

Había tenido una prueba de ello ayer, ¿no?

La observó de pies a cabeza. La había tomado de sorpresa en su casa y la ropa que lucía no era digna ni de una anciana. Los pantalones de corte a la cintura y anchos le borraban cualquier forma femenina que hubiera debajo, y la camisa blanca, aunque muy limpia y de buena confección, le quedaría más apropiada a Agatha que a cualquier mujer joven. Abigail aferraba el casco entre sus manos y notó que en ellas no había prendas como anillos o pulseras. Tampoco había color en sus uñas.

Realmente sí podía imaginarse a esas arpías escondiendo a su hermana mayor tartamuda, avergonzadas de ella. Theresa, en especial, podía perfectamente haberla ocultado por el bien de sus otras hijas, aun en detrimento de la mayor. Y Arnold, ese perro sin corazón, muy seguramente la habría ahogado como a un gatito si se hubiese enterado del problema que tenía al nacer.

Ella estaba llorando. Era un llanto ahogado, de esos que se quedan en la garganta, un llanto de quien está acostumbrado a llorar solo. Él conocía ese llanto.

Maurice no le puso la mano en el hombro, ni la consoló de algún otro modo, sólo se quedó mirando el agua, las luces, la noche, mientras esperaba que ella se calmara. Hablando de tragedias, la de esta chica era bastante cruel.

—¿Estudiaste? –le preguntó él, y la vio sacudir su cabeza negando—. ¿Fuiste a la escuela? –ella volvió a negar—. ¿Sabes leer? –ella se echó a reír en medio de sus mocos y lágrimas.

—Sí. Y sé cocinar… y coser, y bordar… con tanto tiempo libre en mis manos…

—En la universidad conocí a un chico tartamudo –contó Maurice—. Él era osado; quería ser abogado, imagínate. Se graduó, pero no sé si consiguió litigar en las cortes. Si él pudo graduarse como profesional, ¿por qué tus padres no te dieron la oportunidad a ti?

—¿Porque soy mujer, tal vez?

—Tus hermanas también lo son. ¿No es así? –ella rio por la duda que él imprimía a la pregunta.

—Sí, lo son. Y son hermosas, y están divinamente casadas, y dos de ellas ya tienen hijos preciosos y perfectos…

—Así que además de todo, te sientes acomplejada, disminuida y fea… —ella mordió sus labios—. Eres idéntica a Stephanie, ¿no te has puesto a pensar eso? Eres preciosa. Tu prima… consiguió poner el mundo a sus pies sólo por su belleza… y bueno, por otras cosas, pero eso ahora no lo entenderías. Ella no necesitaba pronunciar una palabra para que los idiotas como yo corrieran y se pusieran a sus órdenes –ella lo miró entonces.

—Tú no eres idiota.

—Oh, ya no. Pero entonces lo fui, y mucho.

—¿La… la odias? –la sonrisa de él logró ponerle la piel de gallina.

—Odiarla… Mujer, yo… —se quedó callado de repente, y Abigail lo vio tragar saliva. Luego le tomó la mano y desanduvo el trayecto hasta llegar de nuevo a su moto. ¿Qué haría? ¿La regresaría a casa?

Hincó los pies en el suelo deteniéndose, y él lo hizo con ella mirándola interrogante.

—No quiero volver a casa –explicó ella, y Maurice se le acercó más.

—¿Qué quieres, entonces?

—No me regreses allí –los ojos de ella tenían miedo, y Maurice frunció el ceño. De verdad, no se había puesto a pensar en lo que le sucedería a ella si aparecía luego de semejante escapada.

—No voy a regresarte –le aseguró, y ella, confiando, lo siguió cuando de nuevo él echó a andar.

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