4

Maurice entró al edificio donde tenía su pequeño apartamento y caminó esquivando el elevador, que estaba fuera de servicio por reparación, aunque dudaba que fueran a arreglarlo en un futuro cercano. En las escaleras se encontró a Helen, que venía con su niña en brazos y lo detuvo.

—Tienes visita esperando fuera de tu puerta –le informó.

—¿Visita? –preguntó él—. ¿David? ¿Daniel?

—No, una mujer…

—¿Diana? ¿Michaela, Marissa?

—No. Míralo tú mismo. Yo sólo digo que es muy guapa. No sabía que te gustaban pelirrojas—. Helen siguió de largo y no pudo ver que Maurice había palidecido. Se quedó allí, con los pies en diferentes escalones sintiéndose de repente sin fuerza para avanzar.

Una pelirroja. Había muchas pelirrojas en Estados Unidos, pensó, no tenía por qué alarmarse. Cientos de ellas, miles, y no todas eran naturales. Además, si Helen la había visto, claramente no era su fantasma. Era alguien de carne y hueso.

Siguió avanzando y llegó por fin al pasillo donde estaba su apartamento, uno que pensaba abandonar esta misma semana para volver al lujoso apartamento de soltero donde había vivido hasta que tuvo la nefasta idea de casarse con Stephanie Gardner.

Y Stephanie estaba allí, de pie, con las manos en la espalda y mirando la pared del frente, llevando una ropa… bastante diferente a la que su mujer solía lucir.

Tenía que ser ella, se dijo avanzando poco a poco. Tenía su misma estatura, su mismo cabello rojo, rizado y abundante. El mismo color de piel, pero no parecía ella.

La mujer lo vio y su mirada azul cobalto se iluminó. Incluso le sonrió.

—¡Maurice! –lo saludó.

—¿Quién eres? –le preguntó él, agitado. Pasó saliva intentando tranquilizarse, no podía huir ahora a plena luz del día. Estaba visto que este fantasma, si era uno, lo acosaría a menos que él le plantara cara.

—Yo… Mi nombre…

—Sí, tu nombre. ¿Quién eres? –él frunció el ceño. Intimidarla se sentía bien, pero ella lo miró fijamente a los ojos.

—Mi nombre es Abigail Livingstone—. Él dio un paso atrás. Una de las primas. Había dado con él una de las primas malvadas de Stephanie. La miró de arriba abajo. Que él recordara, las primas Livingstone eran rubias, no pelirrojas, y ninguna se parecía tanto a Stephanie como ésta de aquí.

—Mentira.

—Es… ¡Es verdad! –él metió la llave en su puerta.

—Pues entonces, si es verdad, peor para ti. Desaparécete.

—¡No! –él cerró la puerta dejándola afuera—. ¡Necesito decirte algo! –gritó ella a través de la puerta—. ¡Es… es importante! –él miró la puerta con rencor. Esta mujer, si es que era verdad y era la prima de Stephanie, se estaba burlando de él.

Ya lo había asustado una vez maquillándose como ella, y apareciéndose causándole casi un susto de muerte.

—¡Por favor, atiéndeme! –volvió a hablar ella, golpeando suavemente la puerta—. ¡Tienes que escucharme! –Sonriendo con sarcasmo, Maurice caminó a la cocina y se sirvió un vaso de agua. Miró la maleta que había hecho, que, en vez de ropa, contenía alguna música, libros y unos cuantos objetos personales. No había muchas cosas materiales que pudiera llevarse. Los muebles eran demasiado viejos, la ropa, inadecuada para el nuevo estilo de vida que llevaría.

Su tío le había estado insistiendo para que volviera pronto, y él se había decidido, para llevar a cabo la venganza que había planeado, necesitaba poder y dinero, así que se había hecho hora de dejar atrás este lugar.

Ya Daniel sabía la verdad acerca de él, ya sabía que era su primo. David tal vez sospechaba algo acerca de su vida pasada, de sus motivos para haberse escondido aquí todos estos años, pero era tan discreto y buen amigo que no hacía preguntas, tal vez esperando a que él tomara la iniciativa y le contara.

Los llamados de la prima Livingstone cesaron, y Maurice suspiró. Se había cansado bastante pronto de llamar.

Se paseó las manos por los ojos tratando de borrar su reciente visión. Era endemoniadamente parecida a Stephanie, tanto, que irritaba. Se dedicó a prepararse algo de comer y tranquilamente se sentó a la mesa. Leyó unos documentos que su tío le había pasado, y miró en su nuevo teléfono algunos correos que había estado esperando.

Continuaría los estudios que años atrás había dejado iniciados. Volvería a la empresa y se iría preparando poco a poco para tomar el control luego. Llenaría sus días de trabajo y otras ocupaciones con tal de no pensar, de no maldecir, de no necesitar embriagarse para no llorar, o no recordar que había llorado.

Horas después, se dio cuenta de que había oscurecido, y se levantó para encender la luz de la sala. En el momento, el teléfono timbró.

—Hey, Mao –era David—. La abuela preparó costillitas de cerdo ahumadas. Me dejó la fastidiosa tarea de llamarte e invitarte.

—¡David! –se escuchó la voz de Agatha al reprocharle a su nieto. Maurice sonrió.

—Allí estaré.

—¿Por qué no le dices mejor que estás enfermo? –sugirió David, y volvió a escucharse la voz de Agatha regañando a David—. Dile que tienes diarrea, no tienes que aceptar nuestras invitaciones siempre, ¿sabes?

—Pero el asunto es que quiero aceptar. Me llevaré a tu abuela lejos si sigues causándole disgustos –amenazó Maurice con voz sonriente.

—Y yo te mataré luego –dijo David antes de colgar, y Maurice no paró de sonreír. Guardó su teléfono y dejó los papeles sobre la mesa. Una invitación a cenar en casa de su hermano y su primera y única abuela, aunque no de sangre, era lo mejor en este momento.

Salió del apartamento y casi quedó paralizado al ver ahí otra vez a la pelirroja Livingstone.

—¡Joder! –exclamó—. ¿Qué haces aquí? –ella se levantó del suelo, pues había estado sentada en él, y se le acercó.

—Te esperaba.

—¿Estás loca? ¿Eres una enferma mental? –esas palabras parecieron molestarla, pues lo miró duramente.

—No. Soy normal.

—Entonces, ¿qué haces aquí? ¿Pasaste, en serio, todas estas horas allí sentada, esperando?

—Te dije… te dije que era importante.

—¡No me importa! –volvió a exclamar él—. Puedes hablarle a la pared, ella sí te atenderá—. Dio la media vuelta y echó a andar. Se volvió cuando escuchó un quejido, y la encontró en el suelo. Parecía estar sufriendo mucho dolor, y pensó seriamente dejarla allí y seguir su camino. Pero su cara de sufrimiento le hizo dudar.

—¡Mierda! –dijo él entre dientes, y caminó a ella para ayudarla.

La mujer estaba fría y pálida, parecía tener dificultades para respirar y eso lo conmocionó un poco. La alzó en brazos y entró de nuevo a su apartamento.

Definitivamente, las mujeres no sabían sino sacar cartas unas tras otras para meter en problemas a los hombres, pensó. Pero la que tenía en brazos, ahora estaba sufriendo y, aunque su primer instinto fue dejarla sola e irse, no podía ignorarla ahora. Estaba sintiendo su peso y su calor. Ella no era un fantasma, después de todo, sino una mujer. Una mujer que olía increíblemente bien.

Maurice depositó suavemente a la mujer sobre uno de sus muebles y la miró como si fuese una serpiente que en cualquier momento se enroscaría y atacaría.

Ella fue recuperando poco a poco su color. Él caminó a la cocina y sirvió un vaso de agua para luego tendérselo. Ella lo rechazó.

—Ya estás mejor. ¿Te puedes ir? –ella lo miró con rencor.

—No eres un caballero –Maurice se echó a reír.

—¿Por qué tendría que serlo? Un caballero se porta como tal cuando hay damas cerca.

—Yo soy una dama.

—Una dama que viene al apartamento de un hombre soltero sin importarle si es bienvenida o no—. Ella miró en derredor.

—¿Esta… es tu casa? –extrañamente, ella no parecía asqueada, sino curiosa.

—Sí. ¿Algún problema? –ella lo miró de reojo.

—Es… diferente… a lo que me imaginé—. Ella tenía la mano en el pecho aún, y Maurice frunció el ceño. Casi le pregunta si estaba enferma, pero se contuvo a tiempo y suspiró. Se dedicó a pensar en las costillitas de cerdo ahumadas que tenía Agatha en casa. Y él aquí con esta molestia pelirroja.

—Tengo que salir, ¿sabes? ¿Podrías irte? ¿Quieres que te llame un taxi? –la vio tragar saliva y caminar a la puerta. ¡Al fin se va! Se dijo él, pero cuando ella estuvo afuera, se agachó y recogió del suelo un sobre plástico grande y lo extendió para que él lo recibiera, pero él no hizo así.

—¿Qué es eso?

—Estoy… Estoy… enferma –dijo ella.

—¿Y es mi problema?

—Estoy… —ella cerró sus ojos, como si se estuviera concentrando mucho en lo que iba a decir—. Moriré.

—Vaya, ¡Qué pesar! Gente muere todos los días. Te acostumbrarás.

—Moriré en un año –dijo ella, y abrió los ojos para mirarlo directamente a los suyos. Los de Maurice eran color miel, y la miraban con desinterés.

—Es un pesar –dijo, aunque no parecía que lo lamentara.

—Yo… quiero casarme contigo –Maurice la miró con sus ojos muy abiertos.

—¿Qué?

—Quiero casarme contigo –repitió ella, y Maurice soltó la carcajada.

—Mira, bonita –dijo entre risas—. No sé en qué planeta vives, pero definitivamente, en éste las cosas no funcionan así.

—Mo… Moriré en un año.

—¡No me importa! –gritó él, acercándose a ella para ahora gritarle en la cara—. Por mí, muérete hoy mismo. ¡No es mi problema!

—¡Y te quiero! –dijo ella, y sus ojos se humedecieron—. Sé que me odias, sólo por mi parecido con mi prima ya sientes que tienes motivos para odiarme. Pero yo te amo. ¡Te he amado siempre!

—¿Pero qué locura es esta? ¡Largo de mi casa!

—¡Quiero estar contigo!

—¡Fuera! –siguió gritando él, y ahora apuntó con su dedo hacia la puerta. Cuando vio que ella no se movía, la tomó de los hombros y la empujó hasta echarla fuera.

—¡Maurice! –rogó ella, tratando de impedirle que la sacara, pero él era fuerte.

—Fuera de aquí. Espero no tener que volver a verte, ¿me entendiste? No me tientes, ¡porque hace mucho rato que tengo muchas ganas de matar a alguien!

—¡Escúchame! –volvió a gritar ella, pero Maurice cerró la puerta con fuerza. Ella siguió llamando, y para no escucharla, Maurice rugió de ira. Al escucharlo, ella se detuvo y guardó silencio.

Sin pérdida de tiempo, Maurice recogió sus llaves y su teléfono dispuesto a salir. Cuando atravesó la puerta, ella volvió a abordarlo, y caminó tras él todas las escaleras de bajada, pero él la ignoró hasta que subió a un taxi y la dejó atrás. Esto era una locura, y Maurice se sintió tan furioso e insultado que de mala manera le dijo al taxista la dirección de la casa de David. Debía estar dentro de una pesadilla, y cuando llegara a la casa de su amigo, despertaría, seguramente.

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