Theresa Livingstone dejó su revista cuando una de las muchachas del servicio le anunció que un joven buscaba a su hija.
—¿A Christine? –preguntó Theresa un poco intrigada. ¿Qué joven buscaría a su hija ya casada? Esperaba que no se estuviera metiendo en problemas.
—Eh… no lo dijo. Sólo dijo: la hija—. Theresa frunció el ceño confundida. Dejó la revista en el sillón en el que estaba y se levantó para ir al vestíbulo. Cuando vio al hombre quedó paralizada. Era Maurice Ramsay, el mismísimo Maurice Ramsay, vestido con una camisa de líneas azul y blanco desabrochada sobre una franela blanca de manga larga para proteger sus brazos del sol del verano, pantalones jean y zapatos negros. Tenía unos guantes sin dedos en la mano y miraba todo en derredor con cierto desdén.
—¿Qué busca aquí? –preguntó Theresa sacando todo el desprecio que pudo en su voz. Él se giró a mirarla y le sonrió. Luego, en una clara muestra de burla, le hizo una perfecta venia.
—Tía Theresa –la mujer se puso roja. En el pasado, él la había llamado así a petición suya, pero era que entonces este chico no era más que un crío, y tenía millones, aunque bueno, aún los tenía, pero entonces cualquier acercamiento y familiaridad le convenía.
—No puedes llamarme así, ya no tienes permiso.
—Está bien. Supongo que me buscaré la manera de llamarte de algún otro modo. Pero no vine a verte a ti. Creo que fui claro en eso –miró a la muchacha del servicio que permanecía medio oculta tras un arco que dividía el vestíbulo de una de las salas—. Dije “la hija”.
—Tengo cuatro hijas. ¿A cuál de todas te refieres?
—¿Cuántas de ellas son pelirrojas? –Theresa lo miró perpleja.
—¿Abigail? –preguntó, y él alzó sus cejas recordando al fin el nombre.
—Sí. Abigail. Ve y busca a la chica, por favor –le pidió Maurice a la muchacha.
—Tú no harás nada –contradijo Theresa, y ahora miró a Maurice con ojos entrecerrados—. ¿Por qué razón querrías tú “hablar” con ella? –Maurice notó el énfasis en la palabra “hablar”, pero no hizo ningún comentario.
—El asunto es con ella, no contigo.
—Pues estás muy equivocado si…
—¿Maurice? –interrumpió la voz de Abigail, que se escuchó tímida, suave, y bastante sorprendida. Había escuchado el alboroto en el vestíbulo, y había venido a ver llevándose qué sorpresa.
Pero más sorprendente que el hecho de que él viniera, fue que se encaminara decididamente a ella, le tomara la mano, y la arrastrara casi a la salida. Theresa tardó un par de segundos en comprender lo que sucedía, pero luego que lo hizo, no dudó en empezar una gritería.
Maurice salió con ella de la mansión y se subió a la moto, que había estado estacionada a unos metros de la puerta de entrada. Mientras se ponía los guantes y el casco, la miró. Theresa estaba a sólo unos metros, caminando a prisa hacia ellos.
—¿Quieres venir conmigo, o quieres quedarte aquí? –la pregunta era absurda, y Abigail ni siquiera lo dudó. Recibió el casco que le pasaba Maurice y se lo puso casi al tiempo que se subía al asiento trasero de su enorme motocicleta. Suerte que hoy llevaba pantalones.
Theresa alcanzó a llegar a ellos, y extendió la mano llegando a atrapar unos cuantos cabellos de Abigail que quedaban sueltos debajo del casco, y que se quedaron entre sus dedos.
—¡Cierren la verja! –gritó—. ¡Cierren las malditas puertas, impídanles la salida!
Maurice aceleró. Su motocicleta, hasta hoy, no había tenido una verdadera misión de rescate donde requiriera velocidad, así que apretó a fondo el acelerador mientras la reja se cerraba. Conocía su potencial, y en los últimos días había recuperado la confianza al manipularla.
—Sujétate –dijo él, y Abigail escuchó su voz claramente al interior de su casco. ¿Tenía intercomunicadores?
No tuvo tiempo de pensarlo demasiado, pues tuvo que hacerle caso. Maurice había acelerado y su cuerpo ahora estaba casi sobre el tanque de la gasolina, y el de ella sobre el de él. A la distancia, Abigail vio la reja que se cerraba.
—¡No alcanzaremos! –exclamó ella, nerviosa.
—Claro que sí –Maurice aceleró aún más. Abigail cerró sus ojos y gritó. Escuchó la risa de él, una risa casi infantil, así que abrió de nuevo los ojos. Estaban al otro lado de la reja, y el estruendo del metal que se cerraba fue para ella un augurio; estaba libre de esta cárcel.
Sonrió también, sintiéndose liberada, pletórica, deseando reír y saltar y abrazar. Estaba abrazando a Maurice por la cintura, así que ahora lo hizo a conciencia.
Deambularon largo rato, y parecía que viajaban sin rumbo. Luego ella se dio cuenta de que él había elegido el paseo cuya vista daba al río Hudson. Abigail sintió sus ojos húmedos. ¡Esto era tan hermoso! ¡Mucho más de lo que había soñado! Él había dicho ayer que no podía salvarse ni a sí mismo, que había elegido al héroe equivocado, pero no era así; la había salvado, la había salvado a niveles que él ni siquiera se imaginaría jamás.
—Gracias –susurró, pero él no dijo nada. Sólo siguió conduciendo hasta que las luces de la ciudad empezaron a aparecer, y el cielo se tiñó de tonos ocre y rosado.
Maurice se detuvo al fin, y ella tuvo que bajarse primero. Al no estar acostumbrada a montar en motocicleta por tanto tiempo, sintió el trasero adormecido, pero no dijo nada ni hizo ninguna mueca, sólo se dedicó a observar a Maurice quitarse el casco mientras permanecía a horcajadas sobre su vehículo. Nunca se lo hubiera imaginado prefiriendo una moto por encima de un auto, pero debió haberlo hecho; él siempre había sido de un espíritu aventurero, un niño eterno, y a pesar de las tragedias de su vida, conservaba muchas características del antiguo Maurice dentro de él.
¡Dios, de verdad, cuánto lo amaba!
Él le dirigió su mirada melada y le sonrió. Era la primera vez que le sonreía sin cinismo o sarcasmo.
—Eres una excelente pasajera –ella se mordió el labio.
—Gracias. Tú, un excelente motociclista –él la miró por un instante sin decir nada, bajó al fin de su moto y señaló el sitio frente al que estaban.
—¿Te apetece tomar algo? –ella negó, entonces él le tomó de nuevo la mano libre y caminó con ella por un sendero empedrado, luego se vieron frente al mismo río y la vista de Manhattan al otro lado. Abigail no paraba de sonreír.
Hubo un largo silencio mientras ambos miraban el cielo terminar de oscurecerse y las luces reflejarse sobre las aguas. El viento cálido alborotaba los cabellos rojos de Abigail, pero ella no se molestaba en retenerlos, y Maurice se descubrió a sí mismo mirándola.Ella tenía una belleza de la que Stephanie carecía. A Stephanie, su mujer, había que mirarla por el deleite de los ojos, pues era preciosa. Cada curva de su cuerpo, cada ángulo de su rostro, cada movimiento de sus cabellos parecía destinados a cautivar, a llamar la atención; pero luego del paso del tiempo, y de haber estado casado con ella un año, y de haber conocido lo peor de su alma, había tenido que reconocer que, toda esa belleza sólo se limitaba a lo material, a lo físico. Él había amado un espejismo.Abigail era diferente, lo sentía en sus huesos. Pero ya se había equivocado terr
¿Qué pasará ahora?, se preguntó Abigail recostándose en la espalda de Maurice mientras éste conducía a través de la ciudad. Aunque el casco le impedía pegarse todo lo románticamente que le apetecía en este momento, en su mente se sintió hoy más que nunca cerca de él.Él bajó la velocidad cuando se internó en un barrio de casas grandes y bonitas, llenas de antejardines y mucha quietud. El ruido de la moto rompía el silencio y Abigail se preguntó dónde estaba ahora. Había recorrido más de la ciudad hoy que en toda su vida, así que no tenía modo de saber en qué parte estaban.Al final, se detuvieron frente a una casa de dos pisos y que tenía parte de la fachada en piedra. El antejardín era enorme, y había luces dentro. Ésta no era la casa de él, &iques
—¿Quién es? –le preguntó Agatha a Maurice en la cocina, donde lo llevó para poder hablar con él. Él no contestó de inmediato, lo que despertó su curiosidad. Lo miró respetando su silencio, y esperó.—La verdad, no sé –contestó él, rascándose la cabeza, y luego pasándose la mano por los ojos y la barba—. Yo… Es la misma Stephanie físicamente; su misma cara. Eso me molesta, y al mismo tiempo…—Te gusta –completó, y él empezó a moverse tan inquieto que Agatha tuvo que detenerlo poniéndole una mano en el hombro—. ¿Qué te asusta? –él rio quedamente, y se cruzó de brazos. No sabía decirlo, no sabía explicarlo. Ni siquiera se atrevía a pensar demasiado en ello, y no tenía manera de decirle que ayer, cuando estuvo con
Minutos después llegaron Maurice y Michaela haciendo ruido y trayendo comida. Agatha ya había cenado, y también Michaela, pero a ella no le importó y repitió ración.Michaela observó los modales cuidadosos de Abigail, y concluyó que ella también era de buena familia, tal como Marissa. Había aprendido a detectar a estas mujeres a una legua de distancia. Lo que se preguntaba era ¿por qué vestía así y se comportaba tan tímida? Marissa no había sido así para nada, ni Diana.—¿Conoces a Marissa y a Diana? –le preguntó con un muslo de pollo frito en su mano enguantada. Abigail asintió lentamente. Las conocía, aunque no había cruzado palabras con ninguna de las dos antes—. ¿Y a Daniel Santos? ¿Lo conoces? –Abigail negó—. Ahora Diana y Daniel están casados –dijo
Abigail se despertó con dolor de cabeza, y todo en derredor daba vueltas. Lanzó un gemido, y se preguntó qué le había sucedido como para sentirse así. Luego se dio cuenta de que no sabía dónde estaba, ésta no era su habitación.Y un hombre semidesnudo entraba por una puerta, y ella se quedó sin aliento.Era Maurice, enseñando más de lo que debía ser sano, cubierto sólo con una toalla atada a la cintura.Había tenido la garganta seca hasta hacía un segundo, pero de repente empezó a salivar; este sí que era el mejor remedio contra la resaca. Certificado.Maurice tenía el pecho ancho y algo velludo, se veía moreno por el sol, y sus brazos, estaba segura de que no podría rodearlos con sus dos manos.—Buenos días –saludó él mirándola con una sonrisa, y ella se so
Él habló por unos minutos con su primo, no supo de qué, y luego volvió a ella.—¿Vamos a almorzar? –ella asintió. Esta mañana apenas había tomado un jugo con galletas en su apartamento por las prisas que habían tenido, y le rugía el estómago. Notó que él le ponía la mano en la cintura y caminaba con ella hasta el auto que los había llevado y traído toda la mañana.Cuando entraron al restaurante, el teléfono de él sonó.—Ah, David –le escuchó decir al tiempo que le corría la silla para que ella se sentara—. Te lo contó la abuela, ¿eh? –hizo una pausa—. Sí, claro, Michaela. ¿Esta noche? Vale. Sí, la llevaré.Él la miró, y volvió a sonreír, como si David le hubiese dicho algo chistoso.&mda
—¿Qué dices? –exclamó Theresa Livingstone mirando a su marido, que se encaminaba a su despacho privado con paso tranquilo mientras ella le iba detrás.—Lo que oíste –contestó él—. Al parecer, esa hija tuya se presentó en la comisaría con Maurice Ramsay y convenció a todos de que está con él por pura voluntad… Y también los convenció de que no tiene ninguna deficiencia mental—. Theresa se sentó lentamente sintiendo de repente las manos frías.—¿Y qué vamos a hacer? Esa estúpida se fue con ese hombre…—No podemos hacer nada –dijo él rodeando el escritorio y sentándose en su enorme sillón de cuero—. Como dice el capitán de la policía, ella es bastante mayorcita y puede elegir con quien irse. Por otro lado, no creo que Ramsay qu
Llegaron a un edificio igual de lujoso al de Maurice y subieron el elevador hasta el último piso. Maurice le explicó que Daniel, su primo, vivía en un pent-house con su esposa, y allí se reunirían además con David y Marissa.Conocía a Diana y a Marissa por los rumores. De la primera se decía que se había casado con un simple empleado de su padre, y luego éste se había convertido en el presidente de la compañía de su familia. Entre sus hermanas, lo tenían como un oportunista, y a ella, como una idiota que se había dejado embaucar. Y de Marissa tenía peores referencias aún; ella había sido la novia cornuda de Simon Donnelly, el hombre que prefirió a una secretaria antes que, a ella, tan hermosa y sofisticada; y ahora ella prefería a otro simple pobretón. Algunos hasta especulaban que su elección por un hombre como ese era una