Hubo un largo silencio mientras ambos miraban el cielo terminar de oscurecerse y las luces reflejarse sobre las aguas. El viento cálido alborotaba los cabellos rojos de Abigail, pero ella no se molestaba en retenerlos, y Maurice se descubrió a sí mismo mirándola.
Ella tenía una belleza de la que Stephanie carecía. A Stephanie, su mujer, había que mirarla por el deleite de los ojos, pues era preciosa. Cada curva de su cuerpo, cada ángulo de su rostro, cada movimiento de sus cabellos parecía destinados a cautivar, a llamar la atención; pero luego del paso del tiempo, y de haber estado casado con ella un año, y de haber conocido lo peor de su alma, había tenido que reconocer que, toda esa belleza sólo se limitaba a lo material, a lo físico. Él había amado un espejismo.
Abigail era diferente, lo sentía en sus huesos. Pero ya se había equivocado terriblemente una vez, así que no podía entregar su corazón.
—Eres extraña –dijo él, y su voz se hizo escuchar a pesar del viento que se había levantado de repente. Ella lo miró de reojo, interrogante. Él se alzó de hombros—. No me has atacado a preguntas, tal como haría cualquier mujer ante las circunstancias—. Ella esquivó su mirada, y se dedicó a observar las luces de los edificios de la ciudad que tenían al frente. Él todavía no sabía su pequeño defecto. No tenía modo de saber que alguien que sufría el trastorno que ella, no podía soltar parrafadas, ni atacar a preguntas, ni internarse en largos monólogos… Tenía que elegir muy bien las palabras cuando quería hablar, y en este momento, se sentía incapaz de ello.
—¿No crees que… a veces… el silencio es más elocuente?
—¿Me estás hablando con tu silencio? –ella sonrió, y así, a la luz de las farolas, parecía un ángel rojo.
—Y te estoy haciendo mil preguntas, también –él se echó a reír. Se estuvieron en silencio otro rato, hasta que él suspiró.
—No sé qué quiero contigo, pero ayer me porté como un patán y… normalmente, ése no soy yo—. La mirada de ella se oscureció—. La verdad es que… muchas de tus palabras quedaron resonando en mi mente. Ahora que vi a tu madre, entiendo tu desesperación por… liberarte, supongo. Aunque… no sé si puedo confiar en una mujer que no pudo liberarse a sí misma en todo este tiempo. ¿Cuántos años tienes, de todos modos?
Abigail hizo una mueca. Había llegado el momento de contarle algunas cosas, mostrarle sus defectos.
—Tengo treinta años –contestó elevando la mano para poner un mechón de cabello en su lugar.
—Treinta años. Y eras virgen… y sigues viviendo en casa de tus padres…
—Todo se reduce a una razón. Hasta ahora que te volví a ver, encontré… —tomó aire, tratando de enlazar cuidadosamente las palabras—, encontré por fin la valentía para liberarme de mi familia.
—Suena como si hubieses estado presa –comentó él con una sonrisa ladeada.
—Es así para mí. Yo… no vivo como las demás mujeres. No salgo, no voy… a fiestas por mi cuenta…
—¿Por qué? –Abigail sintió su garganta cerrarse poco a poco, y luchó contra ello. Tenía que decirlo. Tenía que revelarle la verdad—. Porque… soy ta-ta-tartamuda –susurró al fin. Él frunció el ceño y la miró fijamente.
—¿Qué?
—Odio la palabra –explicó ella—. Soy incapaz de decirla bien… y mucho menos, repetirla.
—¿Tartamuda? ¿Es verdad? –ella siguió mirando lejos, por lo que él tuvo que tomarle el rostro por la barbilla para hacer que lo mirara. Los ojos de ella parecían suplicantes, avergonzados, apagados. ¡Era verdad!, concluyó él—. Llevo días huyendo de ti y tus súplicas para que me case contigo. Ni una sola vez te oí tartamudear. ¿Me estás diciendo la verdad?
—Es… extraño. Contigo, normalmente… puedo hablar bien. Eso… sólo ocurre con familiares.
—Ya.
—No me crees –se quejó ella, bajando la mirada, y Maurice respiró profundo dando unos pasos.
—Sólo pienso que eres una mujer bastante rara. Te apareces en mi puerta y me dices que me amas, sin embargo, yo a ti nunca te vi. ¿Dónde estuviste ese año que estuve casado con tu prima? –ella abrió la boca para decir algo, pero de ella no salió sonido—. La boda fue fastuosa, estuvieron todos los Livingstone, y los Gardner, y los Richardson, y etc., etc. ¿Dónde estabas tú? –Abigail no levantó la cabeza—. Ni siquiera Stephanie comentó alguna vez que tenía una prima sumamente parecida a ella. En muchas ocasiones hablé con tus padres, fui a tu casa, cené con ellos. ¿Dónde andabas? –al ver los ojos humedecidos de Abigail, no se conmovió, sino que presionó aún más—. Tus hermanas llegaron a hacer bromas conmigo, salimos en grupo a cine, y siempre se mencionaron a sí mismas como las tres Livingstone. ¡Tres! Y ahora apareces de la nada, la cuarta hermana, la mayor, al parecer; la hermana que nunca vi, pero que siempre estuvo allí. Dime, ¿cuál es el misterio que te tuvo encerrada todo este tiempo, y que te hace aparecer al fin? ¿Por qué esperaste todo este tiempo para salir a la luz?
—Soy tartamuda –dijo Abigail, como si eso lo explicara todo, y una lágrima rodó por sus mejillas—. Mi familia se avergüenza de mí. –bajó la cabeza, e intentó limpiarse las lágrimas— Ellos… ellos… nu-nunca me llevaron a sus reuniones. Nunca… me presentaron en sociedad… Mis hermanas… —se mordió los labios antes de seguir—, ellas consideraron siempre que si salían conmigo… dis-disminuiría sus… posibilidades de atrapar un buen marido. Si mi anormalidad era congénita… ellos pensarían que la transmitirían a sus hijos. Por eso no… por eso no… —ella no pudo seguir, y Maurice la miró atentamente. ¿De verdad esta mujer había permanecido encerrada los pasados treinta años?
Había tenido una prueba de ello ayer, ¿no?
La observó de pies a cabeza. La había tomado de sorpresa en su casa y la ropa que lucía no era digna ni de una anciana. Los pantalones de corte a la cintura y anchos le borraban cualquier forma femenina que hubiera debajo, y la camisa blanca, aunque muy limpia y de buena confección, le quedaría más apropiada a Agatha que a cualquier mujer joven. Abigail aferraba el casco entre sus manos y notó que en ellas no había prendas como anillos o pulseras. Tampoco había color en sus uñas.
Realmente sí podía imaginarse a esas arpías escondiendo a su hermana mayor tartamuda, avergonzadas de ella. Theresa, en especial, podía perfectamente haberla ocultado por el bien de sus otras hijas, aun en detrimento de la mayor. Y Arnold, ese perro sin corazón, muy seguramente la habría ahogado como a un gatito si se hubiese enterado del problema que tenía al nacer.
Ella estaba llorando. Era un llanto ahogado, de esos que se quedan en la garganta, un llanto de quien está acostumbrado a llorar solo. Él conocía ese llanto.
Maurice no le puso la mano en el hombro, ni la consoló de algún otro modo, sólo se quedó mirando el agua, las luces, la noche, mientras esperaba que ella se calmara. Hablando de tragedias, la de esta chica era bastante cruel.
—¿Estudiaste? –le preguntó él, y la vio sacudir su cabeza negando—. ¿Fuiste a la escuela? –ella volvió a negar—. ¿Sabes leer? –ella se echó a reír en medio de sus mocos y lágrimas.
—Sí. Y sé cocinar… y coser, y bordar… con tanto tiempo libre en mis manos…
—En la universidad conocí a un chico tartamudo –contó Maurice—. Él era osado; quería ser abogado, imagínate. Se graduó, pero no sé si consiguió litigar en las cortes. Si él pudo graduarse como profesional, ¿por qué tus padres no te dieron la oportunidad a ti?
—¿Porque soy mujer, tal vez?
—Tus hermanas también lo son. ¿No es así? –ella rio por la duda que él imprimía a la pregunta.
—Sí, lo son. Y son hermosas, y están divinamente casadas, y dos de ellas ya tienen hijos preciosos y perfectos…
—Así que además de todo, te sientes acomplejada, disminuida y fea… —ella mordió sus labios—. Eres idéntica a Stephanie, ¿no te has puesto a pensar eso? Eres preciosa. Tu prima… consiguió poner el mundo a sus pies sólo por su belleza… y bueno, por otras cosas, pero eso ahora no lo entenderías. Ella no necesitaba pronunciar una palabra para que los idiotas como yo corrieran y se pusieran a sus órdenes –ella lo miró entonces.
—Tú no eres idiota.
—Oh, ya no. Pero entonces lo fui, y mucho.
—¿La… la odias? –la sonrisa de él logró ponerle la piel de gallina.
—Odiarla… Mujer, yo… —se quedó callado de repente, y Abigail lo vio tragar saliva. Luego le tomó la mano y desanduvo el trayecto hasta llegar de nuevo a su moto. ¿Qué haría? ¿La regresaría a casa?
Hincó los pies en el suelo deteniéndose, y él lo hizo con ella mirándola interrogante.
—No quiero volver a casa –explicó ella, y Maurice se le acercó más.
—¿Qué quieres, entonces?
—No me regreses allí –los ojos de ella tenían miedo, y Maurice frunció el ceño. De verdad, no se había puesto a pensar en lo que le sucedería a ella si aparecía luego de semejante escapada.
—No voy a regresarte –le aseguró, y ella, confiando, lo siguió cuando de nuevo él echó a andar.
¿Qué pasará ahora?, se preguntó Abigail recostándose en la espalda de Maurice mientras éste conducía a través de la ciudad. Aunque el casco le impedía pegarse todo lo románticamente que le apetecía en este momento, en su mente se sintió hoy más que nunca cerca de él.Él bajó la velocidad cuando se internó en un barrio de casas grandes y bonitas, llenas de antejardines y mucha quietud. El ruido de la moto rompía el silencio y Abigail se preguntó dónde estaba ahora. Había recorrido más de la ciudad hoy que en toda su vida, así que no tenía modo de saber en qué parte estaban.Al final, se detuvieron frente a una casa de dos pisos y que tenía parte de la fachada en piedra. El antejardín era enorme, y había luces dentro. Ésta no era la casa de él, &iques
—¿Quién es? –le preguntó Agatha a Maurice en la cocina, donde lo llevó para poder hablar con él. Él no contestó de inmediato, lo que despertó su curiosidad. Lo miró respetando su silencio, y esperó.—La verdad, no sé –contestó él, rascándose la cabeza, y luego pasándose la mano por los ojos y la barba—. Yo… Es la misma Stephanie físicamente; su misma cara. Eso me molesta, y al mismo tiempo…—Te gusta –completó, y él empezó a moverse tan inquieto que Agatha tuvo que detenerlo poniéndole una mano en el hombro—. ¿Qué te asusta? –él rio quedamente, y se cruzó de brazos. No sabía decirlo, no sabía explicarlo. Ni siquiera se atrevía a pensar demasiado en ello, y no tenía manera de decirle que ayer, cuando estuvo con
Minutos después llegaron Maurice y Michaela haciendo ruido y trayendo comida. Agatha ya había cenado, y también Michaela, pero a ella no le importó y repitió ración.Michaela observó los modales cuidadosos de Abigail, y concluyó que ella también era de buena familia, tal como Marissa. Había aprendido a detectar a estas mujeres a una legua de distancia. Lo que se preguntaba era ¿por qué vestía así y se comportaba tan tímida? Marissa no había sido así para nada, ni Diana.—¿Conoces a Marissa y a Diana? –le preguntó con un muslo de pollo frito en su mano enguantada. Abigail asintió lentamente. Las conocía, aunque no había cruzado palabras con ninguna de las dos antes—. ¿Y a Daniel Santos? ¿Lo conoces? –Abigail negó—. Ahora Diana y Daniel están casados –dijo
Abigail se despertó con dolor de cabeza, y todo en derredor daba vueltas. Lanzó un gemido, y se preguntó qué le había sucedido como para sentirse así. Luego se dio cuenta de que no sabía dónde estaba, ésta no era su habitación.Y un hombre semidesnudo entraba por una puerta, y ella se quedó sin aliento.Era Maurice, enseñando más de lo que debía ser sano, cubierto sólo con una toalla atada a la cintura.Había tenido la garganta seca hasta hacía un segundo, pero de repente empezó a salivar; este sí que era el mejor remedio contra la resaca. Certificado.Maurice tenía el pecho ancho y algo velludo, se veía moreno por el sol, y sus brazos, estaba segura de que no podría rodearlos con sus dos manos.—Buenos días –saludó él mirándola con una sonrisa, y ella se so
Él habló por unos minutos con su primo, no supo de qué, y luego volvió a ella.—¿Vamos a almorzar? –ella asintió. Esta mañana apenas había tomado un jugo con galletas en su apartamento por las prisas que habían tenido, y le rugía el estómago. Notó que él le ponía la mano en la cintura y caminaba con ella hasta el auto que los había llevado y traído toda la mañana.Cuando entraron al restaurante, el teléfono de él sonó.—Ah, David –le escuchó decir al tiempo que le corría la silla para que ella se sentara—. Te lo contó la abuela, ¿eh? –hizo una pausa—. Sí, claro, Michaela. ¿Esta noche? Vale. Sí, la llevaré.Él la miró, y volvió a sonreír, como si David le hubiese dicho algo chistoso.&mda
—¿Qué dices? –exclamó Theresa Livingstone mirando a su marido, que se encaminaba a su despacho privado con paso tranquilo mientras ella le iba detrás.—Lo que oíste –contestó él—. Al parecer, esa hija tuya se presentó en la comisaría con Maurice Ramsay y convenció a todos de que está con él por pura voluntad… Y también los convenció de que no tiene ninguna deficiencia mental—. Theresa se sentó lentamente sintiendo de repente las manos frías.—¿Y qué vamos a hacer? Esa estúpida se fue con ese hombre…—No podemos hacer nada –dijo él rodeando el escritorio y sentándose en su enorme sillón de cuero—. Como dice el capitán de la policía, ella es bastante mayorcita y puede elegir con quien irse. Por otro lado, no creo que Ramsay qu
Llegaron a un edificio igual de lujoso al de Maurice y subieron el elevador hasta el último piso. Maurice le explicó que Daniel, su primo, vivía en un pent-house con su esposa, y allí se reunirían además con David y Marissa.Conocía a Diana y a Marissa por los rumores. De la primera se decía que se había casado con un simple empleado de su padre, y luego éste se había convertido en el presidente de la compañía de su familia. Entre sus hermanas, lo tenían como un oportunista, y a ella, como una idiota que se había dejado embaucar. Y de Marissa tenía peores referencias aún; ella había sido la novia cornuda de Simon Donnelly, el hombre que prefirió a una secretaria antes que, a ella, tan hermosa y sofisticada; y ahora ella prefería a otro simple pobretón. Algunos hasta especulaban que su elección por un hombre como ese era una
Gracias a esta cena, Abigail pudo concluir varias cosas; una de ellas, que era muy improbable que Marissa se hubiese casado con David Brandon por venganza a Simon Donnelly y que estuviera teniendo una aventura con él, pues se le veía muy embelesada con su esposo, atenta a sus movimientos, receptiva a su cercanía. A menos que fuese una actriz consumada, ella podía decir que Marissa Brandon estaba enamorada de su esposo.Otra cosa que concluyó, esta vez acerca de Diana y Daniel, fue que su unión podía deberse a cualquier cosa menos a asuntos de negocios y dinero. Real, realmente, el uno parecía ver a través de los ojos del otro, y parecía que aun sin mirarse siquiera podían comunicarse entre sí, y cuando Maurice le informó que Diana esperaba un bebé, los ojos de ambos parecieron convertirse en dos enormes corazones de chicle rosa. Para alguien que nunca vio demostraciones de afecto