—¿Quién es? –le preguntó Agatha a Maurice en la cocina, donde lo llevó para poder hablar con él. Él no contestó de inmediato, lo que despertó su curiosidad. Lo miró respetando su silencio, y esperó.
—La verdad, no sé –contestó él, rascándose la cabeza, y luego pasándose la mano por los ojos y la barba—. Yo… Es la misma Stephanie físicamente; su misma cara. Eso me molesta, y al mismo tiempo…
—Te gusta –completó, y él empezó a moverse tan inquieto que Agatha tuvo que detenerlo poniéndole una mano en el hombro—. ¿Qué te asusta? –él rio quedamente, y se cruzó de brazos. No sabía decirlo, no sabía explicarlo. Ni siquiera se atrevía a pensar demasiado en ello, y no tenía manera de decirle que ayer, cuando estuvo con ella, aunque fue de esa manera tan burda y poco elocuente, sintió que su vida y todo su mundo habían cambiado. Su cuerpo y su mente habían tomado decisiones que él todavía no había autorizado, y no sabía qué hacer—. Parece que tienes que pensarlo mucho. Pero el traerla aquí dice bastante, ¿sabes? Tal vez ella se haga ideas –él sonrió.
—Ella tiene muchas ideas, créeme. Yo… supongo que sólo estoy poniéndola a prueba, no sé.
—Ya. ¿Esperas que la aprobemos, o algo? –Maurice la miró revelando en sus ojos un alma desnuda.
—Eres sabia. A ti no podrá engañarte –Agatha sonrió.
—Confías demasiado –no dejó que él dijera algo más, y simplemente sacó del refrigerador un jugo y lo sirvió en dos vasos, le dio uno a Maurice y caminó a la sala, donde Michaela hablaba hasta por los codos, para darle el otro a Abigail.
Ésta miró a Maurice, y él se dio cuenta de que en vez de asustada o saturada por la cháchara de Michaela, Abigail estaba encantada.
—Entonces, ¿cómo es tu nombre? –preguntó Agatha, y ella decidió probar su jugo antes de responder. Agatha la vio tomar aire.
—Abigail.
—Abigail –repitió Agatha.
—Es un nombre muy bonito –sonrió Michaela—. Le he dicho a Marissa que, si tienen una niña, la nombren Priscilla. También me gusta mucho ese nombre—. Maurice la miró ceñudo.
—¿Marissa está embarazada? –preguntó.
—No, pero si siguen a ese ritmo, pronto lo estará.
—Michaela, cierra esa boca –la reprendió Agatha, y Michaela sólo se echó a reír.
—¿No está David? –preguntó Maurice mirando su reloj. Ya eran las ocho de la noche.
—No. Y no vendrán. Dijeron que pasarían la noche fuera.
—Ya.
—Te lo dije –sonrió Michaela de forma maliciosa. Pero de repente se quedó callada y miró a Abigail un poco analíticamente.
—Eres muy guapa –dijo.
—Gracias.
—¿Ese rojo es natural? –Abigail asintió—. También me encantan tus pecas –ella se llevó las manos al rostro. Su madre las odiaba, las odiaba a muerte, y el verano era la peor época. Nunca nadie le había dicho algo así acerca de ellas.
—Tengo muchas –dijo con una sonrisa más bien resignada. Maurice la miró interesado. ¿Más pecas? ¿Dónde? Quería verlas.
Sin pensarlo mucho, se le sentó al lado en el sofá y la miró atentamente, ella respondió a su escrutinio con un poco de timidez. Dónde, dónde, se preguntaba él. ¿Dónde hay más pecas?
—¿Y qué haces? ¿A qué te dedicas? –preguntó Agatha, y la sonrisa de Abigail se apagó. Miró a Maurice pidiendo auxilio. No podía decirle que las veinticuatro horas del día estaba encerrada en casa, unas veces ayudando a su mamá en algún bordado o tejido, o cuidando a sus sobrinos, o simplemente, ayudando en la cocina porque el día era demasiado largo y llegaban momentos en los que, si no hacía cualquier cosa, sentía que se volvería loca.
—Abigail está desempleada actualmente –contestó Maurice por ella—. Está buscando opciones.
—Ah.
—Yo entré a la universidad –añadió Michaela, sintiendo el silencio incómodo—. Estoy estudiando periodismo. Ahora estoy en vacaciones. Y mi novio estudia derecho.
—¿Tienes…? –Abigail no necesitó completar la pregunta.
—Sí, se llama Peter –contestó Michaela con una ancha sonrisa—. ¿Es muy listo, sabes? Tiene un coeficiente intelectual por encima de ciento cincuenta—. Abigail la miró preguntándose qué novia alardeaba del coeficiente intelectual de su novio. Sus hermanas no, ciertamente.
—¿Y… es guapo?
—Claro que lo es. A mí me gusta.
—Lo cual es lo importante, ¿no? ¿Ya comieron? –preguntó Agatha, y Abigail se dio cuenta de que tenía hambre. Había rechazado la invitación de Maurice de tomar algo, y desde la hora del almuerzo no había comido nada. El tiempo se había ido volando, de todos modos.
—No, no hemos comido —contestó Maurice—. Enana, ¿me acompañas a buscar algo de comer y traerlo?
—¿En tu súper moto? ¡Claro que sí! –Abigail lo miró como mira un niño a su padre cuando cree que lo están abandonando, pero se reprendió a sí misma. Ella ya era una adulta… Una adulta que, de todos modos, no podía valerse por sí misma.
Maurice sonrió casi adivinando sus pensamientos, y animó a Michaela para que se diera prisa, pues a última hora había dicho que vestida así no saldría. No importaba, la idea de salir por algo de comer tenía otro propósito además de saciar el hambre.
—No tardaré –prometió él, y salió con Michaela. Abigail se vio sola con Agatha, que parecía muy tranquila.
—Estaba organizando la cocina cuando llegaron –dijo ella dando unos pasos, y Abigail se puso en pie siguiéndola.
—Yo ayudo –Agatha asintió sin sonreír. Cuando estuvieron en la cocina, la vio analizar todo, como explorando en qué lugar se guardaba cada cosa. Concluyó que estaba familiarizada con las cocinas.
—¿Y qué edad tienes?
—Treinta.
—Mmm… ¿Eres divorciada, o algo? –Abigail sonrió.
—No, señora. Nunca… nunca me he casado—. Abigail se dedicó a secar los platos que estaban en el escurridor, sin ponerse unos guantes, notó Agatha, y no tenía las uñas esmaltadas.
—¿Puedo preguntarte de qué conoces a Maurice?
—Lo conozco… desde siempre.
—¿Desde siempre?
—Él se casó con mi prima… con Stephanie. Yo… ya lo conocía de antes.
—¿Es decir, que conociste a Maurice antes que ella? –Abigail se alzó de hombros como respuesta—. ¿Y te gusta desde entonces? –Abigail no respondió—. ¿Por qué no hiciste nada? –ahora ella miró a la anciana.
—¿Qué podía hacer?
—No sé, cruzarte en su camino. Hacer que las cosas fueran diferentes.
—Lo intenté –susurró Abigail—. Lo intenté una y otra vez… —tuvo que tragar saliva, dándose cuenta de que, si no se iba con cuidado, empezaría a tartamudear aquí y quedaría como una idiota. Había sido bueno el poder hablar con cierta normalidad hasta ahora.
—La vida de Maurice fue un desastre por culpa de tu prima. No la conocí, pero no creo que haya habido una arpía más malintencionada que esa bellaca—. Abigail la miró con ojos grandes. Esta anciana le tenía rencor y no dudaba en expresarlo, y eso le hizo sonreír.
—Mucha gente hoy en día la odia.
—Y con justa razón. Es una bendición que se haya muerto, sólo es triste la manera en que lo hizo. Tú debiste estar por allí, ¿no? Debes conocer bien la historia –Abigail asintió. Sabía lo que sus hermanas comentaban, y lo que le había dicho el mismo Arthur. Stephanie había estado con su amante en la casa que compartía con su esposo mientras éste estaba de viaje. Cuando Maurice regresó a la mañana siguiente, los encontró a los dos muertos en la bañera de su baño.
—¿Sabes quién era él? –Abigail asintió—. ¿Sabes lo que sufrió Maurice? –las preguntas de Agatha se sucedían una tras otra, y ella tuvo que mirarla a los ojos.
—Todos los días –le dijo—, cada vez que pienso en él, y créame, es constantemente; desearía tener el poder de cambiar las cosas. Pero no pude, no pude y eso me… me mata. Él tuvo que pasar por eso, y yo no pude hacer más que verlo… llorar.
—¿Lo viste llorar? –sonrió Agatha, sin intención de dejarla en paz todavía—. ¿Lo viste cada cumpleaños emborracharse hasta perder la conciencia, porque esa maldita no escogió mejor fecha para arruinarle la vida? ¿Lo viste llorarla, maldecirla, amarla y odiarla? Nosotros lo vimos hacerse pedazos, Abigail; cuando llegó a nuestra casa, hace ya siete años.
—Pero lo salvaron –la interrumpió Abigail—. Lo salvaron, cosa que nadie habría podido hacer… Y yo… yo siento un profundo agradecimiento por eso. Sin ustedes alrededor para cuidarlo, tal vez él… habría cometido una locura. Lo sé, lo sé—. Agatha la miró largamente. Ella se quedó en silencio, y siguió secando los platos con mucha parsimonia. Esta chica no rellenaba los espacios con cháchara, no se vendía a sí misma, no buscaba aceptación. Tal vez porque creía que no la necesitaba por parte de estas personas, pero esa idea no duró mucho tiempo en su cabeza.
Había visto cómo miraba a Maurice, y era una combinación de adoración y admiración. Como si para ella, él fuera un súper héroe y un mago al tiempo. Tal vez era lo que él necesitaba para terminar de recuperarse, y sacarse de la cabeza esa loca idea de venganza.
Agatha suspiró. Ni su nieto le había producido tantas preocupaciones, y el haber adoptado en cierta forma a Maurice le daba mucho qué pensar. Había visto tanto en esta vida, que ya pocas cosas la intrigaban o la sorprendían. Pero esta mujer la intrigaba, había demasiados interrogantes alrededor de ella como para no observarla detenidamente.
Minutos después llegaron Maurice y Michaela haciendo ruido y trayendo comida. Agatha ya había cenado, y también Michaela, pero a ella no le importó y repitió ración.Michaela observó los modales cuidadosos de Abigail, y concluyó que ella también era de buena familia, tal como Marissa. Había aprendido a detectar a estas mujeres a una legua de distancia. Lo que se preguntaba era ¿por qué vestía así y se comportaba tan tímida? Marissa no había sido así para nada, ni Diana.—¿Conoces a Marissa y a Diana? –le preguntó con un muslo de pollo frito en su mano enguantada. Abigail asintió lentamente. Las conocía, aunque no había cruzado palabras con ninguna de las dos antes—. ¿Y a Daniel Santos? ¿Lo conoces? –Abigail negó—. Ahora Diana y Daniel están casados –dijo
Abigail se despertó con dolor de cabeza, y todo en derredor daba vueltas. Lanzó un gemido, y se preguntó qué le había sucedido como para sentirse así. Luego se dio cuenta de que no sabía dónde estaba, ésta no era su habitación.Y un hombre semidesnudo entraba por una puerta, y ella se quedó sin aliento.Era Maurice, enseñando más de lo que debía ser sano, cubierto sólo con una toalla atada a la cintura.Había tenido la garganta seca hasta hacía un segundo, pero de repente empezó a salivar; este sí que era el mejor remedio contra la resaca. Certificado.Maurice tenía el pecho ancho y algo velludo, se veía moreno por el sol, y sus brazos, estaba segura de que no podría rodearlos con sus dos manos.—Buenos días –saludó él mirándola con una sonrisa, y ella se so
Él habló por unos minutos con su primo, no supo de qué, y luego volvió a ella.—¿Vamos a almorzar? –ella asintió. Esta mañana apenas había tomado un jugo con galletas en su apartamento por las prisas que habían tenido, y le rugía el estómago. Notó que él le ponía la mano en la cintura y caminaba con ella hasta el auto que los había llevado y traído toda la mañana.Cuando entraron al restaurante, el teléfono de él sonó.—Ah, David –le escuchó decir al tiempo que le corría la silla para que ella se sentara—. Te lo contó la abuela, ¿eh? –hizo una pausa—. Sí, claro, Michaela. ¿Esta noche? Vale. Sí, la llevaré.Él la miró, y volvió a sonreír, como si David le hubiese dicho algo chistoso.&mda
—¿Qué dices? –exclamó Theresa Livingstone mirando a su marido, que se encaminaba a su despacho privado con paso tranquilo mientras ella le iba detrás.—Lo que oíste –contestó él—. Al parecer, esa hija tuya se presentó en la comisaría con Maurice Ramsay y convenció a todos de que está con él por pura voluntad… Y también los convenció de que no tiene ninguna deficiencia mental—. Theresa se sentó lentamente sintiendo de repente las manos frías.—¿Y qué vamos a hacer? Esa estúpida se fue con ese hombre…—No podemos hacer nada –dijo él rodeando el escritorio y sentándose en su enorme sillón de cuero—. Como dice el capitán de la policía, ella es bastante mayorcita y puede elegir con quien irse. Por otro lado, no creo que Ramsay qu
Llegaron a un edificio igual de lujoso al de Maurice y subieron el elevador hasta el último piso. Maurice le explicó que Daniel, su primo, vivía en un pent-house con su esposa, y allí se reunirían además con David y Marissa.Conocía a Diana y a Marissa por los rumores. De la primera se decía que se había casado con un simple empleado de su padre, y luego éste se había convertido en el presidente de la compañía de su familia. Entre sus hermanas, lo tenían como un oportunista, y a ella, como una idiota que se había dejado embaucar. Y de Marissa tenía peores referencias aún; ella había sido la novia cornuda de Simon Donnelly, el hombre que prefirió a una secretaria antes que, a ella, tan hermosa y sofisticada; y ahora ella prefería a otro simple pobretón. Algunos hasta especulaban que su elección por un hombre como ese era una
Gracias a esta cena, Abigail pudo concluir varias cosas; una de ellas, que era muy improbable que Marissa se hubiese casado con David Brandon por venganza a Simon Donnelly y que estuviera teniendo una aventura con él, pues se le veía muy embelesada con su esposo, atenta a sus movimientos, receptiva a su cercanía. A menos que fuese una actriz consumada, ella podía decir que Marissa Brandon estaba enamorada de su esposo.Otra cosa que concluyó, esta vez acerca de Diana y Daniel, fue que su unión podía deberse a cualquier cosa menos a asuntos de negocios y dinero. Real, realmente, el uno parecía ver a través de los ojos del otro, y parecía que aun sin mirarse siquiera podían comunicarse entre sí, y cuando Maurice le informó que Diana esperaba un bebé, los ojos de ambos parecieron convertirse en dos enormes corazones de chicle rosa. Para alguien que nunca vio demostraciones de afecto
—¿Qué… qué… qué significa… lo que dijiste allá? –preguntó Abigail con bastante dificultad para formar cada palabra y decirla. Sentía que su lengua, sus cuerdas vocales, y toda su laringe estaban en shock.—¿Qué puede significar, Abigail? Nos casaremos. ¿Es la razón por la que me buscaste, no? –ella se quedó allí, quieta y en silencio, mirándolo nada más—. Vamos, ¿por qué te pones así? ¿O era que esperabas algo más romántico? ¿Que me pusiera de rodillas y te diera un enorme diamante? Tú me lo pediste, yo te estoy contestando—. Abigail asintió bajando la mirada y sintiendo de repente sus ojos humedecidos. Todo esto era verdad, y ella estaba obteniendo exactamente lo que había buscado, pero sonaba tan crudo, tan feo.Al parecer, la pequeñ
—¿Qué haces aquí? –preguntó Arthur a Abigail, luciendo una bata verde oscura, horrible, pero finísima, y pasándole un billete al taxista que había traído a Abigail a su apartamento—. ¿Te peleaste con Maurice? –Abigail no contestó, sino que se internó en el edificio donde vivía su primo y se encaminó al ascensor. Él la siguió—. ¿Qué te hizo ese bastardo?—Aceptó casarse conmigo.—¿Aceptó? ¡Qué dicha! –Pero entonces se quedó pensando, frunciendo el ceño y llevándose las manos al mentón—. ¿Y qué haces aquí? ¿No deberías estar celebrándolo en su cama? –ella negó blanqueando sus ojos. Ahora, al parecer, recibiría puyas y bromas por el tema sexo. Gran cosa.&mdas